martes, 14 de noviembre de 2017

LOS DEBERES DEL MAESTRO

 
Ser Maestro de Sí Mismo

Llamados a asociarnos a la Grande Obra de la Construcción Universal, debemos ante todo entrar en posesión del utensilio necesario. Este instrumento de trabajo es nuestro organismo, construido en vista de la tarea que nos incumbe.

Es éste, un edificio cuyas piedras constitutivas son células vivientes; pero este conjunto, posee su autonomía fisiológica y la inteligencia soberana no gobierna jamás al animal de una manera absoluta. Sofocada por el instinto al principio de la vida, no se afirma sino poco a poco con la edad de la razón; después entra a luchar con las pasiones para no predominar sino tardíamente, cuando éstas se han calmado.

Hacerse maestro de sí mismo corresponde, pues, en una parte amplísima al programa de la vida. Tomamos posesión poco a poco de nuestros órganos y de nuestras facultades sin llegar, lo más a menudo, a realizar todas las posibilidades. Ahora bien, la iniciación nos invita bajo este respecto a sobrepasar la medida común: lo que distingue al Iniciado, es que él se posee a sí mismo mejor y más completamente que la vulgaridad de los humanos. Pero la tarea es ardua; también las exigencias son proporcionadas al grado iniciático alcanzado.

Poniéndose al orden, el Aprendiz da a entender simbólicamente que se domina en materia cerebral, colocada en escuadra bajo el mentón, su mano preserva a la cabeza de toda agitación que suba del pecho donde hierven las pasiones. El nuevo Iniciado juzga con calma, imparcialmente, como buscador sincero y desinteresado de la verdad.

Pero no basta asegurarse una laudable serenidad especulativa. Si nos empeñamos en formarnos ideas lo más justas posibles, no es por el diletantismo, por el placer de la argumentación, o por complacernos estérilmente en una mentalidad superior. Si queremos ver claro, es a fin de obrar con discernimiento. La acción es nuestro fin y no la especulación. Ahora bien, no es el cerebro el que estimula nuestra actividad, porque ésta procede del sentimiento cuyo órgano simbólico es el corazón. Corresponde, pues, al Compañero, que es el realizador por excelencia, sobrepasar al Aprendiz en el dominio, de sí mismo. A la disciplina cerebral agrega la de la sentimentalidad: somete a la inteligencia las fuerzas que hacen obrar; las coordina sin debilitarlas y las aplica con criterio. Sus pasiones le sirven porque ha sabido dominarlas.

El Maestro concluye por someter todo lo que debe obedecer. Su maestría se extiende hasta los instintos que dominan a la bestia humana. No los suprime, porque son necesarios; pero los subyuga, como lo da a entender la actitud característica del tercer grado. De la garganta, la mano se lleva hasta colocarla sobre el corazón y finalmente sobre el vientre, sitio de los apetitos que el Iniciado reduce al silencio.

 Bajo pretexto de una soberanía absoluta de la inteligencia, ciertas escuelas pretenden someter al organismo a un régimen de tiranía extraña al programa de la Iniciación verdadera. Sabiamente ponderada en todas las cosas, ésta no cae en ninguna exageración. Desdeña en particular la acrobacia psico-fisiológica de los fakires, derviches y otros ascetas, que se traduce por efectos insólitos, buenos para conocer, pero no para buscarlos. El real Iniciado no piensa en maravillar a nadie, no se preocupa sino de la tarea que le incumbe y hace de la maestría su instrumento de acción únicamente para poder cumplir plenamente aquélla.

En sí mismo este instrumento no presenta sino un interés secundario. Mantenerlo en perfecto estado no es el objetivo del adepto que se consagra a la Grande Obra. El arte de evitar la decrepitud y de envejecer en pleno vigor de espíritu, no es, pues, la última palabra de la Iniciación, a menos que el elixir de larga vida no sea una quimera. Una sabia higiene física y mental prolonga la vida individual; hay viejos que poseen el secreto de rejuvenecerse muy naturalmente, sin recurrir a ninguna diablura. Las leyendas, como la de Fausto, son muy instructivas para el Iniciado hábil en extraer el espíritu aprisionado en la letra muerta. El mantenimiento de la salud física favorece, por otra parte, el perfeccionamiento moral. No le está, sin embargo, subordinado, porque puede ocurrir en casos excepcionales que el cuerpo deba ser sacrificado a una causa superior. El buen jinete cuida su cabalgadura y mide el esfuerzo que le exige; pero ante una necesidad de orden superior, cesa de preocuparse de la bestia.

Profundizar

Nadie es Maestro si no posee el Arte a fondo. El Aprendiz, sólo puede contentarse con conocimientos rápidos, generales y superficiales; para él son las teorías y las certidumbres juveniles. Instruido por la práctica, el Compañero observa con cuidado y controla la enseñanza teórica, adquiriendo así poco a poco la experiencia que conduce a la Maestría. Esta, sin embargo, no recompensa al obrero sino cuando ha sabido elevarse hasta el genio del Arte que debe comprender y sentir.

Fiel a los principios reconocidos, el Compañero trabaja correctamente, según las reglas admitidas; pero no se permite innovar, modificar la aplicación de los principios fundamentales ni inaugurar nuevos métodos de trabajo.
Ahora bien, el Arte, como todas las cosas, evoluciona y se adapta a las necesidades, destinado como esta a progresar sin cesar. El progreso, en eso, es la obra de los Maestros que renuevan las tradiciones, apartándolas de la rutina. Lejos de todo servilismo, están animados por el puro espíritu del Arte y no temen reformar lo que lo fija en un estilo envejecido o lo petrifica en el ciego culto del pasado.

El artista vibra bajo la influencia del Arte que siente interiormente, tanto y tan bien que se hace su libre intérprete, identificado con la obra a la cual se ha dedicado. Pero el Iniciado se consagra al Grande Arte que es el de la vida; aspira, pues, a la maestría vital: es la Vida, la verdadera Vida, la que debe comprender y sentir.

Una juiciosa comprensión de la Vida es, en efecto, la base de toda sabiduría iniciática. El Pensador llega hasta sustraerse a la impostura de las apariencias exteriores que engañan a los espíritus superficiales. Su superioridad reside, pues, en su poder de profundizar.

Este poder, el Iniciado debe desenvolverlo; pero no obtendrá pleno éxito en ello, sino al fin de su carrera, cuando se aproxime a la Maestría. Tendrá siempre que luchar contra la ilusión que nos acecha en todo lo que nos es dado imaginar o apercibir sensiblemente.

Ir al fondo de las cosas; tal es el eterno objeto de la filosofía, la tarea esencial del Maestro Pensador. Es en el interior de la Tierra donde los Hermetistas debían buscar la Piedra oculta de los Sabios. Estas mismas profundizaciones revelarán al Masón la Palabra Perdida. Sólo a fuerza de descender se penetra en la Cámara del Medio donde resplandece la Luz Central explicativa de todos los enigmas. Únicamente la claridad sacada de las profundidades permite al Maestro iluminar a sus Hermanos y prevenir así el asesinato de Hiram.

Si el instructor ha carecido de penetración, si no ha descendido hasta el hogar de la comprensión lúcida, los resplandores que ha recogido no bastan para hacer desistir al mal Compañero de su criminal proyecto. El complot se trama con la complicidad inconsciente de los falsos Maestros, que son ciegos que dirigen a otros ciegos. Una pesada responsabilidad gravita, pues, sobre el Masón que se decora con las insignias del 3er grado, si no trabaja en asimilarse la plena inteligencia del Arte. Es culpable de las faltas que se cometen porque no ha sabido evitarlas. El que llega a ser Maestro contrae la obligación de trabajar, no tan simplemente para sí, sino sobretodo para los demás. Tiene a su cargo inteligencias que dirigir, porque debe a los Aprendices y a los Compañeros la luz indispensable para el cumplimiento de su tarea.

No es, pues, para dedicarnos al reposo que hemos alcanzado a la cúspide de la jerarquía masónica. Debemos redoblar en ella nuestros constantes esfuerzos a fin de que nada de lo que concierne al Arte permanezca obscuro para nosotros. Mientras que los obreros reposan de las fatigas del día, corresponde al Maestro velar en el silencio de la noche, a fin de absorberse mejor en profundas meditaciones que iluminan el presente y hacen prever el porvenir a la luz del pasado perspicazmente evocada.

Escuchar a Otros

En Iniciación todo se cumple por alternativas, como lo recuerdan las columnas fundamentales B y J, que corresponden a los dos platillos de la balanza que mantienen sin cesar el equilibrio necesario. Ahora bien, habría ruptura de este equilibrio si el Maestro se limitara a meditar no apelando sino a la iluminación interior. La meditación silenciosa tiene su complemento y a veces su correctivo, en la libre discusión que es tanto más fecunda cuanto las ideas cambiadas son más opuestas. Lejos de rehuir la contradicción, el Pensador sabrá, pues, buscarla. No temerá ir a instruirse cerca de los adversarios que supondrá de buena fe. Colocándose en el punto de vista de éstos, descubrirá la debilidad de su argumentación, encontrándose muy a menudo conducido a ensanchar sus propias opiniones.

Es así cómo el Maestro se elevará más y más en el dominio de la comprensión; cogerá el pensamiento de otro, para retener de él lo que esté de acuerdo con el suyo. La incesante preocupación de asimilarse la Verdad, cualquiera que sea su fuente, desenvolverá por otra parte, en él el sentimiento de la Tolerancia, virtud esencial del verdadero Franc-Masón.

Una minúscula trulla de plata, llevada sobre el corazón, designaba, en otro tiempo, al Iniciado ante quien cada uno podía explicarse sin reserva, cierto de dirigirse a una inteligencia que sabe comprender y a un corazón abierto a todos los sentimientos nobles. Es preciso que el Maestro justifique su insignia, si no quiere aparecer como impostor ante aquellos que se dirijan a él bajo la fe de los símbolos.
Guardémonos, pues, de denigrar sistemáticamente lo que ignoramos. Si condenamos al adversario sin haber pesado sus argumentos, persuadidos de que él no puede estar sino en lo falso, seremos nosotros los que caeríamos en el error. Toda opinión ampliamente esparcida, encierra verdad, porque es la verdad la que cautiva al espíritu humano, aunque se oculta bajo exterioridades groseras. Ninguna creencia es despreciable, porque ninguna es falsa de una manera absoluta.

El iniciado se complace, pues, en escuchar con benevolencia a todos los que creen tener razón. Frecuentará los creyentes ávidos de convertirlos a su religión o los filósofos cuidadosos de propagar su sistema. Inspirándose en los sabios de la Antigüedad, irá a golpear la puerta de todos los santuarios y no desdeñará ninguna escuela. La controversia lo instruirá, porque discutirá, no para convencer, sino para desprender por todas partes de su ganga el metal puro, cuyas pepitas dispersas recogerá.

Los más humildes medios pueden contribuir así a enriquecer al Iniciado, siempre que sepa interesarse en la especialidad de cada uno, descubriendo por todas partes la materia prima de la Grande Obra. Bajo este respecto el sabio descubre en todo lugar y en abundancia lo que el necio no alcanza a encontrar en ninguna parte.

Perder Toda Ilusión

Pagarse de palabras sonoras y de vanas apariencias no es muy a menudo sino propio de espíritus que se pretenden serios y positivos. Aprendiendo por todas partes, sin cesar de profundizar, el Pensador efectivo se escapa de esta engañifa. Como nada abusa de él, llega a concebir la realidad despojada de las exterioridades seductoras que la adornan a los ojos del vulgo. La visión penetrante del sabio percibe el esqueleto de las cosas. Tal es el sentido de las osamentas que tapizan la Cámara del Medio.

El Maestro hace abstracción del decorado sensible que disfraza una verdad interior entristecedora: él no se ilusiona por nada y dicta un fallo implacable aún sobre lo que más ama.

Bajo este respecto se juzga desde luego a sí mismo sin complacencias. Reconociendo sus defectos y sus debilidades, se guardará bien de atribuirse una superioridad sobre sus compañeros de miseria.

El individuo no posee de propio sino el deseo más o menos intenso y constante de realizar su ideal por sus actos. Sólo este sentimiento íntimo hace nuestra grandeza efectiva. Mantengámoslo con cuidado, persuadidos de que bajo las exterioridades más humildes, encontramos a cada paso a nuestro superior.

Juzguemos también a las instituciones a que pertenecemos. No tengamos la superstición de creer que somos libres porque nuestros antepasados han muerto por la libertad. La independencia no es transmisible por herencia: es preciso sacudir el yugo cada día para hacerse y permanecer libre. Bajo una infinidad de formas pérfidas, la esclavitud nos acecha sin cesar; se impone a nuestro espíritu si la pereza intelectual nos impide buscar por nosotros mismos la verdad; nos paraliza moralmente si nuestra voluntad se adormece en las preocupaciones egoístas; se nos impone, en fin, políticamente, desde que descuidamos nuestros deberes y olvidamos nuestra dignidad de ciudadanos.

Se ha reprochado a menudo a la Franc-Masonería ocuparse demasiado de política. En realidad ella no ha sabido intervenir como habría debido. Las Logias no están destinadas a hacer el oficio de comités electorales y aún menos de agencias que procuran favores del gobierno; pero deben ser hogares de educación democrática. Es en su seno donde debe formarse el sacerdocio de la religión republicana, porque la Patria, la Cosa pública (Res-pública), es digna de un culto que corresponde a los Franc-Masones instituir.

Su misión en eso es predicar con el ejemplo por la práctica de las virtudes republicanas. Esas derivan del valor cívico aplicado a la defensa del interés general. Celoso de su soberanía, el ciudadano se siente herido por todos los abusos. Lejos de hacerse cómplice de ellos por su silencio o pactando con aquellos que los aprovechan, no vacila en sacrificar sus ventajas personales, combatiendo con firmeza todo lo que tienda a corromper las costumbres públicas. Los pueblos no tienen sino los gobiernos que se merecen. Si ellos mismos son corrompidos no pueden esperar ser gobernados con integridad.

Sujetémonos, pues, a ser puros individualmente. No solicitemos favores de nuestros mandatarios, a fin de conservar el derecho de controlarlos con severidad, sin dejarles pasar la menor flaqueza. En una democracia cada ciudadano es responsable del bien común. No lo olvidéis vosotros que en calidad de Maestros debéis ser educadores. Para ser republicano, no basta votar cuando llega el día de hacerlo ni perorar en las reuniones públicas; la tarea es más ardua y más austera. La República no se contenta con ser proclamada, puesta en carteles como una etiqueta comercial: es preciso que penetre hasta la médula de los ciudadanos e instituciones.

Sepamos ver claro a este respecto y cumplamos nuestro deber, nosotros que, desengañados de las apariencias, aspiramos a sustituirlas por la realidad.
 

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