martes, 9 de enero de 2018

SIMBOLISMO DE LA TIERRA SAGRADA


Todos tenemos una tierra de origen, la cual es una formulación simbólica de la tierra arquetípica, una tierra santa, que sólo se profana cuando se le pretenden poner límites exteriores, por comparación con una otredad.

Asumir esa tierra sería en realidad asumirse a si mismo, así como asumir una historia significativa. Sería, es, asumir también al dios oráculo, el cual sólo habla en una tierra virginal, es decir, en aquélla carente de agregados cuantitativos.
Para el hombre que ha construido una superestructura cultural, o «culturalizada», sobre esta tierra. la deidad reveladora de su identidad primigenia se le aparece como telúrica y en verdad lo es, pues él ha de descender al interior de ella, que es el interior de sí mismo, para encontrar el pozo, la fuente o la piedra que la señalaba (y que no era sino el corazón de su ser primordial) haciendo de ella una tierra santificada, una tierra de seres despiertos, bendecida por las influencias espirituales que ella evoca afirmándolas y en la que se expresan y reflejan de un modo atemporal, perenne y continuamente renovado.
 
Es como enterradas por los escombros del mundo moderno, que se hallan la tradición o las tradiciones que tuvieron lugar en esa tierra por obra de una geografía sagrada. Esa fuente (sangre espiritual del Adán regenerado) que mana al pie de un eje invisible que la abarca toda, fecunda a aquella tierra virtual que se ha hecho entonces celeste, pues sus aguas no son otras que las del Jobel, el río de la presencia espiritual que, «descendiendo» invisible de lo Alto, ilumina las posibilidades sintéticas de un mundo perenne y continuamente renovado.
 
Señalándolo como paraíso terrestre, lugar de las hierofanías, en el que se reflejan los Nombres y aspectos Divinos (y en su centro el Nombre inefable, inmanencia de la No Dualidad) sólo en el cual podría aceptarse verdaderamente un sacrificio total en la ascensión celeste.
 
Es así que en el monte del calvario, al pie de la cruz, se figura la calavera y los huesos que representan al Adán primordial y, en otro plano, al hombre viejo. Es el mismo Adán que con su caída perdió el paraíso, la tierra del jardín y la edad de oro. Es ahí donde se encuentra, una y otra vez, el principio y el final de los pequeños misterios, los del «devenir», los que justifican las peregrinaciones simbólicas que obedecen al oráculo de las voces internas.
 
Habría un lugar, inmanifestado en la historia y la geografía, del que cualquier otro podría ser la imagen, situado al pie del Espíritu, donde sí depositaríamos nuestros huesos, una y otra vez, con lo cual sacralizaríamos nuestra existencia, o nuestra visión del mundo.
 
En el cristianismo, el cementerio es un camposanto, es tierra sagrada, pues es encarado como lugar de renuncia y de paso a un mundo otro. Esos huesos no son sino el símbolo de la desnudez de la Idea y en ellos se encuentra el soporte o la semilla de la regeneración del hombre y a través de él, del mundo. Aquellas tibias cruzadas en su intersección la virtualidad de un mundo nuevo, que el Cristo en su crucifixión y muerte actualiza con respecto a todos los mundos.
 
Así, en nuestra peregrinación vamos a dar en lo que ya no podemos juzgar como exterior a nosotros mismos y se puede dejar de interferir en el plan del Arquitecto sabio, asumiendo tal vez, de una vez por todas, un modo de ser que tiene que ver con una entrega sin explicaciones. Pretendemos conocer el mundo a través de una descripción, a veces sutil, suponiéndolo y suponiéndonos a nosotros mismos. Es más, suponemos entonces y pretendemos limitar a la Deidad, con lo que mentimos, aun sin quererlo, con respecto a su Infinitud y Providencia. Es a todo esto a lo que las peregrinaciones o los viajes simbólicos apuntan, en una geografía que nos excede y al mismo tiempo contiene las claves simbólicas de nuestra identidad.
 
También podría recordarse aquí la noción del omphalos, la piedra constituida en centro del mundo, allí donde Apolo Pitio, al flechar y dar muerte a la serpiente Pytho, establece el templo de sus oráculos, donde lo telúrico y lo celeste se unen en la indicación formulada por la Pitia o Pitonisa desde su trípode, lo cual aparece como locura, extrañeza e incluso horror para un modo de ver y como hierofanía para otro.
 
Pero ¿dónde si no podrían oírse las voces de la Deidad sino en el centro del mundo, análogamente, en el corazón del ser humano? Son los huesos (los mismos que soportan nuestra estructura vertical) el soporte simbólico de la resurrección a una identidad anterior y primigenia. Son el soporte de lo angélico. Y su mineralidad se emparenta con la piedra, símbolo de la presencia divina y del corazón del mundo.
 
Con respecto a la peregrinación y a la literalidad de un mundo, ¿no será a este respecto que pueden entenderse las palabras evangélicas de la última Cena, cuando se dice que sólo han de ser lavados los pies, pues el resto está limpio por la Palabra, es decir por la realidad efectiva de la Doctrina Espiritual?
 
A Santiago se lo relaciona con el conocimiento de las ciencias de la Cosmogonía, o sea las del devenir y el mundo intermediario, así como con la Esperanza, que se expande en la intuición de lo simultáneo. Es necesario separar, para unir: negar un mundo, para entregarse al misterio; el cual vuelve a nosotros de manera insospechada. Si todo parte del Sí-mismo para volver al Sí-mismo, es así como pudiera darse una entrega. El Todo Primordial es el Uno, y por lo mismo que nos excede es que podemos entregarnos a Él, Artífice prototípico.
 
Para el mundo occidental, signado por una «cultura» adquirida y deformada, lo que más le cuesta es perderla para encontrarse a sí mismo y es evidente que eso no puede hacerse sin el auxilio de la Tradición. No sólo somos nosotros que nos ligamos a ella, sino que también ella nos acoge, encarnándose en nosotros, si la vivificamos y la traemos a la existencia. Ella es obra de la Sabiduría, hacedora de todas las formas tradicionales, sin la cual nada fue hecho, según dice Salomón. Al que la ama, y le es fiel, a veces a pesar incluso de él mismo, ella, con amor misterioso y secreto, siempre atenta (pues es una con el Principio) lo rescata cuando todo está perdido, tal vez precisamente entonces.
 
 
 

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