El cristianismo pretende ser fenómeno religioso originario, ruptura y superación del paganismo. Sin embargo, en el Cristo que muere y resucita en la cruz, quizá subsistan los colores y resonancias de símbolos ancestrales.
En el cielo corren nubes rojas. El viento parece tocar tambores que producen una música triste. Y dentro de una iglesia solitaria, en el altar, El espera que te acerques a observarlo. El, el Cristo sufriente empotrado en la cruz mediante clavos de sangre.
En su rostro mueren las aves y los mares se secan. En su cuerpo dolorido se desploman árboles, languidecen girasoles. ¿Sólo este Cristo del dolor puede existir en la madera? ¿Sólo hay en él lugar para el pesar y el gesto torturado? Otro Salvador podemos imaginar; o recuperar, quizá, mediante la historia de los símbolos.
Para esto, adentrémonos en las raíces de la cruz, en los dos sólidos maderos que sostienen la anatomía lacerada del Cristo tradicional. Entendamos la cruz como símbolo. La cruz se enlaza con el árbol.
En la Edad Media suele representársela como árbol con nudos y ramas. Esa cruz-árbol se ubica simbólicamente en un centro místico del mundo. Desde allí la cruz puede actuar como puente o escalera que une cielo y tierra. El madero vertical de la cruz es el que permite ascender. El eje vertical es la línea que trepa hacia el cielo. La madera transversal, en cambio, simboliza la tierra y sus avatares, sus quemantes hogueras de dolor y conflicto. De ahí que la línea ascendente, vertical, y la madera horizontal de la cruz, sumadas, representen una unión de opuestos: el esplendor gozoso del cielo por un lado, y las turbulencias del sufrimiento terrenal, por el otro.
Pero en el cristianismo el simbolismo de la cruz se inclina hacia el dolor más que hacia una futura y placentera elevación. Antecedente de este proceso es la cruz de fuego, las llamaradas como expresión del sufrir, del temblar en el dolor. Quizá esto proceda de una reminiscencia del arcaico frotar de dos leños para generar las chispas. Un hacer sufrir la madera para urdir el fuego. Antes de la fogosa luminosidad, es inevitable el sufrimiento. Un sufrimiento que, como el cristianismo, a veces puede ser defendido como algo más esencial que la luz que precede.
Pero nuestra indagación nos llevará hacia la cruz de la plenitud y no la del calvario. Una antigua manifestación de este tipo de cruz es la cruz egipcia o ansada. En el idioma sagrado de los jeroglíficos la cruz del Antiguo Egipto expresa la vida y el vivir. Su brazo superior traza una curva cerrada, casi circular. La presencia del círculo. El círculo: símbolo de totalidad, de energía vital inacabable, creadora. Un círculo de lo divino celestial que desciende sobre la línea horizontal de la cruz egipcia para animar la existencia terrenal, para conceder movimiento a los seres. Así, la cruz ansada también simboliza la unión de cielo y tierra.
Pero en la cruz latina el extremo del eje vertical no se abre en un círculo, sino que se extiende, imaginariamente, hacia una altura infinita. A través de esta línea vertical el alma, luego de la muerte, puede abandonar la estrechez de la tierra y luego renacer en una vida celestial. Cristo muere a esta vida terrestre y asciende después para resurgir, resucitar. Este es el momento en que el sentido de la cruz puede ser mejor comprendido a través de su relación, ya antes adelantada, con el árbol.
Primero atendamos a la cruz como árbol de redención. A esto se alude en la misa de la consagración del Viernes santo cuando se asegura: “Fiel cruz, árbol sobre todos noble: ningún bosque ofrece algo similar en hojas, flores, o semillas. Dulce es la madera, dulce los clavos. Dulce el peso que soporta”. Esta dulce madera de la cruz entendida como árbol es la que promete, en el decir de San Pablo, en Corintos 15: 22 que “del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo”. En el paraíso, Adán convierte al árbol del bien y el mal en árbol de la perdición. En cambio, el árbol-cruz de la pasión es su opuesto, es árbol de la salvación, de la resurrección. Medicina del mundo. En las Revelaciones del Apocalipsis el árbol de la vida se alzará en el centro de la ciudad celestial, Jerusalem. Allí, un río puro brotará del trono de Dios y del Cordero (del Cristo crucificado). Y del árbol cuyas raíces se nutren con aquellas aguas surgirán hojas que sirvirán para la curación de las naciones.
La cruz enlazada con el árbol de la salvación y la vida regenerada. Pero los maderos transversales también pueden asociarse con el árbol como irradiación primordial de una vitalidad renovadora y creadora. La relación aludida conduce a la sacralidad de lo arbóreo. Sólo recuperemos algunos antecedentes no cristianos: en un relieve de alabastro del Nimrud, siglo lX a.c., el rey persa Asurnasipal ll se muestra junto a un dios alado adorando un árbol sagrado.
En la India, según una pintura del Jodhpur, del siglo XlX, el dios hindú Krisna se ubica debajo del árbol Kadamba. Arbol que surge de un trono de loto. Desde allí, el dios toca la flauta para atraer a los seres hacia un centro sagrado donde florece el árbol.
Entre los tibetanos existe el famoso Arbol de las Asamblea de los Dioses (Ts'ogs-shing). En su centro permanece Tsongkapa, un bodhisatva (iluminado). En su pecho exhibe la efigie de Buda. En el tronco y las ramas del místico árbol se distribuyen asambleas de maestros y budas, y los dioses de los cuatro puntos cardinales.
En una pintura de Miraj-Nameh, Turqia, s. XV, Mahoma es imaginado como árbol de rubíes, zafiros y esmeraldas. Acaso el árbol Tuba que brota del centro del paraíso musulmán.
En todos estos casos, y en tantos otros ejemplos que podrían ser contemplados, el árbol se yergue en un centro de vitalidad creadora, de una fuerza originaria. La cruz asimilada a esa centralidad generadora podrá convertirse en lugar de renovación. En poder superador de la muerte.
Respecto a esta dimensión de la cruz y el árbol como potencias que trascienden lo muerto, podemos recordar el grabado de madera de Rennes, Francia, en 1830, de un artista anónimo. En aquella obra, a los pies del Cristo sufriente se ubica una calavera rodeada por una serpiente. En lo alto, a la izquierda, el sol y, a la derecha, la luna.
Cristo primero muere, su viejo cuerpo regresa a la dureza sin vida de los huesos y, luego, resurge como lo hacen el disco solar y la plateada señora de la noche. Tras el crepúsculo el sol atraviesa un infierno subterráneo. Momento simbólico de la muerte. Al que le sucede después un renacer al amanecer. La luna desaparece tres noches. Muere. Para luego resurgir, brillante, jubilosa. Pero la resurrección del Cristo clavado a la cruz se asocia con el árbol más que con el sol y la luna. Y por lo tanto con el tiempo de las estaciones y el renacer de la vegetación.
Los cálidos vientos de la primavera llegan y fomentan la exuberancia, la expansión del verde licor de la vida en ramas y plantas. Es el momento del nacimiento. Luego, arriba el adusto y frío señor invierno. Trae su guadaña para cortar la frondosa cabellera de la naturaleza. Los frutos entonces desaparecen. Es el instante de la muerte. Pero los ríos del tiempo nunca interrumpen su movimiento. Por eso el encanto primaveral retorna. Y sobre las cosas otra vez se vierte una lluvia de plenitud. La vida renace. Resucita.
Este ritmo del nacer, el morir y resurgir, se reitera en Cristo, el ser clavado a la madera, al árbol, que a su vez es cruz. El hijo de Dios perece en un sombrío invierno. Pero la muerte, la oscuridad invernal, se agota. Y dentro del endulzado aire de la primavera que vuelve, el que antes murió, asciende a través de las ramas del árbol de la vida hacia la eternidad del cielo.
En la madera y su reverdecer primaveral, la humanidad arcaica halló una metáfora válida para una comprensión global de la existencia. Vastas son las propagaciones de esta intuición primordial en el mundo antiguo. Una de sus expresiones más diáfanas es el mito de Adonis y Afrodita. Bajo engaño, la princesa Mirra copula con su padre. Cuando éste advierte el desatino, persigue a su hija con el propósito de someterla a un castigo ejemplar. Mientras escapa, Zeus se compadece de la mujer acosada. Y la convierte en árbol, en mirra. Y al cabo de los nueve meses del seno de la madera emerge Adonis niño. Es vida nueva, henchida de belleza y fascinación. Que seduce a Afrodita, diosa del amor. La diosa entrega el niño a Artemis para que ésta oficie de nodriza y luego le restituya el refulgente fruto de la madera. Pero Artemis también es hechizada por la hermosura de Adonis. No acepta devolvérselo a la divinidad del erotismo y el placer. Estalla entonces el conflicto entre las diosas. Interviene luego Zeus con una negociación salvadora. Durante el invierno, Adonis permanecerá con Artemis; en la primavera, regresará con Afrodita. Junto con la última diosa, gozará del frescor del renacido esplendor primaveral.
El lapso que Adonis transcurre con Artemis, en cambio, se asocia simbólicamente con el invierno. La vida, Adonis, que brota de la madera retiene en sí la circularidad tripartita de lo viviente: el nacer, el desaparecer, morir (en invierno) y el rebrotar, renacer (en primavera-verano). Algo semejante puede ser entrevisto en los mitos de Démeter; Isis y Osiris, e incluso en el de Quetzacoatl.
Otro momento del resurgir vegetal de Cristo en la cruz-árbol es el sacrificio.
Sacrificio en la perspectiva arcaica es redención o liberación de la forma finita. Los seres suelen vivir dentro del límite de sus cuerpos. El sacrificio es supresión de la corporalidad, de lo corpóreo limitado, para que la energía viviente y el espíritu dentro de la forma se derramen. Y propaguen. Tal es la sospecha esencial tras el sacrificio azteca: la muerte ritual de un individuo suprime su finitud y permite que su chispa vital pueda proyectarse al comos y alimentar al sol.
El cristo que padece martirio en la cruz no contradice esencialmente este proceso. Dentro de la anatomía crística bulle la energía divina. Pero aún retenida, no liberada, no manifestada. Su sacrificio y tortura corporal es liberación de su poder espiritual. Que así se vierte en todo hombre y mujer. Cristo sacrificado deviene fuerza espiritual derramada en lo universal. El sacrificio que acontece en el árbol-cruz es pasaje de una espiritualidad primero encerrada en el cuerpo del Mesías que, luego, se expande hacia la totalidad de la humanidad. Es así que, desde el centro de la cruz, surge la rosa de una vida antes cerrada y ahora expandida hacia cada palpitar humano.
El sacrificio como liberación de una energía orginal antes contenida convierte al Cristo empotrado en el árbol-cruz en forma de expansión y difusión de una vida nueva, intensa y esencial. En este acto de donación de la nueva vida el Cristo que se da, que se entrega luego del sacrificio, se asemeja a las antiguas diosas. El vientre de la diosa aún sin fruto es simbólicamente un vacío inicial, una vacuidad sin la particularidad de ningún nuevo ser. Pero luego la diosa da luz, genera. En ese generar sacrifica el vacío de su vientre y con dolor y alegría da. Entrega nueva vida. El dar de la diosa (del que el dar redentor de Cristo acaso sea continuación) podemos hallarlo en un mural de la tumba de Panesi, en Tebas, el Antiguo Egipto, en el s. XVl a.c.. Allí se yergue un sicomoro. De entre sus ramas aparece la diosa del árbol, manifestación de la Gran Madre Tierra. Ella sostiene un cántaro con el que vierte sobre los seres el aguas de las profundidades. Alimento y purificación sagradas.
En otro mural de Tebas, de también el s. XVl a.c, Isis con forma de sicomoro amamanta a Horus, le ofrenda nueva vida mediante su seno que brota de las ramas. La diosa entrega también la vida que cimienta la esperanza de un conocimiento purificador. Es el caso de la diosa hindú Maya que posa una de sus manos en un árbol y de uno de sus costados pare al niño Buda, el que luego difundirá una verdad que purifica.
La vida donada, difundida, por el Cristo luego de su morir sacrificial también contiene antiguas resonancias del sacrificio de los reyes antiguos. En el preámbulo del pródigo caliz de la primavera, el rey era sacrificado en un escenario ritual con el propósito de liberar su íntima vitalidad y verterla sobre la naturaleza para contribuir a la fertilidad de la diosa de la vegetación.
Cristo y la cruz y su fusión con el árbol y su cíclico renacer. Cristo y la cruz y su relación con el centro que irradia energía sagrada, primordial. Aquella fuerza originaria que crea, salva y regenera, se libera tras el martirio, el padecer y el sacrificio. Cristo que desde la cruz y el árbol finalmente da la fuerza que purifica y redime. Una vida nueva como la que dimana del acto de donación de las antiguas diosas. O como aquella potencia vital liberada de los antiguos reyes sacrificados cque estimulaban la fertilidad cnatural.
Una creencia religiosa, la de el Salvador cristiano, que no es luminiscencia autogenerada sino ágata cuya diversidad de colores y reflejos son quizá herencia transformada de un pasado ancestral. De un océano anterior de símbolos.
Una manera heterodoxa de acercarse al ser que agoniza en la madera, el árbol, la cruz. Quizá mediante este otro modo de percibir al crucificado, ahora podemos regresar a la iglesia solitaria...aquel templo abandonado... ¿recuerdas?
Otra vez puedes atravesar el umbral. A través de los vitrales, en los muros laterales del templo, fluye la efervescente luz matinal. En el altar se talla la cruz. Cruz ahora pletórica de hojas y de ramas que brotan de la madera. Y en el centro de la cruz, que es en realidad el árbol, un ser divino extiende sus brazos. Mana sangre de sus heridas. Pero sonríe. Sonríe mientras espera ser lluvia de vino y selva cuando la primavera venga. Para arder en nosotros.