Al concluir el siglo décimo octavo el aspecto social e intelectual de la humanidad había cambiado por completo. El movimiento operado durante dieciocho siglos por el dominio de la raza sacerdotal, empezó su efecto de decadencia y retrogradación, mientras que la masonería continuaba y continúa esparciendo a manos llenas su influencia benéfica por todas partes.
De las canteras de Alemania había salido un débil rayo de luz. El tallista, inconscientemente, al elevar el buril sobre la piedra había hecho saltar una chispa de fuego, y ese fuego se trasformó en flamígera estrella que, fijándose en el centro del espacio, marcaba un rumbo seguro al infeliz viajero de la tierra extraviado en ese laberinto sin fin, ante la duda y el temor.
Ya no eran los constructores de la edad media los que formaban la piedra angular para edificar una simple sociedad de hombres libres, que tenían necesidad de vincularse en la más íntima unión para defender sus comunes intereses y captarse las simpatías de los endiosados soberanos: No. El progreso destruyendo en gran parte las desigualdades de Castas; humillando enérgicamente el señorío jerárquico de la aristocracia, comenzaba su obra rehabilitadora, y al lado del humilde menestral aparecía el gran señor con el primer mallete en la mano, dispuesto a dirigir ese movimiento grandioso y omnímodo que ha conmovido al mundo moral y materialmente.
Ya no eran los constructores de la edad media los que formaban la piedra angular para edificar una simple sociedad de hombres libres, que tenían necesidad de vincularse en la más íntima unión para defender sus comunes intereses y captarse las simpatías de los endiosados soberanos: No. El progreso destruyendo en gran parte las desigualdades de Castas; humillando enérgicamente el señorío jerárquico de la aristocracia, comenzaba su obra rehabilitadora, y al lado del humilde menestral aparecía el gran señor con el primer mallete en la mano, dispuesto a dirigir ese movimiento grandioso y omnímodo que ha conmovido al mundo moral y materialmente.
La luz se difundía. La decadencia moral y el relajamiento de los caracteres, que habían sido la consecuencia funesta legada a la sociedad como patrimonio de las escuelas religiosas y políticas del antiguo régimen, abandonaban su tradicional enervamiento y rebuscaban energías en el esfuerzo del trabajo.
Era necesario aquilatar a los hombres por medio de la civilización; era preciso infundir en la sociedad el sentimiento sublime de la abnegación, abrirle los ojos a la luz y hacerla comprender la necesidad de su redención. Es decir, levantar al hombre del estado de cosa hasta el de ser sociable, digno por todos conceptos de la consideración y respeto de los demás; desligar el pensamiento de las ruines trabas de un monopolio vergonzoso; hacer libre la conciencia, juez innato de nuestras acciones, la que cohibida por la ciega obediencia de una fe estrecha y mezquina, inclina al hombre a los vicios y crímenes más degradantes: en una palabra, era necesario estirpar del mundo la lepra moral que lo había sepultado en la fosa de la angustia y el dolor.
¿Y quién es el que inaugura semejante período de gloria? ¿De dónde procede ese genio audaz que de tal manera se atreve a soliviantar las ideas de un nuevo régimen, y atropellar con ellas el tradicionalismo de tantas épocas célebres?
Aunque los pueblos permanezcan subyugados por el imperio del despotismo, y la arbitrariedad los doblegue al último estado de abyección y servilismo, reside en ellos tal espíritu de exaltación de secular grandeza, que llegado un momento, basta un simple accidente, una variante cualquiera en las ideas para lanzarlos a la lucha, y, héroes o vencidos, conquistar con esfuerzo supremo los derechos que a su bienestar son necesarios.
Los tiranos permanecerán mientras los pueblos no lleguen a la apoteosis de la desesperación. Cuando ésta se realiza, un imperio, la más poderosa nación del mundo, vale tanto como una arista de paja en medio del más desenfrenado torbellino.
La virtud de la libertad es la más fecunda fuente de fe racional. Ella proporciona cuerpo a los caracteres más débiles; ella produce fuerzas allí donde la inteligencia más sagaz solo encontraría motivo de desconfianza; su convicción es ruda, algunas veces feroz, pero en todas ocasiones es firme, segura e indispensable. Llegada la hora de su transfiguración le anima todo, y hace marchar a un pueblo hambriento, desnudo, agonizante por el cansancio y la sed, hasta el calvario.
Y una vez en él, si cae triunfa. Si le martirizan triunfa. Si muere triunfa. En el estertor de la agonía decapita al tirano que le usurpa sus derechos; se reviste de inmarcesible lauro de gloria, y esa victoria le hace salir del sepulcro triunfante.
Tal es el poder que engendra la desesperación en el sentimiento de los pueblos avasallados por la ignorancia de los gobiernos.
Regularmente cuando esto sucede, cuando los pueblos se revisten de esa actitud digna y decidida, es porque la sociedad entra en cierto período de postración que es el anuncio de una muerte segura. Maltratados todos sus elementos de vida; estériles ya los medios que le habían servido hasta entonces para sostener la organización del mecanismo social, y sobre todo, la jerarquía de los poderes constituidos en forma de gobierno para mantener el equilibrio de las fuerzas económicas de una nación, la naturaleza de los acontecimientos hace indispensable renovar esos medios, sustituyéndolos con nuevos factores que correspondan a los términos reclamados por las necesidades del progreso.
En esos momentos solemnes, cuando toda la Europa y mucha parte de la América sienten sobre sí el peso fatal de una atmósfera candente; cuando los ruidos confusos y prolongados que producen las corrientes ígneas, anuncian que el volcán de las mal contenidas pasiones está próximo a estallar, aparecen en todas partes esos genios de fecunda actividad engendrados por el puro sentimiento de una escuela racionalista, desarrollada en el centro de los talleres masónicos que deben dirigir hacia el bien los torbellinos del despecho y de las mal encauzadas ideas.
Riego en España, Lafallete en Francia, Lincoln en los Estados-Unidos, Juárez en México, proclaman a una voz la inviolabilidad de los derechos del hombre, la soberanía de la libertad sobre los gobiernos reaccionarios; y el Contrato social que el filósofo de Ginebra, Juan Jacobo Rousseau formara para dar vida y sostén al carcomido trono de las monarquías, solo sirve para consolidar los cimientos de la democracia, y destruir el germen de esas dinastías autocráticas que han sido y son la degradación moral y material del género humano.
El absolutismo, esa gangrena social, soberbia de los hombres, maldición de los déspotas que los hace alimentar de sangre como si fueran hienas, había ido mermando la virilidad de las fuerzas sociales que en Europa y América se levantaban con notable pujanza. Allá en el viejo mundo el poder temporal y espiritual, pugnando por encerrar en la mano del sucesor de San Pedro las riendas del gobierno de todo un mundo.
En América la esclavitud de los hombres blancos y de los hombres de color, formando una mancha abominable en la historia de la civilización moderna.
Los gobiernos de las distintas naciones petrificadas ante esos desafueros de la razón, de la Ley y de las costumbres, inmóviles, sin valor moral ni material para oponerse a esos crímenes horrendos de lesa humanidad, dejaban que los acontecimientos siguieran el destino fatal que la ambición de los hombres se había empeñado en marcarle, formando de su indolencia, de su punible abandono, un horóscopo siniestro para la humanidad, y en el cual se verían inevitablemente envueltos ellos mismos.
Los poderosos señores, los altos dignatarios del Estado, apurando la última copa del festín en la misma mesa donde el Sumo Pontífice acepta la infalibilidad de un poder odioso para su carácter de mansedumbre y modestia, que como representante del más humilde reformador hubiera debido rechazar con toda la energía de su alma.
¿Y quién es el que inaugura semejante período de gloria? ¿De dónde procede ese genio audaz que de tal manera se atreve a soliviantar las ideas de un nuevo régimen, y atropellar con ellas el tradicionalismo de tantas épocas célebres?
Aunque los pueblos permanezcan subyugados por el imperio del despotismo, y la arbitrariedad los doblegue al último estado de abyección y servilismo, reside en ellos tal espíritu de exaltación de secular grandeza, que llegado un momento, basta un simple accidente, una variante cualquiera en las ideas para lanzarlos a la lucha, y, héroes o vencidos, conquistar con esfuerzo supremo los derechos que a su bienestar son necesarios.
Los tiranos permanecerán mientras los pueblos no lleguen a la apoteosis de la desesperación. Cuando ésta se realiza, un imperio, la más poderosa nación del mundo, vale tanto como una arista de paja en medio del más desenfrenado torbellino.
La virtud de la libertad es la más fecunda fuente de fe racional. Ella proporciona cuerpo a los caracteres más débiles; ella produce fuerzas allí donde la inteligencia más sagaz solo encontraría motivo de desconfianza; su convicción es ruda, algunas veces feroz, pero en todas ocasiones es firme, segura e indispensable. Llegada la hora de su transfiguración le anima todo, y hace marchar a un pueblo hambriento, desnudo, agonizante por el cansancio y la sed, hasta el calvario.
Y una vez en él, si cae triunfa. Si le martirizan triunfa. Si muere triunfa. En el estertor de la agonía decapita al tirano que le usurpa sus derechos; se reviste de inmarcesible lauro de gloria, y esa victoria le hace salir del sepulcro triunfante.
Tal es el poder que engendra la desesperación en el sentimiento de los pueblos avasallados por la ignorancia de los gobiernos.
Regularmente cuando esto sucede, cuando los pueblos se revisten de esa actitud digna y decidida, es porque la sociedad entra en cierto período de postración que es el anuncio de una muerte segura. Maltratados todos sus elementos de vida; estériles ya los medios que le habían servido hasta entonces para sostener la organización del mecanismo social, y sobre todo, la jerarquía de los poderes constituidos en forma de gobierno para mantener el equilibrio de las fuerzas económicas de una nación, la naturaleza de los acontecimientos hace indispensable renovar esos medios, sustituyéndolos con nuevos factores que correspondan a los términos reclamados por las necesidades del progreso.
En esos momentos solemnes, cuando toda la Europa y mucha parte de la América sienten sobre sí el peso fatal de una atmósfera candente; cuando los ruidos confusos y prolongados que producen las corrientes ígneas, anuncian que el volcán de las mal contenidas pasiones está próximo a estallar, aparecen en todas partes esos genios de fecunda actividad engendrados por el puro sentimiento de una escuela racionalista, desarrollada en el centro de los talleres masónicos que deben dirigir hacia el bien los torbellinos del despecho y de las mal encauzadas ideas.
Riego en España, Lafallete en Francia, Lincoln en los Estados-Unidos, Juárez en México, proclaman a una voz la inviolabilidad de los derechos del hombre, la soberanía de la libertad sobre los gobiernos reaccionarios; y el Contrato social que el filósofo de Ginebra, Juan Jacobo Rousseau formara para dar vida y sostén al carcomido trono de las monarquías, solo sirve para consolidar los cimientos de la democracia, y destruir el germen de esas dinastías autocráticas que han sido y son la degradación moral y material del género humano.
El absolutismo, esa gangrena social, soberbia de los hombres, maldición de los déspotas que los hace alimentar de sangre como si fueran hienas, había ido mermando la virilidad de las fuerzas sociales que en Europa y América se levantaban con notable pujanza. Allá en el viejo mundo el poder temporal y espiritual, pugnando por encerrar en la mano del sucesor de San Pedro las riendas del gobierno de todo un mundo.
En América la esclavitud de los hombres blancos y de los hombres de color, formando una mancha abominable en la historia de la civilización moderna.
Los gobiernos de las distintas naciones petrificadas ante esos desafueros de la razón, de la Ley y de las costumbres, inmóviles, sin valor moral ni material para oponerse a esos crímenes horrendos de lesa humanidad, dejaban que los acontecimientos siguieran el destino fatal que la ambición de los hombres se había empeñado en marcarle, formando de su indolencia, de su punible abandono, un horóscopo siniestro para la humanidad, y en el cual se verían inevitablemente envueltos ellos mismos.
Los poderosos señores, los altos dignatarios del Estado, apurando la última copa del festín en la misma mesa donde el Sumo Pontífice acepta la infalibilidad de un poder odioso para su carácter de mansedumbre y modestia, que como representante del más humilde reformador hubiera debido rechazar con toda la energía de su alma.
En América el látigo del cruel mayordomo caía sobre la espalda del infeliz esclavo que acababa de volver del ímprobo trabajo a que su humillación le había conducido: ¡Ni una sola esperanza en el horizonte de la vida para acabar con tamaña impudencia!
Las miserias humanas revisten a veces una aparente grandeza, necesaria para que las catástrofes que han de destruir las iniquidades, surjan sin violencia, y cumplan metódicamente su providencial trabajo.
Cuántos años hace que Italia, la primera nación del mundo por sus progresos y por sus conquistas, se veía doblegada de por el imperio del terror y del despotismo Almagávares, alemanes, güelfos y gibelinos, franceses y españoles, luchan por más de cuatro siglos para mantenerla sometida al imperio de sus poderes.
Los Papas la envenenan con el fanatismo. Los reyes y los emperadores la descuartizan llevándosela a pedazos entre sus ensangrentadas garras.
Tuvo sus hombres pensadores, profundos genios de las ideas; empero, esos hombres fueron débiles para comprender el valor de esa nación que dio al mundo el telescopio, la metafísica, un nuevo mundo, y otras tantas y tantas grandezas que la llenan de gloria y que por su debilidad la cubrieron de lágrimas.
Pero, como sí esos genios que se llamaron Mazzini, Cavour, Dante, Petrarca, Savonarola y Campanella descendieron desde lo alto para sacudir y romper la esclavitud de su patria, aparece Garibaldi, el sublime redentor de Italia, que inspirándose en el grandioso aliento de esos otros genios, extiende su vigorosa mano hacia los esclavos y los conmueve; les dirige la palabra y tornan a la vida. Los reúne, los manda; y como si fuera una embajada divina, toca a las puertas de la santa Ciudad, derroca al ídolo de carne que yacía sobre su trono inquieto y atolondrado, y establece la libertad, acabando para siempre con las injusticias de los privilegios que son el pan ácimo con que consagran los tiranos de todas las naciones.
El héroe de la independencia italiana dejó su nombre grabado en el corazón de sus conciudadanos, y a la Masonería la gloria inmarcesible de haberlo dirigido con sus profundas enseñanzas por el sendero del deber, infiltrando en su espíritu el sentimiento de la energía moral que dio a su dulcísimo carácter el calor vivificante para conservar en toda su pureza las salvadoras leyes de la democracia.
No menos grande aparece en las páginas de la historia el presidente de los Estados-Unidos Abrahan Lincoln, que aún sin llegar a ser masón (pidió el ingreso pero no llegó a iniciarse), si tuvo mucha relación con la masonería y fue el gran libertador de la esclavitud en la América del Norte.
En política las cuestiones más importantes son las cuestiones religiosas, porque la religión es, entre la humanidad, el punto capital de todas las ideas; de ella nacen todos los errores, y como consecuencia natural, a ella vuelven con todo su séquito de monstruosidad y desaciertos.
La igualdad evangélica que predicara un día Jesús en la cumbre del Tabor, y después de él y según sus respectivas escuelas, todos los los filósofos, moralistas, economistas, y político de todos los matices, solo ha servido de vana fórmula para ejercer mayor opresión sobre las masas indiferentes.
¿Quién hubiera creído que en esa República modelo de ilustración, de cultura y de libertad, pudiera mirarse con indiferencia una cuestión moral de tan gran importancia como lo es la esclavitud
¿Cómo es posible que un hombre sujete a otro bajo su dominio, lo envilezca azotándolo impunemente, lo ultraje y le sustraiga el producto de su trabajo, los afanes de su vida, el alimento y porvenir de sus hijos, sin que la opinión pública no quede avergonzada escandalosamente? ¡Acaso no murió el Cristo sobre el afrentoso patíbulo de una cruz, y consagró en ella para siempre la redención del esclavo! ¡No murió el Justo por la libertad de todos los hombres, de todos los pueblos, y de todas las naciones?
Empero, hemos de considerar que el Redentor enclavado en la Cruz y sellando con la sangre de su martirio la libertad de los pueblos, no hizo más que mostrarse en vivo ejemplo a la humanidad para enseñarla como había de conquistar sus derechos, y la manera de cumplir religiosamente sus deberes.
El gran espectáculo del Gólgota es el prólogo de una obra aun no escrita por el hombre, y esa obra es la historia universal del progreso y de la civilización de los moradores de la tierra.
Para llegar al desarrollo más completo de la verdad, y a la posesión completa de la justicia, es necesario una depuración absoluta de los sentimientos del hombre; y para lograr ese fin hay necesidad de luchar; luchas a veces encarnizadas y sangrientas; a veces simples combates de ideas; más estas luchas y combates habremos de sostenerlas hasta que rendidos de cansancio caigamos para no levantarnos más.
Lincoln acaba de mostrarnos un hermoso ejemplo de cómo se conquistaban las grandes victorias; de cómo es que se emancipan los pueblos de la odiosa servidumbre cuando la justicia y la libertad permanecen indiferentes a los agravios que una sociedad recibe de otra sociedad. Entonces, si es necesario que los tronos caigan, que sea; que la libertad se hunda, aplaudamos sin reservas. No debe haber ninguna razón, ninguna idea, ningún derecho, ninguna justicia que nos obligue a hincar la rodilla en el suelo para besar la mano que nos ultraja. Los fueros de la dignidad humana son sagrados y, por lo tanto, inviolables.
El humilde leñador de ayer que sabía, porque lo había sentido, las grandes fatigas que proporciona el rudo trabajo de los agrestes campos; que había luchado lo mismo que el infeliz esclavo contra la inclemencia del tiempo, contra los rigores de la naturaleza; corazón de ángel, genio fecundo como el de Napoleón para la guerra, alma virgen, espíritu audaz, comprendió que su patria caería desde un trono de luz a un abismo de tinieblas si se mantenían en vigor las leyes de la servidumbre de los hombres de color, y se propuso impedir la caida de su patria adorada.
No tardó mucho tiempo en presentársele una ocasión oportuna.
Algunos hermanos masones comprendiendo la grandeza de aquella alma desinteresada, se propusieron dirigir la opinión pública en su favor para colocarlo en la presidencia de la República.
Desde aquel instante todas sus ideas refluyen a su alma, y una alegría indescriptible se apodera de su ser embargado por el sublime propósito de quebrantar las cadenas del esclavo.
Las miserias humanas revisten a veces una aparente grandeza, necesaria para que las catástrofes que han de destruir las iniquidades, surjan sin violencia, y cumplan metódicamente su providencial trabajo.
Cuántos años hace que Italia, la primera nación del mundo por sus progresos y por sus conquistas, se veía doblegada de por el imperio del terror y del despotismo Almagávares, alemanes, güelfos y gibelinos, franceses y españoles, luchan por más de cuatro siglos para mantenerla sometida al imperio de sus poderes.
Los Papas la envenenan con el fanatismo. Los reyes y los emperadores la descuartizan llevándosela a pedazos entre sus ensangrentadas garras.
Tuvo sus hombres pensadores, profundos genios de las ideas; empero, esos hombres fueron débiles para comprender el valor de esa nación que dio al mundo el telescopio, la metafísica, un nuevo mundo, y otras tantas y tantas grandezas que la llenan de gloria y que por su debilidad la cubrieron de lágrimas.
Pero, como sí esos genios que se llamaron Mazzini, Cavour, Dante, Petrarca, Savonarola y Campanella descendieron desde lo alto para sacudir y romper la esclavitud de su patria, aparece Garibaldi, el sublime redentor de Italia, que inspirándose en el grandioso aliento de esos otros genios, extiende su vigorosa mano hacia los esclavos y los conmueve; les dirige la palabra y tornan a la vida. Los reúne, los manda; y como si fuera una embajada divina, toca a las puertas de la santa Ciudad, derroca al ídolo de carne que yacía sobre su trono inquieto y atolondrado, y establece la libertad, acabando para siempre con las injusticias de los privilegios que son el pan ácimo con que consagran los tiranos de todas las naciones.
El héroe de la independencia italiana dejó su nombre grabado en el corazón de sus conciudadanos, y a la Masonería la gloria inmarcesible de haberlo dirigido con sus profundas enseñanzas por el sendero del deber, infiltrando en su espíritu el sentimiento de la energía moral que dio a su dulcísimo carácter el calor vivificante para conservar en toda su pureza las salvadoras leyes de la democracia.
No menos grande aparece en las páginas de la historia el presidente de los Estados-Unidos Abrahan Lincoln, que aún sin llegar a ser masón (pidió el ingreso pero no llegó a iniciarse), si tuvo mucha relación con la masonería y fue el gran libertador de la esclavitud en la América del Norte.
En política las cuestiones más importantes son las cuestiones religiosas, porque la religión es, entre la humanidad, el punto capital de todas las ideas; de ella nacen todos los errores, y como consecuencia natural, a ella vuelven con todo su séquito de monstruosidad y desaciertos.
La igualdad evangélica que predicara un día Jesús en la cumbre del Tabor, y después de él y según sus respectivas escuelas, todos los los filósofos, moralistas, economistas, y político de todos los matices, solo ha servido de vana fórmula para ejercer mayor opresión sobre las masas indiferentes.
¿Quién hubiera creído que en esa República modelo de ilustración, de cultura y de libertad, pudiera mirarse con indiferencia una cuestión moral de tan gran importancia como lo es la esclavitud
¿Cómo es posible que un hombre sujete a otro bajo su dominio, lo envilezca azotándolo impunemente, lo ultraje y le sustraiga el producto de su trabajo, los afanes de su vida, el alimento y porvenir de sus hijos, sin que la opinión pública no quede avergonzada escandalosamente? ¡Acaso no murió el Cristo sobre el afrentoso patíbulo de una cruz, y consagró en ella para siempre la redención del esclavo! ¡No murió el Justo por la libertad de todos los hombres, de todos los pueblos, y de todas las naciones?
Empero, hemos de considerar que el Redentor enclavado en la Cruz y sellando con la sangre de su martirio la libertad de los pueblos, no hizo más que mostrarse en vivo ejemplo a la humanidad para enseñarla como había de conquistar sus derechos, y la manera de cumplir religiosamente sus deberes.
El gran espectáculo del Gólgota es el prólogo de una obra aun no escrita por el hombre, y esa obra es la historia universal del progreso y de la civilización de los moradores de la tierra.
Para llegar al desarrollo más completo de la verdad, y a la posesión completa de la justicia, es necesario una depuración absoluta de los sentimientos del hombre; y para lograr ese fin hay necesidad de luchar; luchas a veces encarnizadas y sangrientas; a veces simples combates de ideas; más estas luchas y combates habremos de sostenerlas hasta que rendidos de cansancio caigamos para no levantarnos más.
Lincoln acaba de mostrarnos un hermoso ejemplo de cómo se conquistaban las grandes victorias; de cómo es que se emancipan los pueblos de la odiosa servidumbre cuando la justicia y la libertad permanecen indiferentes a los agravios que una sociedad recibe de otra sociedad. Entonces, si es necesario que los tronos caigan, que sea; que la libertad se hunda, aplaudamos sin reservas. No debe haber ninguna razón, ninguna idea, ningún derecho, ninguna justicia que nos obligue a hincar la rodilla en el suelo para besar la mano que nos ultraja. Los fueros de la dignidad humana son sagrados y, por lo tanto, inviolables.
El humilde leñador de ayer que sabía, porque lo había sentido, las grandes fatigas que proporciona el rudo trabajo de los agrestes campos; que había luchado lo mismo que el infeliz esclavo contra la inclemencia del tiempo, contra los rigores de la naturaleza; corazón de ángel, genio fecundo como el de Napoleón para la guerra, alma virgen, espíritu audaz, comprendió que su patria caería desde un trono de luz a un abismo de tinieblas si se mantenían en vigor las leyes de la servidumbre de los hombres de color, y se propuso impedir la caida de su patria adorada.
No tardó mucho tiempo en presentársele una ocasión oportuna.
Algunos hermanos masones comprendiendo la grandeza de aquella alma desinteresada, se propusieron dirigir la opinión pública en su favor para colocarlo en la presidencia de la República.
Desde aquel instante todas sus ideas refluyen a su alma, y una alegría indescriptible se apodera de su ser embargado por el sublime propósito de quebrantar las cadenas del esclavo.
Ante esa colosal idea la República se extremece y vacila; pero él está allí, su amor es grande, su ternura inmensa. El furor de los filibusteros se enardece por momentos. Los comerciantes de carne humana llegan en su odio hasta la desesperación, pero él no cede. Se dirige a la multitud y la convence. Mantiene con rectitud enérgica dentro de sus principios, las riendas del gobierno de la República: llega el momento; su voz es más que elocuente, manda, y... un ejército de quince mil hombres sube a seiscientos mil. Una escuadra inmensa surge de los mares haciendo que a su vista el mundo se extremezca de admiración.
Los obreros dejan sus labores; los comerciantes cierran sus tiendas; los fabricantes sus fábricas; el transeúnte se detiene, pregunta y se apresta voluntario al combate. Y aquella multitud, alegre, decidida, con el heroísmo en el alma, llega a las orillas del caudaloso Mississippi a verter su generosa sangre por la redención del esclavo.
Lincoln preside ese ejército inmenso, lo contempla con solemne seriedad, piensa que aún es necesario sacrificar a unos seres para bienestar de otros, y... el ejército se precipita embriagado de entusiasmo a cumplir su gran obra de regeneración.
Las ultimas cadenas caen, y un grito de júbilo inmenso sale de todas partes. Las naciones del mundo admiran al libertador y lo aplauden con regocijo.
¡Lincoln confió en Dios y Dios premió su confianza dándole el triunfo!
Las ultimas cadenas caen, y un grito de júbilo inmenso sale de todas partes. Las naciones del mundo admiran al libertador y lo aplauden con regocijo.
¡Lincoln confió en Dios y Dios premió su confianza dándole el triunfo!
Tal ha sido la obra de la Masonería; tales han sido sus triunfos sobre el despotismo y la soberbia de las castas, unir a todos los hombres bajo una misma bandera dentro de un solo templo, por LA FRATERNIDAD Y LA JUSTICIA.
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