Jubelás, Jubelós y Jubelúm: Los tres asesinos.
La admirable organización, instituida por el más genial y dirigida por el más benévolo de los jefes (Adon-Hiram), debió haber funcionado perennemente de una manera perfecta. Pero la perfección no está nunca en la naturaleza de las cosas: sólo es un ideal hacia el cual tienden los seres y las instituciones; pero que ninguna podía nunca alcanzar. Como no existe sino lo que se puede hacer, el perfecto (o terminado) se excluye de la existencia objetiva.
Por otro lado, Hiram debía comprobar en su misma persona, hasta qué punto la perversidad se desliza insidiosamente en el corazón humano, a pesar de los esfuerzos de la instrucción y cualquiera que sea la sabiduría de las medidas tomadas en el común interés social.
Está desgraciadamente en la naturaleza del hombre, estar mas satisfecho de si mismo que de su suerte. Multitud de obreros, se creen superiores a la situación que se han hecho. Entre sí, los compañeros se persuaden de que la maestría les corresponde; pero que justamente se les rehúsa, siendo dignos de ella, según su propio juicio. La buena opinión que los compañeros se forman de sí mismos, los hace ciegos para sus defectos. Víctimas de su mediana inteligencia, se ilusionan peligrosamente sobre el alcance de su instrucción; pues el que menos sabe, es el que siempre está dispuesto a rebasar los límites del saber humano, en la estrechez de su horizonte mental.
Con acritud, los descontentos critican todo aquello cuya razón de ser no comprenden. Se erigen en jueces infalibles y condenan las opiniones y métodos de trabajos de los demás. De hacerles caso, sólo ellos están en lo justo, y nada hay de cierto sino lo que predican.
En fin, hay miserables que pretenden atribuirse un salario, el cual, ni siquiera tienen conciencia de merecerlo. Estos son los que resuelven llegar a la maestría por violencia, incomodando en odioso complot a los demás compañeros, de los que saben explotar sus malas tendencias.
Bien es cierto que, la leyenda reduce a tres los obreros criminales; pero precisa no olvidar, que cada uno de ellos personifica un estado de espíritu extensamente repartido; lo mismo ahora, como en tiempos muy antiguos.
Los traidores espían a la hora en que los trabajos están en receso, y en la cual el maestro procede sólo a su visita diaria de inspección. La hora meridiana, consagrada al reposo, da esa propicia oportunidad. Su visita terminada, Hiram no desconfía de nadie, y se dirige, para salir, hacia la puerta del sur, cuando ve a uno de los conjurados venir hacia él. El maestro se detiene sorprendido, para preguntar al obrero la causa que lo llevaba al templo en aquella hora insólita.
"Hace largo tiempo, responde el compañero, que me habéis postergado en una categoría inferior; tengo derecho a mi aumento de salario. Admitidme, pues, entre los maestros".
—"Tú no ignoras, le explica con dulzura Hiram, que yo solo no te puedo conceder ese favor. Si eres digno de ser exaltado, preséntate ante la asamblea de los maestros, que te harán justicia".
—"Ya no esperaré más, y no os dejaré mientras no me deis la palabra de los maestros".
—"Insensato, no es así como debe pedirse; trabaja y serás recompensado".
El compañero insiste y amenaza a Hiram, blandiendo una regla, con la cual hiere al maestro, que ha permanecido firme en su respuesta. Dirigido a la garganta, el golpe se desvía sobre el hombro, lastimado el brazo derecho.
Huyendo el forajido, Hiram intenta salir por la puerta de occidente; pero más amenazador aún que el primero, un segundo infame lo detiene pretendiendo arrancarle por la fuerza sacrílegas revelaciones. Exasperado por la firmeza del maestro, el compañero decidió asesinarlo con un furioso golpe de escuadra en el corazón.
El herido, vacilante, se siente ya perdido. Junta, sin embargo, sus fuerzas para encaminarse hacia la puerta de oriente; pero algunos pasos le bastan para quedar en presencia del más perverso de los tres conspiradores. Este se precipita sobre el maestro, lo coge de un brazo, resuelto a arrancarle su secreto o la vida. Hiram, aunque ya muy débil, mira fijamente a su infame agresor gritando:
—"Más bien morir que faltar a mi deber".
Estas fueron sus últimas palabras, porque estremeciéndose de rabia, el traidor lo abatió rápidamente de un formidable golpe de mallete en plena frente.
Habiéndose consumado el crimen, los cómplices se reunieron para comunicarse el resultado, quedan aterrados al reconocer la inutilidad de su monstruosa acción; no pensando ya otra cosa que borrar de ella, las huellas que pudieran delatarlos.
Esperando que la noche les permitiera transportar lejos el cadáver de Hiram, lo ocultaron provisionalmente bajo unos escombros acumulados al norte del templo; después, a media noche, salieron al campo con su fúnebre cargamento...
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