Las inclinaciones buenas o malas del hombre no nacen de su estructura material o de sus órganos más o menos desarrollados; vienen del medio ambiente social qua lo rodea, de las ideas que lo circundan al nacer, de las doctrinas que aprende apenas su razón comienza a formarse, de la sociedad que lo acoge en su seno y le señala el sendero que tiene que atravesar durante el período de su existencia.
De aquí la razón por que todos los principios religiosos, desde los vastos y extensos dogmas de la religión Brahamánica, a la que con razón puede llamarse cuna de todas las religiones conocidas, hasta el Deísmo más avanzado de nuestra época, sean el dogal de hierro que oprime la conciencia privándola del libre albedrío o ejercicio de sus facultades, pues debemos considerar que desde el mismo instante en que nacemos hasta aquel en que dejamos nuestra envoltura carnal para volver al mundo de los Espíritus, nuestra verdadera patria, las religiones esclavizan al hombre de tal manera con la infalibilidad del dogma, que lo convierten en un siervo sumiso a la voluntad, no ya de la fuerza y del poder, sino de lo que es peor aún, de los errores y abusos que llevan en sí las fórmulas y exterioridades de un culto, cuyo principal objeto es oponerse tenazmente al paso de la civilización que ennoblece al ser humano, ensanchando con su hermosa luz el espacio inexplorado de su inteligencia, y aumentado el tesoro valioso de sus sentimientos.
Las tendencias de la humana naturaleza, aún en su primitivo desarrollo, han sido siempre obtener en la mayor suma de placeres, la cantidad nominal de sus satisfacciones por los medios menos costosos. De aquí que la intemperancia haya sido en todas ocasiones la norma de la conducta del hombre abandonado a sí mismo y en su consecuencia, las religiones aprovechándose de ésta deplorable debilidad, y si se quiere, de este refinado egoísmo, han exaltado poco a poco el sentimiento por medios de manifestaciones aparatosas que han tomado el nombre de fe eligiosa, cuando solo era un medio a propósito para cubrir las apariencias del escándalo que, ora levantaba un cisma, ora hacía estallar una guerra horrible y cruel entre dos naciones amigas, bien sacrificaba víctimas en las hogueras en honor del prestigio religioso, o bien sembraba el desaliento y los temores en una fracción política.
Las tendencias de la humana naturaleza, aún en su primitivo desarrollo, han sido siempre obtener en la mayor suma de placeres, la cantidad nominal de sus satisfacciones por los medios menos costosos. De aquí que la intemperancia haya sido en todas ocasiones la norma de la conducta del hombre abandonado a sí mismo y en su consecuencia, las religiones aprovechándose de ésta deplorable debilidad, y si se quiere, de este refinado egoísmo, han exaltado poco a poco el sentimiento por medios de manifestaciones aparatosas que han tomado el nombre de fe eligiosa, cuando solo era un medio a propósito para cubrir las apariencias del escándalo que, ora levantaba un cisma, ora hacía estallar una guerra horrible y cruel entre dos naciones amigas, bien sacrificaba víctimas en las hogueras en honor del prestigio religioso, o bien sembraba el desaliento y los temores en una fracción política.
Entonces el misticismo ideal entonaba los divinos salmos, mientras que las miradas concupiscentes, la sonrisa de los apetitos desordenados, la expresión de una ambición desmedida, estallaban como aplausos infernales en torno de la mentira y de la más pérfida y horrible hipocresía. Para lograr estos fines nada más apropósito que el dogma; El dogma es a las religiones lo que la luz solar es a los planetas; las conmueve, las vivifica, les infunde aliento. Ninguna religión positiva puede subsistir sin ellos, porque ellos son la piedra angular donde descansa el edificio de la fe y esta es, a mi manera de ver, el colmo de la ignorancia, los confines del error.
La religión tiene su origen en la revelación y en la tradición; así lo explican los Teólogos más ilustres del catolicismo Romano. Lo primero es dudoso; lo segundo es absurdo.
Si la religión tiene su origen en la revelación, el origen de toda revelación ha de ser divino: Si es divino, viene inmediatamente de un poder infinitamente sabio y ordenador.
Esa fuerza solo puede residir en una causa anterior y superior al hombre y al Espíritu del hombre; por lo tanto los hermosos versículos del Manú código de la doctrina Brahmánica; los no menos inspirados, del Corán de Mahoma; los textos todos de las mil religiones que se han extendido por el mundo, asegurando ser las depositarías de las verdades eternas, por consecuencia de la revelación divina que ha levantado en cada una de ellas el espíritu y doctrina porque habían de regirse, tienen que reconocerse como inspirados por esa causa Omnipotente que llamamos Dios; luego, si nuestra civilización descubre en esas revelaciones, contradicción, error, sofisma, torpezas, crímenes monstruosos, mentira y engaño, debemos forzosamente convenir, que todo eso viene directamente de su infinita sabiduría, lo cual sería llegar al colmo de la insensatez o al completo extravío de la razón humana, porque observando minuciosamente desde la más ínfima basta la mas grande de las obras de la naturaleza, nadie ha encontrado jamás en ninguna de ellas la más pequeña contradicción.
La religión tiene su origen en la revelación y en la tradición; así lo explican los Teólogos más ilustres del catolicismo Romano. Lo primero es dudoso; lo segundo es absurdo.
Si la religión tiene su origen en la revelación, el origen de toda revelación ha de ser divino: Si es divino, viene inmediatamente de un poder infinitamente sabio y ordenador.
Esa fuerza solo puede residir en una causa anterior y superior al hombre y al Espíritu del hombre; por lo tanto los hermosos versículos del Manú código de la doctrina Brahmánica; los no menos inspirados, del Corán de Mahoma; los textos todos de las mil religiones que se han extendido por el mundo, asegurando ser las depositarías de las verdades eternas, por consecuencia de la revelación divina que ha levantado en cada una de ellas el espíritu y doctrina porque habían de regirse, tienen que reconocerse como inspirados por esa causa Omnipotente que llamamos Dios; luego, si nuestra civilización descubre en esas revelaciones, contradicción, error, sofisma, torpezas, crímenes monstruosos, mentira y engaño, debemos forzosamente convenir, que todo eso viene directamente de su infinita sabiduría, lo cual sería llegar al colmo de la insensatez o al completo extravío de la razón humana, porque observando minuciosamente desde la más ínfima basta la mas grande de las obras de la naturaleza, nadie ha encontrado jamás en ninguna de ellas la más pequeña contradicción.
Y no se nos argulla que el criterio de los hombres es insuficiente para juzgar el sentido alegórico de algunas de esas revelaciones, porque sobre el criterio de los hombres está la ciencia que no puede engañarse, y a quien nadie puede rechazar por ser verdad absoluta, única, indestructible, que se desprende del conjunto de los efectos de una causa cualquiera.
Además: ¿Acaso no han sido hombres los que se han tomado el trabajo de interpretar esas mismas revelaciones, dándoles el carácter que les ha parecido conveniente o necesario para el logro de ultérimos fines?
Si por el contrario buscamos su origen en la tradición y hemos de creer en ésta por ser ella la opinión de testigos oculares, desapasionados y sin interés, que dieron noticia de lo que habían presenciado por admiración y convencimiento, inclinémonos ante los proféticos oráculos de la antigüedad qué predijeron multitud de hechos, y qué, según la tradición afirma por boca de la historia religiosa, se confirmaron felizmente en honor de los hechos mismos.
Reverenciemos también a los dioses de la Mitología pagana, pues fueron la causa inmediata que dio origen al esplendoroso foco de civilización que hoy nos envuelve; dioses que fundando su imperio en la bóveda estrellada, hicieron que los hombres descubrieran las grandiosas leyes de la Astronomía, y el ojo potente del telescopio hallase en el pudoroso seno de la hermosa Diana, colosales montañas, mares inmensos y áridos desiertos, mudos y elocuentes testigos de nuestra ignorancia y desaciertos.
Los fundamentos, pues, en que descansa la fe religiosa, y de donde se deriva el andamiaje inmenso y tétrico del dogma, cruje horriblemente amenazando desplomarse cada vez que la conciencia humana, dueña de sí misma, se niega a admitir los hechos no probados, las afirmaciones no sancionadas por la razón y la lógica. Y no puede ser de otra manera.
La humanidad pasó de la inocencia del niño a la fogosidad de la juventud; la contradicción y la mentira fueron las institutrices que formaron y dirigieron sus sentimientos. Llegó a la edad adulta, miró en derredor, y sólo encontró a su lado fantasmas y sombras: Quiso llegarse al fantasma que le inspiraba serios recelos, y al acercarse lo vio desvanecerse en los abismos; tocó la sombra y esta proyecto sobre ella un torrente de luz que la anonadó. Su ignorancia se tornó al punto en desesperación, y . . . dudó de todo.
El error tiene por consecuencia la duda, y la duda es la desesperación, es el cansancio del alma.
Los dogmas religiosos conducen al ser humano a la negación absoluta de toda justicia racional, de toda sabiduría infinita, de toda bondad divina.
Una conciencia libre vive la vida de la verdad; el horizonte de su razón no lo empañan jamás los celajes brumosos de la tarde; el sol que ilumina el día de su existencia permanece en medio del zenit radiante, puro, hermoso.
Si esa conciencia (lo que es imposible) abandona su libertad para encerrarse en el círculo de hierro que el dogma forja, replegase en sí misma, el sol que le daba vida se precipita velozmente al ocaso; aparece en tomo de ella la tarde en su postrimera hora, preñada de negras nubes, y oscureciéndose cada vez más, llega la noche con todo su séquito de horrores y calamidades, desde el nefando crimen del parricidio, hasta ese otro deforme y monstruoso por el cual una mujer ahogando en el interior de su conciencia el sentimiento inmaculado del más purísimo de los amores, se torna en espantosa fiera que devora el fruto de sus entrañas, y se queda luego oculta a los ojos de la vindicta pública, tras la doble reja del tenebroso claustro, a fin de no escandalizar la piadosa fe del contrito creyente que, de rodillas y con lo cabeza inclinada sobre el pecho, presta atento oído al concierto delicado y dulcísimo del celestial coro de vírgenes sin mancilla, que entonan con voz quejumbrosa y doliente el Vénite Creator.
Después que el dogma embota el sentimiento de toda bondad, del amor y de la caridad, destruyendo como consecuencia forzosa, el principio de toda justicia en la conciencia del ser humano, el corazón queda estéril de toda emoción; sus latidos semejan apenas el tic-tac automático del péndulo del reloj; el horario que marcaba las horas plácidas y serenas de su existencia, se pierde para siempre, abriéndose a su lado un abismo de oscuridad glacial que lo hiela hasta dejarlo insensible.
El hombre sujeto al dogma de ese modo y exaltado por la fe, se lanza en el abismo con el vértigo de la fiebre; entonces a esa locura del alma se le llama fanatismo, y el ser humano queda hábil para todos los crímenes; inútil para ningún bien, porque el dogma es la doctrina de las concupiscencias.
Para las religiones positivas la verdad es sancionada por la experiencia de los hechos, de los sucesivos acontecimientos, de la manifestación real de las cosas tales como son en sí mismas, la exposición de esa misma verdad ajustada al compás y a la escuadra de la ciencia que no puede engañarse ni mentir, y que al manifestarse al hombre quiere la perfección de éste, moral y materialmente, por el conocimiento íntimo del origen do las cosas; para esas religiones, repetimos, ese examen de donde dimana tanta luz para el género humano, no es un error venal que ellas se decidirán a perdonar fácilmente, no; todo eso es un crimen a sus ojos, y los crímenes en materia religiosa no tienen ni pueden tener perdón, porque las inteligencias que abortaron el dogma son infalibles, y dudar del principio por ellas establecido, es una ofensa incalificable, que para castigarla se ha ocurrido en todos los tiempos a la barbarie más refinada, a la crueldad más inaudita.
Lo que mejor prueba las conclusiones de la verdad que exponemos a la consideración del lector, son las innumerables víctimas sacrificadas por la fe religiosa en aras del dogma; los cruentos sacrificios impuestos al género humano para sostener los principios donde descansan las fórmulas y exterioridades de un culto inexplicable, dentro de cuyas mallas las almas permanecen estacionadas, confiando a un destino fatal sus esperanzas y sus temores, porque para el creyente la fe es el escudo de su salvaguardia; con la fe el mal será desterrado de la tierra y la prosperidad y el bien se levantarán en todas partes, olvidando desgraciadamente que no siempre por la fe se han trasportado las grandes montañas de la ignorancia y de los errores del hombre; que solamente el trabajo no interrumpido es el que ha echado los sólidos cimientos de la civilización; que el progreso de la humanidad no ha sido jamás obra de la devoción ni de las exterioridades religiosas, sino la consecuencia natural y lógica de los acontecimientos que han forzado al hombre a demoler y reconstruir a la vez; y que para alcanzar los grandes beneficios que hoy la humanidad disfruta, ha tenido que oponerse abiertamente, a las intemperancias del fervor religioso, que siempre ha servido de obstáculo con escandalosa tenacidad, a las conquistas del humano saber; que siempre ha contrariado, sin cuidarse de los medios por bárbaros que fuesen, esas revoluciones operadas santa y pacíficamente en la mesa del geómetra, en el laboratorio del físico y del químico, en el santuario bendito de la escuela y de la cátedra.
Y mientras que la Teología encerraba al espíritu humano en las estrechas mallas del dogma, regulando todas sus acciones a un sistema, que más que sistema era un dogal insoportable que ahogaba no tan solo la respiración del individuo, sino también de toda la sociedad, la Masonería, levantándose de la tenebrosa noche de los tiempos prehistóricos, avanzaba en su grandiosa obra de regeneración individual y social, introduciendo sus grandes conocimientos; conocimientos que eran por decirlo así en aquellas épocas, el substractum o quinta esencia del saber en unos pueblos humillados inicuamente por la espada del más feroz despotismo, las concupiscencias del fanatismo más degradante, y el vergonzoso privilegio de las castas.
Ella principia su obra restableciendo los dogmas santos de la justicia en el seno de una sociedad ingrata a consecuencia de su ignorancia. El obrero, ese ser valiente y generoso que sólo se rinde en la lucha del trabajo al cansancio y a la fatiga del cuerpo; ese ser para quien parece haber sido creado exclusivamente el fantasma de la adversidad, no obstante que es el productor asiduo para todos, menos para él, porque el pan que devora está tasado y tasadas están las horas de su reposo y de sus expansiones, llegando a tal extremo ese género de tasa, que la existencia llega a serle insoportable, concluyendo al fin por tener que abandonar su desdichada familia, y acabar sus días en el triste lecho de un asilo de caridad, olvidado de todos aquellos por quienes se sacrificó; ese obrero, repetimos, fue el primero en sentir los beneficios de esa institución salvadora y justiciera, pues, congregándolos, uniéndolos con el indisoluble lazo de la fraternidad, hubo de regenerarlos ilustrando sus inteligencias, moralizando sus costumbres y ofreciéndoles en cambio del grosero fanatismo que habían heredado de sus antepasados, la religión del sentimiento y del deber, el amaos tinos a otros como si fuerais uno sólo.
Desde ese momento el genio de la libertad comienza a agitar la antorcha que debe servir de faro para la emancipación de los pueblos. La justicia, el amor y la caridad se colocan en sus respectivos puestos, presidiendo el augusto Tribunal de la redención humana. ¡El progreso y la civilización se ponen en marcha! ¿quién podrá impedir el ímpetu de su carrera?
Desde ese día los déspotas inclinan sus cabezas y bajan sus espadas, y en lo alto se oye la voz precursora de toda redención, del G.·. A.·. D.·. U.·.
Además: ¿Acaso no han sido hombres los que se han tomado el trabajo de interpretar esas mismas revelaciones, dándoles el carácter que les ha parecido conveniente o necesario para el logro de ultérimos fines?
Si por el contrario buscamos su origen en la tradición y hemos de creer en ésta por ser ella la opinión de testigos oculares, desapasionados y sin interés, que dieron noticia de lo que habían presenciado por admiración y convencimiento, inclinémonos ante los proféticos oráculos de la antigüedad qué predijeron multitud de hechos, y qué, según la tradición afirma por boca de la historia religiosa, se confirmaron felizmente en honor de los hechos mismos.
Reverenciemos también a los dioses de la Mitología pagana, pues fueron la causa inmediata que dio origen al esplendoroso foco de civilización que hoy nos envuelve; dioses que fundando su imperio en la bóveda estrellada, hicieron que los hombres descubrieran las grandiosas leyes de la Astronomía, y el ojo potente del telescopio hallase en el pudoroso seno de la hermosa Diana, colosales montañas, mares inmensos y áridos desiertos, mudos y elocuentes testigos de nuestra ignorancia y desaciertos.
Los fundamentos, pues, en que descansa la fe religiosa, y de donde se deriva el andamiaje inmenso y tétrico del dogma, cruje horriblemente amenazando desplomarse cada vez que la conciencia humana, dueña de sí misma, se niega a admitir los hechos no probados, las afirmaciones no sancionadas por la razón y la lógica. Y no puede ser de otra manera.
La humanidad pasó de la inocencia del niño a la fogosidad de la juventud; la contradicción y la mentira fueron las institutrices que formaron y dirigieron sus sentimientos. Llegó a la edad adulta, miró en derredor, y sólo encontró a su lado fantasmas y sombras: Quiso llegarse al fantasma que le inspiraba serios recelos, y al acercarse lo vio desvanecerse en los abismos; tocó la sombra y esta proyecto sobre ella un torrente de luz que la anonadó. Su ignorancia se tornó al punto en desesperación, y . . . dudó de todo.
El error tiene por consecuencia la duda, y la duda es la desesperación, es el cansancio del alma.
Los dogmas religiosos conducen al ser humano a la negación absoluta de toda justicia racional, de toda sabiduría infinita, de toda bondad divina.
Una conciencia libre vive la vida de la verdad; el horizonte de su razón no lo empañan jamás los celajes brumosos de la tarde; el sol que ilumina el día de su existencia permanece en medio del zenit radiante, puro, hermoso.
Si esa conciencia (lo que es imposible) abandona su libertad para encerrarse en el círculo de hierro que el dogma forja, replegase en sí misma, el sol que le daba vida se precipita velozmente al ocaso; aparece en tomo de ella la tarde en su postrimera hora, preñada de negras nubes, y oscureciéndose cada vez más, llega la noche con todo su séquito de horrores y calamidades, desde el nefando crimen del parricidio, hasta ese otro deforme y monstruoso por el cual una mujer ahogando en el interior de su conciencia el sentimiento inmaculado del más purísimo de los amores, se torna en espantosa fiera que devora el fruto de sus entrañas, y se queda luego oculta a los ojos de la vindicta pública, tras la doble reja del tenebroso claustro, a fin de no escandalizar la piadosa fe del contrito creyente que, de rodillas y con lo cabeza inclinada sobre el pecho, presta atento oído al concierto delicado y dulcísimo del celestial coro de vírgenes sin mancilla, que entonan con voz quejumbrosa y doliente el Vénite Creator.
Después que el dogma embota el sentimiento de toda bondad, del amor y de la caridad, destruyendo como consecuencia forzosa, el principio de toda justicia en la conciencia del ser humano, el corazón queda estéril de toda emoción; sus latidos semejan apenas el tic-tac automático del péndulo del reloj; el horario que marcaba las horas plácidas y serenas de su existencia, se pierde para siempre, abriéndose a su lado un abismo de oscuridad glacial que lo hiela hasta dejarlo insensible.
El hombre sujeto al dogma de ese modo y exaltado por la fe, se lanza en el abismo con el vértigo de la fiebre; entonces a esa locura del alma se le llama fanatismo, y el ser humano queda hábil para todos los crímenes; inútil para ningún bien, porque el dogma es la doctrina de las concupiscencias.
Para las religiones positivas la verdad es sancionada por la experiencia de los hechos, de los sucesivos acontecimientos, de la manifestación real de las cosas tales como son en sí mismas, la exposición de esa misma verdad ajustada al compás y a la escuadra de la ciencia que no puede engañarse ni mentir, y que al manifestarse al hombre quiere la perfección de éste, moral y materialmente, por el conocimiento íntimo del origen do las cosas; para esas religiones, repetimos, ese examen de donde dimana tanta luz para el género humano, no es un error venal que ellas se decidirán a perdonar fácilmente, no; todo eso es un crimen a sus ojos, y los crímenes en materia religiosa no tienen ni pueden tener perdón, porque las inteligencias que abortaron el dogma son infalibles, y dudar del principio por ellas establecido, es una ofensa incalificable, que para castigarla se ha ocurrido en todos los tiempos a la barbarie más refinada, a la crueldad más inaudita.
Lo que mejor prueba las conclusiones de la verdad que exponemos a la consideración del lector, son las innumerables víctimas sacrificadas por la fe religiosa en aras del dogma; los cruentos sacrificios impuestos al género humano para sostener los principios donde descansan las fórmulas y exterioridades de un culto inexplicable, dentro de cuyas mallas las almas permanecen estacionadas, confiando a un destino fatal sus esperanzas y sus temores, porque para el creyente la fe es el escudo de su salvaguardia; con la fe el mal será desterrado de la tierra y la prosperidad y el bien se levantarán en todas partes, olvidando desgraciadamente que no siempre por la fe se han trasportado las grandes montañas de la ignorancia y de los errores del hombre; que solamente el trabajo no interrumpido es el que ha echado los sólidos cimientos de la civilización; que el progreso de la humanidad no ha sido jamás obra de la devoción ni de las exterioridades religiosas, sino la consecuencia natural y lógica de los acontecimientos que han forzado al hombre a demoler y reconstruir a la vez; y que para alcanzar los grandes beneficios que hoy la humanidad disfruta, ha tenido que oponerse abiertamente, a las intemperancias del fervor religioso, que siempre ha servido de obstáculo con escandalosa tenacidad, a las conquistas del humano saber; que siempre ha contrariado, sin cuidarse de los medios por bárbaros que fuesen, esas revoluciones operadas santa y pacíficamente en la mesa del geómetra, en el laboratorio del físico y del químico, en el santuario bendito de la escuela y de la cátedra.
Y mientras que la Teología encerraba al espíritu humano en las estrechas mallas del dogma, regulando todas sus acciones a un sistema, que más que sistema era un dogal insoportable que ahogaba no tan solo la respiración del individuo, sino también de toda la sociedad, la Masonería, levantándose de la tenebrosa noche de los tiempos prehistóricos, avanzaba en su grandiosa obra de regeneración individual y social, introduciendo sus grandes conocimientos; conocimientos que eran por decirlo así en aquellas épocas, el substractum o quinta esencia del saber en unos pueblos humillados inicuamente por la espada del más feroz despotismo, las concupiscencias del fanatismo más degradante, y el vergonzoso privilegio de las castas.
Ella principia su obra restableciendo los dogmas santos de la justicia en el seno de una sociedad ingrata a consecuencia de su ignorancia. El obrero, ese ser valiente y generoso que sólo se rinde en la lucha del trabajo al cansancio y a la fatiga del cuerpo; ese ser para quien parece haber sido creado exclusivamente el fantasma de la adversidad, no obstante que es el productor asiduo para todos, menos para él, porque el pan que devora está tasado y tasadas están las horas de su reposo y de sus expansiones, llegando a tal extremo ese género de tasa, que la existencia llega a serle insoportable, concluyendo al fin por tener que abandonar su desdichada familia, y acabar sus días en el triste lecho de un asilo de caridad, olvidado de todos aquellos por quienes se sacrificó; ese obrero, repetimos, fue el primero en sentir los beneficios de esa institución salvadora y justiciera, pues, congregándolos, uniéndolos con el indisoluble lazo de la fraternidad, hubo de regenerarlos ilustrando sus inteligencias, moralizando sus costumbres y ofreciéndoles en cambio del grosero fanatismo que habían heredado de sus antepasados, la religión del sentimiento y del deber, el amaos tinos a otros como si fuerais uno sólo.
Desde ese momento el genio de la libertad comienza a agitar la antorcha que debe servir de faro para la emancipación de los pueblos. La justicia, el amor y la caridad se colocan en sus respectivos puestos, presidiendo el augusto Tribunal de la redención humana. ¡El progreso y la civilización se ponen en marcha! ¿quién podrá impedir el ímpetu de su carrera?
Desde ese día los déspotas inclinan sus cabezas y bajan sus espadas, y en lo alto se oye la voz precursora de toda redención, del G.·. A.·. D.·. U.·.
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