miércoles, 4 de julio de 2018

PLEGARIA, ORÁCULO Y METARMOFOSIS DE LUCIO APULEYO POR LA DIOSA ISIS


Hubo en la antigüedad  un extraordinario afán entre ilustres filósofos extranjeros por instruirse en Egipto y sobre todo por conseguir que se les iniciase en los célebres misterios de aquel sacerdocio.
 
Herodoto, Pitágoras, Platón y otros insignes maestros de la clásica antigüedad pagaron tributo a esta que no sabemos si llamar preocupación o aspiración justificada. Como quiera que sea, por espacio de siglos los más sobresalientes ingenios fueron a buscar en las orillas del Nilo un diploma de capacidad que ya tenían sobradamente conquistado con sus obras inmortales. Cualquier persona medianamente versada en el estudio de los clásicos latinos recordará al tratar de este asunto el precioso libro XI y último de la Metamorfosis de Apuleyo.

El héroe de esta famosa obra había sido trasformado en jumento por la mala imprudencia de una maga intrusa en el arte de las hijas de Tesalia y en vano había buscado a través de mil aventuras un medio para recobrar su prístina fortuna.
 
Hallábase una noche tendido en una plaza solitaria, cuando de improviso despertó sobresaltado por el brillante resplandor de la luna que elevaba su disco del seno de los mares. El silencio, la soledad y el misterio invitaban el ánimo al recogimiento. El pobre fugitivo pensaba que la luna ejerce un poder soberano sobre todas las cosas de la tierra, de los cielos y del fondo de las aguas y se le ocurrió la idea de adorar a la diosa. Se zambulló en el mar para purificarse e introduciendo la cabeza siete veces en las olas, teniendo presente el valor místico que el divino Pitágoras atribula a este número y lleno de fervor, dirigió a la divinidad esta sentida plegaria:

Reina de los cielos,
quien quiera que seas,
benéfica Ceres,
madre de las espigas,
inventora de la agricultura
que gozosa de haber recobrado a tu hija,
enseñaste al hombre a reemplazar
los salvajes banquetes con más dulce alimento.
 
 Tú, que proteges las campiñas de Eulesis;
Venus celeste,
que desde los primeros días del mundo
diste el ser al Amor
para hacer que cesase
el antagonismo de los sexos
y perpetuar por la generación
la existencia de la raza humana.
 
Tú que te complaces en habitar
el templo insular de Pafos;
casta hermana de Febo,
cuya asistencia al trabajo del alumbramiento
ha poblado el vasto universo;
divinidad adorada
en el magnífico santuario de Efeso;
formidable Proserpina,
la del nocturno aullido
que bajo tu triple forma
tienes en la obediencia las sombras;
carcelera de las prisiones subterráneas del globo.
 
Tú, que recorres como soberana
tantos bosques sagrados,
divinidad adorada con cien cultos diversos,
cuyos púdicos rayos
platean los muros de nuestras ciudades
y hacen penetrar un fecundo rocío
en los alegres surcos de nuestros campos;
que nos consuelas de la ausencia del sol,
dispensándonos tu pálida luz;
sean cuales fueren el nombre,
el rito y el aspecto con que haya de invocarte,
dígnate asistirme en mi desgracia
y fortalecer mi vacilante fortuna.
 
Permite que después de tantos azares
obtenga al fin paz o tregua
y no haya de sufrir más pruebas ni contrariedades.
 
Líbrame de esta asquerosa forma de cuadrúpedo; devuélveme a las miradas de los míos
y restitúyeme mi forma de Lucio.
 
Si algún dios irritado me persigue
con implacable enojo,
déjame morir a lo menos,
ya que vivir no puedo.

Terminada esta plegaria cayó el infeliz en un gran abatimiento, hallando por dicha el consuelo que ansiaba en un sueño reparador. Sin embargo, a los pocos momentos se elevó del seno de los mares un rostro imponente, siguiéndole luego un cuerpo dotado de vivísimos resplandores.

Una larga y espesa cabellera partida en graciosos bucles flotaba detrás del cuello de la diosa y una corona de flores que llevaba en la cabeza se junta en su frente a un espejo, cuya blanca claridad daba a conocer a la luna, en tanto que en sus sienes alzaban la cabeza dos grupos de víboras.

Llevaba un vestido de hechiceros cambiantes y un negro manto guarnecido con ricas franjas y bordado de estrellas, en el centro del cual brillaba la luna llena con todo su esplendor. La diosa tenia en la diestra un sistro de bronce encorvado y con tres varillas, cuyo choque producía un agudo retintín. En la mano izquierda llevaba un jarro de oro en forma de góndola, cuya asa, en la parte saliente, estaba dominada por un áspid con la cabeza erguida y el cuello desmesuradamente inclinado. Calzaban sus pies divinos unas sandalias tejidas con hojas de palmera, árbol de la victoria.

Rodeada de tan imponente aparato y exhalando todos los perfumes de la Arabia, la divina aparición se dignó pronunciar estas palabras:

- He venido á ti, Lucio, conmovida por tus ruegos. Yo soy la Naturaleza, madre de todas las cosas, señora de los elementos, principio original de los siglos, divinidad suprema, reina de los Manes, la primera entre los habitantes del cielo, tipo universal de los dioses y diosas. El Empíreo y sus bóvedas luminosas, el mar y sus brisas salobres, el infierno y sus caos silenciosos obedecen a mis leyes: soy la potestad única adorada bajo tantos aspectos, formas, cultos y nombres como pueblos hay sobre la tierra. Para la raza primitiva de los frigios soy la diosa de Pesinunte y la madre de los dioses; los autóctonos del Ática me llaman Minerva Cecropia. Soy la Venus de Pafos para los insulares de Chipre y la Diana Dictina para los Cretenses. En las tres lenguas de Sicilia me llamo Proserpina Estigia y en Eleusis Ceres Antigua. Unos me invocan con el nombre de Juno, otros con el de Pelona; acá soy Hécate, allá Rhamnusia; pero solo los pueblos de la Etiopía, de la Ariana y del antiguo y docto Egipto, comarcas que el sol favorece con sus rayos nacientes, me tributan verdadero culto dándome mi propio nombre de diosa Isis.

Seca tus lágrimas, cesa en tus gemidos; me he compadecido de tus infortunios y vengo a ti favorable y propicia. Destierra el negro pesar; mi providencia hará muy pronto que brille para ti el día de la salvación. Presta pues oído atento a mis mandatos. El día que nacerá de esta noche me fue consagrado por la religión de todos los siglos. En este día el invierno habrá huido con sus tempestades, las encrespadas olas habrán recobrado la calma y el mar volverá a ser navegable. Mis sacerdotes van a ofrecerme una nave, virgen aún del contacto de las ondas, como inauguración del comercio renaciente. Espera esta solemnidad con el corazón confiado y el ánimo fervoroso.

El gran sacerdote llevará por orden mía una corona de rosas junto al sistro.

Ábrete paso sin vacilar a través de la muchedumbre y júntate a esa pompa solemne; acércate al pontífice como si quisieses besarle la mano y cogiendo las rosas te verás repentinamente despojado de esa forma odiosa. Ejecuta sin inquietud mis órdenes, pues en este mismo instante, aunque me ves aquí, mi pontífice recibe en sueños instrucciones para lo que ha de hacer.

Por orden mía la multitud popular te abrirá paso, sin que nadie se admire en esa solemnidad de tu deforme figura ni de tu repentina mudanza. Recuerda, sin embargo, y conserva muy grabado en el fondo de tu corazón, que lo que te queda de vida, hasta tu último suspiro, me está consagrado, pues tus días devueltos a la humanidad por mi benéfico poder me pertenecen de derecho. Bajo mi tutela vivirás feliz y glorioso y cuando al llegar al término prescrito desciendas a las sombrías orillas; en ese subterráneo hemisferio volverás a encontrarme resplandeciente en medio de la noche del Aqueronte reinando sobre el Estigio y huésped de los Campos Elíseos continuarás tributando piadosos homenajes a tu divina protectora.


Sabe que si te haces digno de ello por tu culto asiduo, tu fervorosa devoción y tu pureza inviolable, puedo prolongar tus días allende el plazo que fijaron los Hados.

Terminado este oráculo desapareció la gloriosa visión, despertando Lucio extremadamente gozoso y conmovido.

Ya en esto empezaba el sol  a dorar el horizonte y los habitantes, ansiosos de contemplar la pompa triunfal, acudían en muchedumbre a las plazas públicas. Todo parecía respirar el gozo más intenso; la temperatura era tibia, el aire suave, el mar estaba tranquilo, el cielo sin nubes y las aves gorjeaban entre el follaje como saludando el alegre despertar de la naturaleza.

Al poco rato empezó a desfilar un cortejo compuesto de muchas personas vestidas con gran variedad de trajes, según los votos que hablan hecho a la divinidad. El uno ceñía el talabarte como un soldado, el otro vestía a guisa de cazador, arremangada la clámide, con la pica al hombro y el cuchillo en la mano. Aquel calzaba dorados borceguíes y su vestido de seda, sus lujosos atavíos, la afeminada disposición de sus cabellos y la molicie de su modo de andar lo asemejaban a una mujer. Aquel llevaba el casco, el broquel y la espada como si acabara de salir del circo de los gladiadores. Otro con la púrpura y las haces parodiaba al magistrado y más allá un hombre extrañamente vestido, con sandalias, capa, el bastón en la mano y la barba de chivo imitaba a los filósofos. Había también un pajarero con sus redes y un pescador con su caña. Llamaba igualmente la atención una osa domesticada que llevaban en una silla, vestida de gran señora y un mono cubierto con el gorro frigio que con una copa de oro en la mano tenia la pretensión de figurar al hermoso Ganimedes. Por último venia un asno con alas montado por un decrépito anciano: esta pareja parodiaba a Pegaso y a Belerofonte de modo que hacia desternillar de risa.

En medio de estas burlescas personificaciones, regocijo del populacho, avanzaba majestuosamente el cortejo de la diosa, varios grupos de mujeres vestidas de blanco y coronadas de guirnaldas de flores primaverales, echaban flores a su paso, otras aparentaban arreglarle la cabellera con peines de marfil y otras por último perfumaban el ambiente regando el suelo con preciosas esencias.

Seguía en pos un numeroso concurso de personas de uno y otro sexo, con linternas, antorchas y otras luces, homenaje simbólico al principio generador de los cuerpos celestes. Seguían dos clases de flautas formando agradables conciertos y dos coros de jóvenes vestidos de blanco y entonando un hermoso himno. Iban entre ellos los músicos del gran Serapis, tocando la música especialmente consagrada a esta divinidad. Desfilaban después muchos oficiales seguidos de los iniciados en los sacros misterios, todos vestidos de lino de deslumbrante blancura; las mujeres cubierta con velos trasparentes su cabellera inundada de esencias y los hombres con la cabeza afeitada. Estos llevaban sistros de bronce, de plata y de oro que agitaban haciéndoles producir agudos sonidos.

Desfiló después el cuerpo imponente de los pontífices, vestidos con blancas túnicas de lino ceñidas a la cintura, que les bajaban hasta los talones. Su jefe llevaba una lámpara que despedía vivísima claridad y tenia la forma de una nave de oro; el segundo llevaba los dos altares llamados socorros; el tercero una palma de oro y el caduceo de Mercurio; el cuarto llevaba una mano abierta, símbolo de la justicia y un jarrón de oro lleno de leche; el quinto, una criba de oro llena de ramos del mismo metal; el postrero llevaba una ánfora.

Después de los pontífices venían los dioses.

Primeramente el intermediario divino de las relaciones del cielo con los infiernos, erguida su perruna cabeza, con el caduceo en la mano izquierda y una palma verde en la derecha. Después seguía una vaca emblema de la diosa, madre de toda fecundidad. Otro llevaba la cesta misteriosa que ocultaba a los ojos los secretos de la sublime religión. Otro oprimía en sus brazos afortunados la efigie venerable de la omnipotente diosa, efigie que no se parecía al ave ni al cuadrúpedo domesticado o montaraz, ni tampoco al hombre; pero venerable por su misma rareza y que caracterizaba ingeniosamente el profundo misticismo y el inviolable secreto de que se rodeaba aquella religión.

Por último iba a realizarse la divina promesa, apareciendo el sacerdote anunciado en la profética visión con el sistro y la corona en la mano. Lucio se adelantó hacia el, conteniendo por respeto el arrebato de su alegría.

El gran sacerdote se detuvo como admirado de la precisión con que se realizaba la profecía y entonces Lucio, temblando de emoción acercó la boca a la corona de flores devorándola con avidez.

No le había engañado el oráculo. En un abrir y cerrar de ojos desaparecieron sus groseras formas. Primeramente el pelo se le trasformó en fina epidermis, luego perdió su vientre el enorme volumen que tenia, sus cascos se trocaron en pies y manos de hombre, se trasformó su fisonomía y la cola, ignominioso apéndice, signo de servidumbre, desapareció para siempre.

Admirado el pueblo al presenciar tan inaudito espectáculo prorrumpió en gritos de religioso entusiasmo, en tanto que Lucio no sabia cómo manifestar el suyo por aquella tan dichosa y ansiada metamorfosis.

No era menor la admiración del gran sacerdote; mas advirtiendo que Lucio al transformarse había quedado en cueros, ordenó que lo cubriesen con una túnica de lino. Luego le felicitó con elocuencia por el favor que el cielo le dispensaba animándole a perseverar en su propósito de consagrar la existencia al culto de la diosa.

Se mezcló Lucio con el cortejo, contemplado y admirado de todos y de este modo llegó la procesión a las orillas del mar, en donde dejaron los simulacros divinos. Se acercó el gran sacerdote a una nave cubierta exteriormente de jeroglíficos, la purificó según los ritos, con una antorcha encendida, un huevo y azufre y después de darle un nombre la consagró a la diosa.

En la blanca vela de la nave se había escrito una plegaria por la prosperidad del comercio marítimo renaciente con la nueva estación. Todos llevaron a porfía al lujoso barco jarros llenos de aromas y otras ofrendas, haciendo sobre las olas libaciones de leche cuajada hasta que la nave cargada de piadosos presentes e impulsada por un viento favorable se alejó de la orilla. Cuando hubo desaparecido entre las brumas del horizonte, volvieron los sacerdotes a tomar sus atributos y la procesión continuó su curso para volver al templo.

Al llegar a los sagrados umbrales, los sacerdotes y los iniciados en los misterios entraron en el santuario de la diosa dejando en él las imágenes. Entonces llegándose a la puerta uno de ellos convocó en alta voz a todos los individuos del colegio sacerdotal; subió a un pulpito y recitó varias plegarias por el emperador, el senado, los caballeros, el pueblo romano, los navegantes, las naves y finalmente por la prosperidad de todo el imperio, terminando con la fórmula griega: ¡Retírese el pueblo!

Al oiría acudieron todos llevando con trasportes de alegría ramas de olivo florido y de verbena, y guirnaldas de flores que dejaron a los pies de la diosa, retirándose después de haberlos besado devotamente.

Informada la familia de Lucio de su inesperada aparición entre los humanos acudió presurosa a abrazarle; mas ni ella ni sus amigos lograron disuadirle de su intento de consagrarse a la diosa.

 


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