No hemos de caer en la vulgaridad ni incurrir en la injusticia de tildar de supersticiosos o de impostores a cuantos se consagraron al cultivo de la magia en las remotas edades. La ciencia, aun la verdadera, la única digna de este nombre, ha sido oculta, o como diríamos ahora monopolizada, mientras la división de castas ha levantado infranqueables barreras entre las clases sabias y ese vulgo ignorante del cual nos habla Quinto Curcio con tan notable desenfado.
Explicarle a esta muchedumbre indocta las causas y la trascendencia de los fenómenos que le llenaban de admiración, sin sentirse capaz de comprender su índole y genuina significación, habría sido para los privilegiados de la ciencia un verdadero sacrilegio. Hoy que esta es patrimonio de todos y fruto del esfuerzo individual unido a la libre y colectiva actividad de las generaciones, nos cuesta mucho trabajo comprender que hayan podido existir semejantes misterios en mengua de la humana dignidad y del progreso de los pueblos; pero este asombro, sin duda muy justificado, no puede ser parte a impedir que sea este un hecho rigurosamente histórico, reproducido en varias civilizaciones por espacio de muchos siglos.
Hay más aun: en aquellos climas espléndidos de Oriente en cuya tibia atmósfera se desarrollan con tan prodigiosa fecundidad los más copudos árboles, los más frondosos arbustos, las más aromáticas flores de la tierra; en donde las aves ostentan más vistoso plumaje y las selvas están pobladas de los más arrogantes y majestuosos modelos del reino zoológico, el hombre exclusivamente consagrado a la meditación ha de sentir por necesidad subyugada su mente por la irresistible influencia de aquella poesía incomparable que de todas partes hace brotar la pródiga naturaleza.
Hay más aun: en aquellos climas espléndidos de Oriente en cuya tibia atmósfera se desarrollan con tan prodigiosa fecundidad los más copudos árboles, los más frondosos arbustos, las más aromáticas flores de la tierra; en donde las aves ostentan más vistoso plumaje y las selvas están pobladas de los más arrogantes y majestuosos modelos del reino zoológico, el hombre exclusivamente consagrado a la meditación ha de sentir por necesidad subyugada su mente por la irresistible influencia de aquella poesía incomparable que de todas partes hace brotar la pródiga naturaleza.
Es este un fenómeno que se revela en todas las obras de la imaginación oriental. Ahora bien: ¿seria absurdo suponer que el sacerdote convencido de hallarse en posesión de las grandes verdades religiosas y científicas, cuyo conocimiento estaba vedado al común de los mortales, sintiese vacilar su buen sentido en sus noches de solitaria contemplación, y que al escudriñar los infinitos espacios de aquel firmamento purísimo, llegase a figurarse que el mismo Creador se dignaba revelar a tan privilegiada criatura los arcanos de lo por venir? ¿Seria absurdo suponer que en esas horas de indecible arrobamiento llegase a confundir la austera embriaguez que es la preciada recompensa del estudioso, con la engañosa ilusión del visionario hasta el punto de creerse en relación directa e inmediata con el Alina del Universo, madre de todas las manifestaciones de la vida? Por nuestra parte creemos que no.
Sea como fuere, conviene no echar en olvido al tratar de la ciencia astronómica de los egipcios, que si bien ellos comunicaron a Grecia y a Roma las teorías astrológicas, créese fundadamente que no llegaron a cultivar con éxito completo la astronomía hasta que llegó a su mayor desenvolvimiento la escuela de Alejandría.
Sea como fuere, conviene no echar en olvido al tratar de la ciencia astronómica de los egipcios, que si bien ellos comunicaron a Grecia y a Roma las teorías astrológicas, créese fundadamente que no llegaron a cultivar con éxito completo la astronomía hasta que llegó a su mayor desenvolvimiento la escuela de Alejandría.
Esta aserción se apoya en dos razones que no dejan de tener mucho peso: es la primera la de que son griegas las figuras de las constelaciones y no tienen la menor analogía con los bajos-relieves del antiguo Egipto, y la segunda el hecho tan elocuente de no tener sino once signos el Zodíaco entre los griegos hasta el siglo III antes de J. C, lo cual no deja de quitar una gran parte de su prestigio de antigüedad al horóscopo que anteriormente describimos.
También conocieron los egipcios la superstición de los oráculos, siendo celebérrimo el de Buto, diosa antiquísima en la cual vieron los griegos una representación de la Noche, el Caos y las Tinieblas.
En la villa que llevaba el nombre de esta deidad, le edificaron un grandioso templo cuyos pórticos tenían diez brazas de altura. Cerca de este templo había un lago muy extenso y profundo, y en él una isla que decían ser flotante, en la cual crecían sin cultivo muchísimas palmeras y otros árboles frutales. Buto escondió allí a Horus cuando lo buscaba Set para matarlo y no sabia Isis cómo preservarlo de su saña. Como se ve, la diosa Buto representaba un importantísimo papel en la leyenda principal de la mitología egipcia. Herodoto confunde, al tratar de este oráculo, a Isis y Horus con Deméter y Apolo.
No era este el único oráculo que se conocía y veneraba en Egipto, y lo prueba una tradición referente al rey Amasis:
También conocieron los egipcios la superstición de los oráculos, siendo celebérrimo el de Buto, diosa antiquísima en la cual vieron los griegos una representación de la Noche, el Caos y las Tinieblas.
En la villa que llevaba el nombre de esta deidad, le edificaron un grandioso templo cuyos pórticos tenían diez brazas de altura. Cerca de este templo había un lago muy extenso y profundo, y en él una isla que decían ser flotante, en la cual crecían sin cultivo muchísimas palmeras y otros árboles frutales. Buto escondió allí a Horus cuando lo buscaba Set para matarlo y no sabia Isis cómo preservarlo de su saña. Como se ve, la diosa Buto representaba un importantísimo papel en la leyenda principal de la mitología egipcia. Herodoto confunde, al tratar de este oráculo, a Isis y Horus con Deméter y Apolo.
No era este el único oráculo que se conocía y veneraba en Egipto, y lo prueba una tradición referente al rey Amasis:
Era este soberano de extirpe plebeya y al principio de su reinado dieron sus súbditos en despreciarle por la humildad de su origen; pero él, que tenia el entendimiento agudo y el genio perseverante, apeló a un ingenioso ardid para granjearse su estima. Entre otros objetos de gran precio, se veía en su palacio un gran lebrillo de oro, en el cual solían lavarse los pies el monarca y los magnates que comían a su mesa. Lo hizo fundir y lo trasformó en la estatua de un dios que mandó colocar en el sitio más visible de la ciudad. Se juntó al punto el gentío para admirarla y todos le tributaron culto.
No bien lo supo Amasis, cuando mandó que compareciesen a su presencia los murmuradores, y después de haberles declarado la procedencia del ídolo, les dijo:
- Lo mismo me pasa a mí: yo antes era plebeyo; pero ahora soy vuestro rey y os invito a tributarme el honor y el respeto que me debéis.
Ante la fuerza de tan sutil argumento, cesaron desde aquel día las murmuraciones.
Tenia este monarca la costumbre de chancearse con sus cortesanos y dedicar a frívolos pasatiempos los ratos que le dejaban libres las tareas de la gobernación del Estado, y como se atreviesen algunos de sus amigos a reprocharle esta conducta como indigna de un gran rey, les replicó:
- ¿No sabéis que el arco no se tiende sino cuando es preciso, porque de otro modo se rompería? Lo mismo es el hombre: si se aplicase constantemente a cosas serías sin tomar ningún descanso ni consagrar ningún rato al esparcimiento del ánimo, acabaría por volverse loco o idiota. Por esto me place repartir el tiempo entre los negocios serios y los placeres.
Estas dos anécdotas parecen demostrar que el tal Amasis tenia un carácter eminentemente filosófico; mas la Historia nos lo pinta como un rematado calavera.
Parece ser que cuando Amasis no era más que un simple particular, huía sistemáticamente de toda ocupación seria y nada le gustaba tanto como beber y holgar y derrochar el tiempo en francachelas y jolgorios. Como esto le salía muy caro y no siempre se hallaba en disposición de pagar sus placeres al contado y él no tenia bastante fuerza de voluntad para privarse de ellos, robaba cuanto podía. Alguna vez hubieron de quejarse los perjudicados y negando él descaradamente el delito, le llevaron ante el oráculo del lugar, el cual unas veces lo condenó y otras lo absolvió, declarándolo puro de toda mancha.
No bien lo supo Amasis, cuando mandó que compareciesen a su presencia los murmuradores, y después de haberles declarado la procedencia del ídolo, les dijo:
- Lo mismo me pasa a mí: yo antes era plebeyo; pero ahora soy vuestro rey y os invito a tributarme el honor y el respeto que me debéis.
Ante la fuerza de tan sutil argumento, cesaron desde aquel día las murmuraciones.
Tenia este monarca la costumbre de chancearse con sus cortesanos y dedicar a frívolos pasatiempos los ratos que le dejaban libres las tareas de la gobernación del Estado, y como se atreviesen algunos de sus amigos a reprocharle esta conducta como indigna de un gran rey, les replicó:
- ¿No sabéis que el arco no se tiende sino cuando es preciso, porque de otro modo se rompería? Lo mismo es el hombre: si se aplicase constantemente a cosas serías sin tomar ningún descanso ni consagrar ningún rato al esparcimiento del ánimo, acabaría por volverse loco o idiota. Por esto me place repartir el tiempo entre los negocios serios y los placeres.
Estas dos anécdotas parecen demostrar que el tal Amasis tenia un carácter eminentemente filosófico; mas la Historia nos lo pinta como un rematado calavera.
Parece ser que cuando Amasis no era más que un simple particular, huía sistemáticamente de toda ocupación seria y nada le gustaba tanto como beber y holgar y derrochar el tiempo en francachelas y jolgorios. Como esto le salía muy caro y no siempre se hallaba en disposición de pagar sus placeres al contado y él no tenia bastante fuerza de voluntad para privarse de ellos, robaba cuanto podía. Alguna vez hubieron de quejarse los perjudicados y negando él descaradamente el delito, le llevaron ante el oráculo del lugar, el cual unas veces lo condenó y otras lo absolvió, declarándolo puro de toda mancha.
En cuanto se hubo sentado en el trono, despreció a los dioses que le hablan declarado inocente, descuidó sus templos y no quiso ofrecerles ningún sacrificio, juzgándolos indignos de todo culto porque eran falsos oráculos; pero tuvo por buenos y veneró muchísimo a los que le habían condenado.
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