Apuleyo, a veces llamado Lucio Apuleyo (si bien el praenomen Lucio se toma del protagonista de una de sus obras, El asno de oro o Metamorfosis), fue el escritor romano más importante del siglo II, muy admirado tanto en vida como por la posteridad.
Refiere Lucio que cada día sintió aumentar su fervor y sus deseos de conseguir la iniciación, especie de muerte voluntaria con otra vida en expectativa.
Refiere Lucio que cada día sintió aumentar su fervor y sus deseos de conseguir la iniciación, especie de muerte voluntaria con otra vida en expectativa.
"Llegado el día en que debían satisfacerse tan vehementes deseos, el gran sacerdote llamó a Lucio y después de ofrecido el sacrificio de la mañana sacó de un escondrijo del santuario unos libros escritos en caracteres ininteligibles, llenos de singulares dibujos figurando hilos anudados, espirales confusas y animales extraños, contentándose con leerle un pasaje referente a los preparativos indispensables para la iniciación.
Le llevaron luego al baño, en donde se purificó por medio de una completa ablución; le hicieron prosternar luego a los pies de la diosa y el gran sacerdote le comunicó en secreto una cosa que la palabra no puede expresar. Luego le impuso en alta voz diez días de abstinencia, durante los cuales no podía comer ninguna sustancia animal ni beber vino. Cumplidas rigurosamente estas prescripciones volvió terminado este plazo al templo en donde le esperaba el pueblo para colmarle de presentes.
El gran sacerdote apartó después a los profanos y le condujo a lo más profundo del santuario.
Ahora viene lo característico del relato. Lucio le dice con verdadera llaneza al lector que ya comprende la curiosidad que debe aguijonearle por saber lo que se dijo y se hizo en seguida; que él de muy buena gana se lo revelaría si le fuese lícito hacerlo; pero que desgraciadamente no puede darle este gusto porque ambos cometerían en ello un horrendo sacrilegio. Sin embargo, algo índica de las pruebas de la iniciación, pues dice que llegó a dos dedos de la muerte, que puso el píe en los umbrales del reino de Proserpina; que al volver cruzó todos los elementos; que en la profundidad de la noche vio brillar el sol y que contempló cara a cara a los dioses infernales y los del Empíreo.
Respecto a las ceremonias públicas de su consagración ya se muestra naturalmente más explícito el héroe novelesco de Apuleyo.
Al amanecer, después de terminadas las ceremonias, Lucio se adelantó cubierto de doce túnicas sacerdotales hacia un estrado de madera que se elevaba en medio del templo y en el cual se sentó delante de la estatua de la diosa Isis. Allí le cubrieron con un vestido de lino lleno de flores y una preciosa clámide que le bajaba hasta los pies y en la cual se veían pintados los dragones de la India, los grifos alados de las regiones hiperbóreas y otros fantásticos anímales; vestido al cual llamaban los sacerdotes estola olimpiaca.
Ahora viene lo característico del relato. Lucio le dice con verdadera llaneza al lector que ya comprende la curiosidad que debe aguijonearle por saber lo que se dijo y se hizo en seguida; que él de muy buena gana se lo revelaría si le fuese lícito hacerlo; pero que desgraciadamente no puede darle este gusto porque ambos cometerían en ello un horrendo sacrilegio. Sin embargo, algo índica de las pruebas de la iniciación, pues dice que llegó a dos dedos de la muerte, que puso el píe en los umbrales del reino de Proserpina; que al volver cruzó todos los elementos; que en la profundidad de la noche vio brillar el sol y que contempló cara a cara a los dioses infernales y los del Empíreo.
Respecto a las ceremonias públicas de su consagración ya se muestra naturalmente más explícito el héroe novelesco de Apuleyo.
Al amanecer, después de terminadas las ceremonias, Lucio se adelantó cubierto de doce túnicas sacerdotales hacia un estrado de madera que se elevaba en medio del templo y en el cual se sentó delante de la estatua de la diosa Isis. Allí le cubrieron con un vestido de lino lleno de flores y una preciosa clámide que le bajaba hasta los pies y en la cual se veían pintados los dragones de la India, los grifos alados de las regiones hiperbóreas y otros fantásticos anímales; vestido al cual llamaban los sacerdotes estola olimpiaca.
Le pusieron en la mano derecha una antorcha encendida y le ciñeron la frente con una corona de palma cuyas hojas erguidas parecían simular una aureola de luminosos rayos en torno de su cabeza. De pronto se descorrieron las cortinas y el iniciado apareció a los ojos de la muchedumbre como la estatua del sol.
Por espacio de tres días se celebró con banquetes la consagración de Lucio a la diosa, de la cual no quiso separarse para volver a su hogar, sin dirigirle una ferviente acción de gracias que reproducimos por su indudable interés.
¡Oh santa divinidad,
manantial eterno de salud,
adorable protectora de los mortales,
que les prodigas en sus aflicciones
el cariño de una tierna madre!
No trascurre un día,
una noche ni un momento
que no sea señalado
por uno de tus beneficios.
Por mar y tierra te encontramos
siempre aparejada para salvarnos,
para tendernos en medio
de las tormentas de la vida
una mano benéfica,
para desenredar la trama de los destinos,
apaciguar las tempestades de la fortuna
y conjurar la maligna influencia
de las constelaciones.
El cielo te venera,
los infiernos te respetan,
por ti gira el orbe y brilla el sol,
por ti es regido el universo
y enfrenado el infierno.
A tu voz las esferas se mueven,
los siglos se suceden,
los inmortales se regocijan
y los elementos se combinan.
Una señal tuya
hace embravecer los vientos,
hinchar las nubes y germinar las semillas.
Tu majestad es temida
por el ave que cruza los aires,
por la fiera que vaga en el monte,
por la serpiente oculta en la maleza
y por el monstruo marino
que vive en el líquido elemento.
Ni mi ingenio es capaz
de cantar tus alabanzas
ni mi fortuna bastante
para ofrecerte sacrificios dignos de ti.
Mi débil voz no acierta a expresar
lo que tu majestad me inspira
y lo que mil bocas y mil voces
dotadas de inagotable elocuencia
no alcanzarían á expresar.
Por esto haré lo único
que a mi miseria le es permitido:
tu imagen sagrada
quedará indeleblemente grabada en mi alma
y siempre presente en mi memoria.
Después de pronunciada esta oración, se despidió tiernamente Lucio del gran sacerdote y se dirigió al hogar paterno: mas no permaneció allí sino muy pocos días, pues una inspiración de la diosa le hizo abandonar sus lares y embarcarse para Roma.
Una vez allí dirigió cada día devotas preces a la divinidad, a la cual invocaban los romanos con el nombre de diosa campestre a causa del sitio en el cual se elevaba su templo, en el cual se señaló muy pronto como el más celoso de sus visitadores.
Dice que el sol había recorrido el círculo del zodíaco y cumplido su revolución anual, cuando su divina protectora vino de nuevo a interpelarle en su sueño, hablándole de una nueva iniciación que debía recibir y de nuevas pruebas por las cuales debía pasar.
Quedó Lucio sumamente perplejo con esta revelación; pero habiendo consultado a los sacerdotes, vino en conocimiento de que la consagración que había recibido solo era concerniente a los misterios de la gran diosa y que aun le faltaba ser iluminado por la luz del poderoso padre de los dioses, pues aunque hubiese unidad de esencia y de culto entre estas dos potestades divinas, mediaba extraordinaria diferencia entre las dos respectivas formas de iniciación, y que por consiguiente debía consagrarse también al culto del gran dios, ya que tal era el significado de aquella revelación.
A la noche siguiente vio Lucio confirmada esta interpretación sacerdotal, viendo en sueños a un sacerdote vestido de lino que llevaba en las manos tirsos, hojas de hiedra y otras cosas que no le era licito revelar, el cual le intimó la orden de preparar un gran festín religioso.
Buscó Lucio entre los sacerdotes al que había soñado y lo encontró en efecto, oyendo de sus labios que la noche anterior, al coronar al gran Osiris había oído la voz profética de ese dios anunciándole la llegada de un hombre que debía ser admitido sin tardanza en la iniciación.
A la noche siguiente vio Lucio confirmada esta interpretación sacerdotal, viendo en sueños a un sacerdote vestido de lino que llevaba en las manos tirsos, hojas de hiedra y otras cosas que no le era licito revelar, el cual le intimó la orden de preparar un gran festín religioso.
Buscó Lucio entre los sacerdotes al que había soñado y lo encontró en efecto, oyendo de sus labios que la noche anterior, al coronar al gran Osiris había oído la voz profética de ese dios anunciándole la llegada de un hombre que debía ser admitido sin tardanza en la iniciación.
Para ello estuvo diez días enteros sin comer ningún alimento de sustancia animal; luego se le admitió en las nocturnas orgías del gran Serapis."
Por poco que se haya fijado la atención en este relato, se habrá observado que los filósofos romanos veían en Isis una personificación de la naturaleza y sus grandes fuerzas creadoras y conservadoras: así vemos que al dirigirse la misma diosa a Lucio le dice que también la designan con el nombre de Ceres; por otra parte se cree que sus misterios, que se propagaron a Grecia e Italia, en nada diferían de los de Cibeles.
Como hemos visto en el precedente relato, en Roma la llamaron Isis Campensis, por estar situado su templo en el campo de Marte. Su culto se introdujo en la capital en los últimos tiempos de la república, llegando a ser popularísimo en la época del imperio.
En la plegaria de despedida que Lucio dirige a Isis parece transparentarse como una reminiscencia monoteísta; pero en realidad no es más que la expresión de un naturalismo adornado con las galas de la poesía, esto es, de aquel sistema filosófico que confundiendo la creación con el Creador viene a constituir la base del credo materialista, cayendo en una inevitable petición de principio desde el momento que trata de explicar los hechos por los hechos.
Partiendo de este principio, no seria arbitrario suponer por inducción que en aquellos famosos Misterios no se revelaría en suma a los iniciados sino el sentido alegórico de aquellas divinidades a las cuales hablan adorado con tan ingenua confianza, hasta que los mismos sacerdotes habían hecho caer de sus ojos el velo de la fe para mostrarles que el cielo estaba desierto de númenes y el corazón del sabio desierto de esperanzas.
Sin embargo, no parece que fuese así...
Por poco que se haya fijado la atención en este relato, se habrá observado que los filósofos romanos veían en Isis una personificación de la naturaleza y sus grandes fuerzas creadoras y conservadoras: así vemos que al dirigirse la misma diosa a Lucio le dice que también la designan con el nombre de Ceres; por otra parte se cree que sus misterios, que se propagaron a Grecia e Italia, en nada diferían de los de Cibeles.
Como hemos visto en el precedente relato, en Roma la llamaron Isis Campensis, por estar situado su templo en el campo de Marte. Su culto se introdujo en la capital en los últimos tiempos de la república, llegando a ser popularísimo en la época del imperio.
En la plegaria de despedida que Lucio dirige a Isis parece transparentarse como una reminiscencia monoteísta; pero en realidad no es más que la expresión de un naturalismo adornado con las galas de la poesía, esto es, de aquel sistema filosófico que confundiendo la creación con el Creador viene a constituir la base del credo materialista, cayendo en una inevitable petición de principio desde el momento que trata de explicar los hechos por los hechos.
Partiendo de este principio, no seria arbitrario suponer por inducción que en aquellos famosos Misterios no se revelaría en suma a los iniciados sino el sentido alegórico de aquellas divinidades a las cuales hablan adorado con tan ingenua confianza, hasta que los mismos sacerdotes habían hecho caer de sus ojos el velo de la fe para mostrarles que el cielo estaba desierto de númenes y el corazón del sabio desierto de esperanzas.
Sin embargo, no parece que fuese así...
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