viernes, 27 de julio de 2018

SIMBOLISMO DEL LABERINTO

 
El laberinto, como bien lo ha visto Jacksor Knight, tiene una doble razón de ser, en cuanto permite o veda, según los casos, el acceso a determinado lugar donde no todos pueden penetrar indistintamente; solo los que están "cualificados” podrán recorrerlo hasta el fin, mientras que los otros se verán impedidos de penetrar o extraviarán el camino.
 
Se ve inmediatamente que hay aquí la idea de una “selección”, en relación evidente con la admisión a la iniciación misma: el recorrido del laberinto no es propiamente, pues, a este respecto, sino una representación de las pruebas iniciáticas; y es fácil comprender que, cuando servía efectivamente como medio de acceso a ciertos santuarios, podía ser dispuesto de tal manera que los ritos correspondientes se cumplieran en ese trayecto mismo.


 
Por otra parte, se encuentra también la idea de “viaje”, en el aspecto en que esa idea se asimila a las pruebas mismas, como puede verificárselo aún hoy en ciertas formas iniciáticas, la masonería por ejemplo, donde cada una de las pruebas simbólicas se designa, precisamente, como un “viaje”.
 
Otro simbolismo equivalente es el de la “peregrinación” y recordaremos a este respecto los laberintos que se trazaban otrora en las lajas del piso de ciertas iglesias, cuyo recorrido se consideraba como un "sustituto" del peregrinaje a Tierra Santa; por lo demás, si el punto en el que termina ese recorrido representa un lugar reservado a los "elegidos”, ese lugar es real y verdaderamente una “Tierra Santa” en el sentido iniciático de la expresión: en otros términos, ese punto no es sino la imagen de un centro espiritual, como todo lugar de iniciación lo es igualmente.

Va de suyo, por otra parte, que el empleo del laberinto como medio de protección o defensa admite aplicaciones diversas, fuera del dominio iniciático; así, el autor señala particularmente su empleo "táctico” a la entrada de ciertas ciudades antiguas y otros lugares fortificados. Solo que es un error creer que en este caso se trate de un uso puramente profano, el cual incluso hubiera sido cronológicamente el primero, para sugerir luego la idea de una utilización ritual; hay en esta idea, propiamente, una inversión de las relaciones normales, conforme, por otra parte, a las concepciones modernas pero solo a ellas, y que por lo tanto es enteramente ilegítimo atribuir a las civilizaciones antiguas. De hecho, en toda civilización de carácter estrictamente tradicional, todas las cosas comienzan necesariamente por el principio o por lo que es más próximo a él, para descender luego a aplicaciones cada vez más contingentes; y, además, inclusive estas últimas no se encaran jamás desde un punto de vista profano, que no es, según lo hemos explicado a menudo, sino el resultado de una degradación por la cual se ha perdido la conciencia de la vinculación de esas aplicaciones con el principio.
 
En el caso de que se trata, podría fácilmente percibirse que hay algo distinto de lo que verían los “tácticos” modernos, por la simple observación de que ese modo de defensa, “laberíntico”, no se empleaba solamente contra los enemigos humanos sino también contra los influjos psíquicos hostiles, lo que indica a las claras que debía tener por sí mismo un valor ritual.


 
Pero hay más todavía: la fundación de las ciudades, la elección de su sitio y el plan según el cual se las construía se hallaban sometidos a reglas pertenecientes esencialmente a la “ciencia sagrada” y, por consiguiente, estaban lejos de responder solo a fines “utilitarios", por lo menos en el sentido exclusivamente material que se da actualmente a esa palabra; por completamente extrañas que sean estas cosas a la mentalidad de nuestros contemporáneos, es preciso sin embargo tomarlas en cuenta, sin lo cual quienes estudian los vestigios de las civilizaciones antiguas jamás podrán comprender el verdadero sentido y la razón de ser de lo que observan, aun en lo que corresponde simplemente a lo que se ha convenido en llamar hoy el dominio de la "vida cotidiana”, pero que entonces tenía también, era realidad, un carácter propiamente ritual y tradicional.

En cuanto al origen del nombre del “laberinto”, es bastante oscuro y ha dado lugar a muchas discusiones; parece que, al contrario de lo que algunos han creído, no se relaciona directamente con el nombre de la lábrys o doble hacha cretense, sino que ambas derivan igualmente de una misma palabra muy antigua que designaba la piedra (raíz la-, de donde lâos en griego, lapis en latín), de suerte que, etimológicamente, el laberinto podría no ser en suma otra cosa que una construcción de piedra, perteneciente al género de las construcciones llamadas “ciclópeas”.
 
Empero, no es ésa sino la significación más exterior de la palabra, que, en sentido más profundo, se vincula al conjunto del simbolismo de la piedra, al cual hubimos de referirnos en diversas oportunidades, sea con motivo de los “betilos”, sea con motivo de las “piedras del rayo” (identificadas, precisamente, con el hacha de piedra o Lábrys), y que presenta aún muchos otros aspectos. Jackson Knight lo ha entrevisto por lo menos, pues alude a los hombres “nacidos de la piedra” (lo que, señalémoslo de paso, da la explicación de la palabra griega laós ('pueblo, gente'), de lo cual la leyenda de Decaulión ofrece el ejemplo más conocido: esto se refiere a cierto período un estudio más preciso del cual, si fuera posible, permitiría seguramente dar a la llamada “edad de piedra” un sentido muy otro del que le atribuyen los prehistoriadores.
 
Por otra parte, esto nos reconduce al tema de la caverna, la cual, en cuanto excavada en la roca, natural o artificialmente, está también muy próxima a ese simbolismo; pero debemos agregar que ésta no es razón para suponer que el mismo laberinto haya debido también forzosamente ser excavado en la roca: aunque haya podido serlo en ciertos casos, ello no es sino un elemento accidental, podría decirse, y no entra en su definición, pues, cualesquiera sean las relaciones entre el laberinto y la caverna, importa no confundirlos, sobre todo cuando se trata de la caverna iniciática, que aquí consideramos más en particular.

Laberinto y caverna iniciática

En efecto, es muy evidente que, si la caverna es el lugar en que se cumple la iniciación misma, el laberinto, lugar de las pruebas previas, no puede ser sino el camino que conduce a ella, a la vez que el obstáculo que veda el acercamiento a los profanos "no cualificados”.
 
Recordaremos, por otra parte, que en Cumas el laberinto estaba representado en las puertas, como si, de alguna manera, esa figuración sustituyera al propio laberinto; y podría decirse que Eneas, mientras se detiene a la entrada para contemplarla, recorre en efecto el laberinto, mental ya que no corporalmente.
 
Por otra parte, no parece que ese modo de acceso haya sido siempre exclusivamente reservado para santuarios establecidos en cavernas o asimilados simbólicamente a ellas, pues, como lo hemos explicado ya, no se trata de un rasgo común a todas las formas tradicionales; y la razón de ser del laberinto, tal como la hemos definido antes, puede convenir igualmente a los aledaños de todo lugar de iniciación, de todo santuario destinado a los “misterios” y no a los ritos públicos. Formulada esta reserva, hay sin embargo una razón para suponer que, en el origen por lo menos, el empleo del laberinto -haya de haber estado más particularmente vinculado con la caverna iniciática: pues uno y otra parecen haber pertenecido al comienzo a las mismas formas tradicionales, las de esa época de los “hombres de piedra” a que aludíamos poco ha; habrían comenzado, pues, por estar estrechamente unidos, aunque no lo hayan quedado invariablemente en todas las formas ulteriores.

Si consideramos el caso en que el laberinto está en conexión con la caverna, ésta, a la cual rodea con sus repliegues y en la cual finalmente desemboca, ocupa entonces, en el conjunto así constituido, el punto más interno y central, lo que corresponde perfectamente a la idea de un centro espiritual, y concuerda además con el equivalente simbolismo del corazón, sobre el cual nos proponemos volver.
 
Ha de hacerse notar aún que, cuando la misma caverna es a la vez el lugar de la muerte iniciática y el del “segundo nacimiento”, debe entonces ser considerada como acceso no solo a los dominios subterráneos o “infernales", sino también a los dominios supraterrestres; esto también responde a la noción del punto central, que es, era el orden “macrocósmico", al igual que en el “microcósmico”, aquel donde se efectúa la comunicación con todos los estados superiores e inferiores; y solamente así la caverna puede ser, según lo hemos dicho, la imagen completa del mundo, en cuanto todos esos estados deben reflejarse igualmente en ella; de no ser así, la asimilación de su bóveda al cielo sería absolutamente incomprensible.
 
Pero, por otra parte, si el “descenso a los Infiernos” se cumple en la caverna misma, entre la muerte iniciática y el “segundo nacimiento”, se ve que no puede considerarse a ese descenso como representado por el recorrido del laberinto, y entonces cabe aún preguntarse a qué corresponde en realidad este último: son las “tinieblas exteriores”, a las cuales hemos aludido ya, y a las que se aplica perfectamente el estado de “errancia”, si es lícito usar este término, del cual tal recorrido es la exacta expresión.
 
Este asunto de las “tinieblas exteriores” podría dar lugar a otras precisiones, pero nos harían traspasar los límites del presente estudio; creemos, por lo demás, haber dicho bastante para mostrar, por una parte, el interés que presentan investigaciones como las expuestas en el libro de Jackson Knight, pero también, por otra, la necesidad, para dar precisión a los resultados y captar su verdadero alcance, de un conocimiento propiamente “técnico” de aquello de que se trata, conocimiento sin el cual no se llegará nunca sino a reconstrucciones hipotéticas e incompletas, que, aun en la medida en que no estén falseadas por alguna idea preconcebida, permanecerán tan “muertas” como los vestigios mismos que hayan sido su punto de partida.


(*) Fuente: Cap. XXIX de Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, Eudeba-Colihue, Buenos Aires, 1988 (primera edición 1937).

EL LENGUAJE SIMBÓLICO


 
En un Instructivo del Aprendiz de nuestra Liturgia se nos pregunta:

"Pues, ¿no es la beneficencia mutua nuestro objeto?"

Y debemos responder:

"Seríamos ridículos si sólo para eso nos rodeáramos de símbolos y misterios".

Y se nos pregunta luego:

"¿Cuál es entonces nuestro secreto?"

Y debemos decir:

"Es inviolable por su naturaleza y se conserva hoy tan puro como cuando se encontraba en los Templos de la India, la Samotracia, del Egipto y de la Grecia. El que no estudia cada uno de nuestros tres grados, no comprende bien sus símbolos y explica su oculto significado, podrá vanagloriarse con los títulos pomposos de Maestro, hacer señas más o menos extravagantes y pronunciar palabras judio-bárbaro-helénicas; pero no será nada ni sabrá nada que ignore cualquiera de mediana educación".

Es decir, en otras palabras, que ese Instructivo nos hace ver claramente, desde el inicio mismo, que una de nuestras principales obligaciones como masones, quizá la más importante, es la de dedicarnos al estudio, la comprensión y la explicación del oculto significado de los símbolos que nos rodean, heredados desde la más remota Antigüedad. Que nuestra Institución encierra un secreto oculto detrás de esos símbolos, secreto que debemos llegar a conocer mediante el aprendizaje del idioma sagrado: el lenguaje simbólico.

Si observamos cuidadosamente lo que nos rodea, nos daremos cuenta de que todo lo que se manifiesta en el Universo es simbólico. La posición de las estrellas, la jerarquía y movimiento de los planetas, el sol y la luna, el día y la noche; la tierra, sus estaciones, los elementos que la componen, las variadas formas y cualidades de las piedras, los minerales y las plantas, así como el comportamiento y las funciones de las aves, los peces y todos los animales que la habitan, son símbolos diseñados por el Gran Arquitecto. También los colores, los sabores, los sonidos y, por supuesto, el hombre, que creado a imagen y semejanza de la creación entera, y del Creador mismo, es símbolo del Universo, de la misma manera que el Universo entero puede ser visualizado como un hombre grande, símbolo a su vez de un ser invisible que en él se expresa.

Si, por otra parte, observamos las manifestaciones culturales, nos daremos cuenta de que todas ellas son también simbólicas: los números y las letras, son símbolos de energías que se encuentran detrás de ellos; el arte en todas sus manifestaciones, cuyos orígenes son sagrados, es siempre expresión simbólica de ideas sutiles inspiradas al artista por las musas; y también los idiomas, pues cada palabra o conjunto de palabras son símbolos de alguna idea que ellas expresan. Además, para el hombre antiguo, tanto la agricultura como la artesanía y hasta el comercio y la guerra, así como la construcción de ciudades, templos, habitaciones, carruajes y naves, incluyendo también cada uno de los utensilios que usa para la realización de los oficios; todos los juegos que practica y, en fin, todo lo creado por Dios y por el hombre, es símbolo viviente de una realidad que lo trasciende. También los antiguos sabían que las verdades más altas llegan a nosotros a través de los símbolos y que los hombres podemos utilizarlos como vehículos de conocimiento, que si conducimos adecuadamente nos llevarán precisamente a la comprensión de esas verdades. Todos estos órdenes de la existencia son armónicos, y se dice que esta armonía, a la que nuestro símbolos masónicos nos habrán de llevar, es asimismo un símbolo de la unidad divina de la cual todos estos órdenes provienen, y a la que toda la creación finalmente retorna.

El hombre, desde su origen mismo, ha vivido en función de los símbolos que lo rodean. Pero a partir de la entronización del racionalismo durante esta época que algunos autores tradicionales llaman del "oscurecimiento creciente", el hombre occidental pareció olvidarlos casi por completo, y se abocó de lleno al desarrollo, la especialización y la multiplicación de las ciencias empíricas y técnicas, llevado por una ilusión de progreso indefinido, cuyas últimas consecuencias han sido la tremenda crisis que vive el mundo moderno.

Aunque la ciencia empírica y la psicología no es la materia que nos compete, resulta sin embargo interesante observar que aun esta ciencia moderna ha establecido con asombro que el hombre actual, en el estado ordinario de conciencia, escasamente utiliza, cuando mucho, un diez por ciento de sus potencialidades mentales y emotivas; y lo que es aun más asombroso, recientes investigaciones psicológicas han logrado demostrar que la educación moderna que en general todos hemos recibido, utilizando únicamente métodos racionales, analíticos y discursivos, no sólo no despierta aquellas potencialidades dormidas sino que, por el contrario, atrofia ciertas partes de nuestro cerebro que son precisamente aquellas que se activan cuando el hombre se pone en contacto con energías superiores, cuando se conecta con las musas que inspiran al artista o cuando comprende el lenguaje de los símbolos. Esas investigaciones psicológicas han llegado hasta a demostrar "empíricamente" que ciertas funciones del cerebro que se encuentran activas en los niños, se van atrofiando a medida que el niño va creciendo rodeado de los prejuicios y condicionamientos que le impone la educación oficial que hoy se imparte; y que únicamente se conservan estas facultades despiertas, en alguna medida, en aquéllos que mantienen contacto con el arte y con el símbolo.

También los psicólogos se han ocupado de observar, pretendiendo descubrir algo nuevo, que los mitos, los sueños y las leyendas afectan de modo sensible al psiquismo humano y que ciertos símbolos se repiten de tal manera en las experiencias de sus 'pacientes', que este hecho sólo puede ser explicable si se considera que éstos se encuentran en lo que ellos llaman el inconsciente o subconsciente colectivo, y que otros autores llaman con más propiedad la 'memoria colectiva' de la especie humana.

Hoy día, a nadie cabe duda de que los símbolos ejercen en el hombre un gran poder transformador. Basta observar, por ejemplo, la influencia determinante que ejercen en el hombre moderno los medios publicitarios y la propaganda, que operan fundamentalmente a través de sistemas simbólicos, para darnos cuenta de que el ser humano posee una naturaleza tal que es sensible a los símbolos; que éstos pueden actuar sobre nosotros y afectar de modo determinante nuestra conducta.

Es por eso que hoy día están resucitando ideas antiguas, y el hombre pensante de estos tiempos, abrumado y desilusionado por la evidente decadencia de la sociedad moderna materialista, está volviendo los ojos al pasado haciendo renacer disciplinas y corrientes de pensamiento de la antigüedad, íntimamente asociadas a la simbología.

Para adentrarnos en el lenguaje simbólico, en primer lugar es necesario distinguir dos clases de símbolos, que corresponden de manera precisa a dos aspectos de la realidad y a dos maneras de encarar la vida: lo sagrado y lo profano.

Los símbolos sagrados, según nos dicen expresamente aquéllos que nos los han heredado, han sido revelados al hombre; su explicación oculta fue transmitida por tradición (de boca a oído) a través de los siglos, y se dice que sus orígenes "se pierden en la noche de los tiempos"; los símbolos profanos, como los utilizados por la propaganda comercial y política, han sido por el contrario inventados por el hombre moderno; antiguamente no se conocían y modernamente se han generado y reproducido, convirtiéndose en un instrumento más que contribuye al adormecimiento de las gentes. Aquellos son manifestaciones de ideas-fuerza que ellos mismos sintetizan y concretan imprimiéndose en el interior de la conciencia de los que se abren a ellos; éstos influyen más bien en el psiquismo y no en la conciencia, evocando ideas e intenciones de un orden inferior.

Los símbolos sagrados son exactos y su contenido se encuentra expresado de una manera precisa en las distintas formas que adquieren; los profanos en cambio no tienen ningún contenido claro ni preciso y muchas veces son engañosos, pues exteriormente manifiestan cosas que interiormente no contienen. Nosotros nos manejamos únicamente con los primeros, pero no podemos dejar de observar los segundos, pues debemos aprender a distinguirlos claramente y también porque estos últimos nos ayudarán a desentrañar los signos de los tiempos que nos ha tocado vivir.

Por otra parte, es necesario distinguir en los símbolos dos aspectos opuestos y complementarios que también corresponden a dos maneras de encarar la realidad: lo exotérico y lo esotérico. El primero se refiere a lo externo, a la forma que el símbolo toma para expresarse sensiblemente; a su manifestación visible. El aspecto esotérico indica más bien lo interno; el contenido oculto en el símbolo mismo; la idea-fuerza o la energía inmanifestada e invisible que detrás del símbolo se encuentra. En el símbolo sagrado, el aspecto exotérico no es de ninguna manera arbitrario ni casual, por el contrario, obedece a ciertas leyes exactas y precisas, y es por esto que decimos que ambos aspectos se complementan: porque la manifestación externa del símbolo es la que trae al orden sensible aquello que pertenece a un orden superior a lo cual podremos llegar si logramos atravesar o traspasar el mero aspecto formal. Lo esotérico, pues, es anterior y por lo tanto jerárquicamente más alto que lo exotérico, y es a ello a lo que el lenguaje simbólico, bien entendido, nos debe conducir; pero el aspecto externo es también necesario para que el símbolo se exprese a nuestro orden sensible, velando su contenido a quienes no tienen ojos para ver lo interno de las cosas, pero más bien desvelándolo o revelándolo a los que sí están capacitados para ver.

De esta manera, lo exotérico puede variar, como de hecho varía, al expresarse en los diferentes órdenes de la existencia o en las distintas culturas; pero lo esotérico se mantiene invariable, de la misma forma en que una idea puede ser expresada en varios idiomas sin que su contenido se altere.

Si observamos los símbolos exclusivamente desde el punto de vista exotérico, encontraremos variadísimas formas de expresión simbólica en las distintas manifestaciones del universo y en los diversos pueblos; podremos, como lo hace la ciencia moderna, 'archivarlos' y exponerlos en museos y enciclopedias y hasta llegar a ser 'eruditos' conocedores de los mismos, pero no podremos llegar a su verdadero conocimiento y comprensión. Si, por el contrario, los abordamos desde el punto de vista esotérico, más bien nos daremos cuenta de la identidad de todas las culturas verdaderas; podremos observar cómo símbolos y sistemas simbólicos en apariencia muy diferentes pueden ser sin embargo idénticos en su contenido; y cómo la síntesis que se obtiene mediante las adecuadas relaciones entre los distintos órdenes de la existencia y entre los variados sistemas simbólicos de todos los pueblos, es lo que nos conduce a una verdadera comprensión y conocimiento de las energías secretas que detrás de los símbolos se ocultan.

Sin embargo, es necesario hacer la observación de que lo esotérico nada tiene que ver con el mal llamado 'ocultismo', ni mucho menos con las prácticas relacionadas con la hechicería y la superstición, como algunos modernos podrían estar tentados a creer, sino que por el contrario nos conduce más bien a lo más profundo de los misterios de la creación, ocultos en el interior de nuestra propia conciencia.

Debemos saber, de todas maneras, que modernamente han proliferado en el mundo corrientes de pensamiento que se hacen llamar esotéricas, provenientes de escuelas pseudo-iniciáticas, creadoras de falsos maestros y falsos profetas que no son otra cosa que simples profanadores de nuestros símbolos. Muchas veces con fines meramente comerciales, otras con el objeto de adquirir determinados "poderes" y algunas hasta con 'buena intención', han hecho aparecer cantidad de enseñanzas, literatura y hasta corrientes políticas que utilizan nuestros símbolos con otros fines, contribuyendo más bien a aumentar la confusión ya reinante. Con frecuencia es fácil distinguirlos, cuando son obras de meros charlatanes o fanáticos; pero debemos de cuidarnos en particular de aquellas falsificaciones que adquieren características de seriedad y hasta de cierta profundidad, muchas de las cuales ya han logrado incluso entrar en algunas de las logias.

Nuestra institución hace derivar sus orígenes de los centros iniciáticos de la antigüedad a través de los cuales se transmitió el lenguaje simbólico hasta nuestros días. A la masonería le ha correspondido durante los últimos siglos, la delicadísima función de ser, en Occidente, el guardián de estos símbolos y transmitir su profundo significado. Nuestra obligación, pues, es la de resguardar los símbolos y rescatar su sentido originario y primitivo, no con el objeto de aumentar simplemente nuestra erudición, sino más bien para aplicar este conocimiento a la vida.

El lenguaje simbólico tiene el poder de actuar en la vida cotidiana, y se dice que quienes se acercan a él de la manera adecuada podrán observar dentro de sí mismos la profunda acción transformadora ejercida por la energía que se encuentra detrás de nuestros símbolos tradicionales.

Nota
Este trabajo fue publicado en Símbolo, Rito, Iniciación. La Cosmogonía Masónica, de Siete Maestros Masones. Ed. Obelisco, Barcelona 1992.
 
 
 


A CERCA DEL SANTO GRIAL


Arthur Edward Waite ha publicado una obra sobre las leyendas del Santo Graal, imponente por sus dimensiones y por la suma de investigaciones que representa, en la cual todos quienes se interesan en esa cuestión podrán encontrar una exposición muy completa y metódica del contenido de los múltiples textos a ella referidos, así como diversas teorías que se han propuesto para explicar el origen y la significación de esas complejísimas leyendas, a veces incluso contradictorias en algunos de sus elementos.
 
Debe agregarse que A. E. Waite no se ha propuesto realizar únicamente obra de erudición, y conviene elogiarle igualmente por eso, pues compartimos enteramente su opinión sobre el escaso valor de todo trabajo que no sobrepase ese punto de vista, cuyo interés no puede ser, en suma, sino “documental”; él ha intentado desentrañar el sentido real e “interior” del simbolismo del Graal y de la queste o “búsqueda”.


Desgraciadamente, debemos decir que este aspecto de su obra nos parece el menos satisfactorio; las conclusiones a que llega son, inclusive, más bien decepcionantes, sobre todo si se piensa en la gran labor realizada para alcanzarlas; y sobre esto quisiéramos formular algunas observaciones, que se referirán por lo demás, como es natural, a cuestiones que ya hemos tratado en otras oportunidades. No es, creemos, agraviar al señor Waite si decimos que su obra es un tanto one-sighted; ¿deberemos traducirlo a nuestra lengua por “parcial”?
 
Quizá ello no sería rigurosamente exacto y, en todo caso, no queremos decir que lo sea de modo deliberado; más bien, habría algo de ese defecto tan frecuente en aquellos que, habiéndose “especializado” en determinado orden de estudios, se ven llevados a reducir todo a ellos, o a desdeñar lo que no se deja reducir así.
 
Que la leyenda del Graal sea cristiana no es ciertamente discutible, y el señor Waite tiene razón al afirmarlo; pero, ¿ello impide necesariamente que sea también otra cosa al mismo tiempo?
 
Quienes tienen conciencia de la unidad fundamental de todas las tradiciones no verán en esa ninguna incompatibilidad; pero el señor Waite, por su parte, no quiere ver, en cierto modo, sino lo que es específicamente cristiano, encerrándose así en una forma tradicional particular, y las relaciones que, precisamente por su lado “interior”, guarda con las otras parecen entonces escapársele. No que niegue la existencia de elementos de otro origen, probablemente anteriores al cristianismo, pues sería ir contra la evidencia; pero no les concede sino muy escasa importancia, y parece considerarlos como “accidentales”, como si hubiesen venido a agregarse a la leyenda “desde fuera”, y simplemente a causa del medio en que ha sido elaborada. Así, tales elementos son considerados por él como pertenecientes a lo que se ha convenido en llamar el “folklore”, no siempre por desdén, como la palabra inglesa podría hacerlo suponer, sino más bien para satisfacer a una especie de “moda” de nuestra época, y no dándose cuenta siempre de las intenciones implicadas en ello; y quizá no sea inútil insistir algo sobre este punto.

La concepción misma del “folklore”, tal como se le entiende habitualmente, reposa sobre una idea radicalmente falsa, la idea de que haya “creaciones populares”, productos espontáneos de la masa del pueblo; y se ve en seguida la relación estrecha de esa manera de ver con los prejuicios “democráticos”. Como se lo ha dicho con mucha justeza, “el interés profundo de todas las tradiciones llamadas populares reside sobre todo en el hecho de que no son populares por origen”; y agregaremos que, si se trata, como casi siempre es el caso, de elementos tradicionales en el verdadero sentido de esta palabra, por deformados, disminuidos o fragmentarios que a veces puedan estar, y de cosas que tienen valor simbólico real, todo ello, muy lejos de ser de origen popular, no es ni siquiera de origen humano. Lo que puede ser popular es únicamente el hecho de la “supervivencia” cuando esos elementos pertenecen a formas tradicionales desaparecidas; y, en este respecto, el término de “folklore” adquiere un sentido bastante próximo al de “paganismo”, no tomando en cuenta sino la etimología de este último término, y eliminando la intención “polémica” e injuriosa. El pueblo conserva así, sin comprenderlos, los residuos de tradiciones antiguas, que se remontan a veces, inclusive, a un pasado tan remoto que sería imposible de determinar y que es costumbre contentarse con referir, por tal razón, al dominio oscuro de la “prehistoria”; cumple con ello la función de una especie de memoria colectiva más o menos “subconsciente”, cuyo contenido ha venido, manifiestamente, de otra parte.
 
Lo que puede parecer más sorprendente es que, cuando se va al fondo de las cosas, se verifica que lo así conservado contiene sobre todo, en forma más o menos velada, una suma considerable de datos de orden esotérico, es decir, precisamente lo que hay de menos popular por esencia; y este hecho sugiere de por sí una explicación que nos limitaremos a indicar en pocas palabras.
 
Cuando una forma tradicional está a punto de extinguirse, sus últimos representantes pueden muy bien confiar voluntariamente a esa memoria colectiva de que acabamos de hablar lo que de otro modo se perdería sin remedio; es, en suma, el único recurso para salvar lo que puede salvarse en cierta medida; y, al mismo tiempo, la incomprensión natural de la masa es garantía suficiente de que lo que poseía un carácter esotérico no será así despojado de este carácter, sino que permanecerá solamente como una especie de testimonio del pasado para aquellos que, en otros tiempos, sean capaces de comprenderlo.

Dicho esto, no vemos por qué se atribuiría al “folklore”, sin más examen, todo lo que pertenece a tradiciones otras que el cristianismo, haciendo de éste la única excepción; tal parece ser la intención del señor Waite, cuando acepta esa denominación para los elementos “precristianos”, y particularmente célticos, que se encuentran en las” leyendas del Graal. No hay, a este respecto, formas tradicionales privilegiadas; la única distinción que ha de hacerse es la de formas desaparecidas y formas actualmente vivas; y, por consiguiente, todo el problema se reduciría a saber si la tradición céltica había realmente cesado de vivir cuando se constituyeron las leyendas de que se trata. Esto es, por lo menos, discutible: por una parte, esa tradición pudo haberse mantenido mucho más tiempo de lo que ordinariamente se cree, con una organización más o menos oculta; y, por otra, esas leyendas mismas pueden ser más antiguas de lo que lo piensan los “críticos”, no porque haya habido forzosamente textos hoy perdidos, en los que no creemos más que el señor Waite, sino porque pueden haber sido primeramente objeto de una tradición oral que puede haber durado varios siglos, lo que está lejos de ser un hecho excepcional.
 
Por nuestra parte, vemos en ello la señal de una “junción” entre dos formas tradicionales, una antigua y otra entonces nueva: la tradición céltica y la tradición cristiana, junción por la cual lo que debía ser conservado de la primera fue en cierto modo incorporado a la segunda, modificándose sin duda hasta cierto punto en cuanto a la forma exterior, por adaptación y asimilación, pero no transponiéndose a otro plano, como lo pretende el señor Waite, pues hay equivalencias entre todas las tradiciones regulares; hay, pues, muy otra cosa que una simple cuestión de “fuentes”, en el sentido en que lo entienden los eruditos. Sería quizá difícil precisar exactamente el lugar y la fecha en que se ha operado esa junción, pero ello no tiene sino un interés secundario y casi exclusivamente histórico; es, por lo demás, fácil de comprender que esas cosas son las que no dejan huellas en “documentos” escritos.
 
Quizá la “Iglesia céltica” o “culdea” merece, a este respecto, más atención de la que el señor Waite parece dispuesto a concederle; su denominación misma podría darlo a entender así; no hay nada de inverosímil en que haya tras ella algo de otro orden, no ya religioso, sino iniciático, pues, como todo lo que se refiere a los vínculos existentes entre las diversas tradiciones, aquello de que aquí se trata se refiere necesariamente al dominio iniciático o esotérico.
 
El exoterismo, sea religioso o no, no va jamás más allá de los límites de la forma tradicional a la cual pertenece propiamente; lo que sobrepasa estos límites no puede pertenecer a una “Iglesia” como tal, sino que ésta puede servirle solamente de “soporte” exterior; y ésta es una observación sobre la que tendremos oportunidad de volver más adelante.

Otra observación, que concierne más en particular al simbolismo, se impone también; hay símbolos que son comunes a las formas tradicionales más diversas y alejadas, no a consecuencia de “préstamos” que en muchos casos serían totalmente imposibles, sino porque pertenecen en realidad a la tradición primordial, de la cual todas esas formas proceden directa o indirectamente.
 
Tal es precisamente el caso del vaso o de la copa; ¿por que lo que a estos objetos se refiere no sería sino “folklore” cuando se refiere a tradiciones “precristianas”, mientras que en solo el cristianismo sería un símbolo esencialmente “eucarístico”?

Lo que ha de rechazarse aquí no son las asimilaciones, propuestas por Burnouf u otros, sino las interpretaciones “naturalistas” que ellos han querido extender al cristianismo como a todo el resto y que, en realidad, no son válidas en parte alguna. Sería preciso, pues, hacer aquí exactamente lo contrario de lo que el señor Waite, quien, deteniéndose en explicaciones exteriores y superficiales, confiadamente aceptadas en cuanto no se trata del cristianismo, ve sentidos radicalmente diferentes y sin mutua relación allí donde no hay sino aspectos más o menos múltiples de un mismo símbolo o de sus diversas aplicaciones; sin duda, otra cosa hubiese sido de no haberse visto impedido por su idea preconcebida de una especie de heterogeneidad entre el cristianismo y las demás tradiciones.
 
Del mismo modo, el señor Waite rechaza acertadamente, en lo que concierne a la leyenda del Graal, las teorías que apelan a pretendidos “dioses de la vegetación” pero es lamentable que sea mucho menos neto con respecto a los misterios antiguos, que tampoco tuvieran jamás nada de común con ese “naturalismo” de invención absolutamente moderna; los “dioses de la vegetación” y otras historias del mismo género no han existido jamás sino en la imaginación de Frazer y sus análogos, cuyas intenciones antitradicionales, por lo demás, no son dudosas.

En verdad, bien parece también que el señor Waite esté más o menos influido por cierto “evolucionismo”; esta tendencia se trasluce especialmente cuando declara que lo importante es mucho menos el origen de la leyenda que el último estado a que llegó ulteriormente; y parece creer que hubo de haber, del uno al otro, una especie de perfeccionamiento progresivo. En realidad, si se trata de algo que tiene carácter verdaderamente tradicional, todo debe, al contrario, estar dado desde el comienzo, y los desarrollos ulteriores no hacen sino tornarlo más explícito, sin agregado de elementos nuevos y tomados del exterior.

El señor Waite parece admitir una suerte de “espiritualización” por la cual un sentido superior hubiese podido venir a injertarse en algo que no lo contenía originariamente; de hecho, lo que ocurre por lo general es más bien lo inverso; y aquello recuerda un poco demasiado las concepciones profanas de los “historiadores de las religiones”. Encontramos, acerca de la alquimia, un ejemplo muy llamativo de esta especie de trastrueque: el señor Waite piensa que la alquimia material ha precedido a la espiritual, y que ésta no ha aparecido sino con Kuhnrath y Jacob Boehme; si conociera ciertos tratados árabes muy anteriores a éstos, se vería obligado, aun ateniéndose a los documentos escritos, a modificar tal opinión; y además, puesto que reconoce que el lenguaje empleado es el mismo en ambos casos, podríamos preguntarle cómo puede estar seguro de que en tal o cual texto no se trata sino de operaciones materiales.
 
La verdad es que no siempre los autores han experimentado la necesidad de declarar expresamente que se trataba de otra cosa, la cual, al contrario, debía inclusive ser velada por el simbolismo utilizado; y, si ha ocurrido posteriormente que algunos lo hayan declarado, fue sobre todo frente a degeneraciones debidas a que había ya gentes quienes, ignorantes del valor de los símbolos, tomaban todo a la letra y en un sentido exclusivamente material: eran los “sopladores”, precursores de la química moderna.
 
Pensar que puede darse un sentido nuevo a un símbolo que ya no lo poseyera de por sí es casi negar el simbolismo, pues equivale a hacer de él algo artificial, si no enteramente arbitrario, y, en todo caso, puramente humano; y, en este orden de ideas, el señor Waite llega a decir que cada uno encuentra en un símbolo lo que él mismo pone, de modo que su significación cambiaría con la mentalidad de cada época; reconocemos aquí las teorías “psicológicas” caras a buen número de nuestros contemporáneos; ¿y no teníamos razón al hablar de “evolucionismo”?

A menudo lo hemos dicho, y nunca lo repetiremos demasiado: todo verdadero símbolo porta en sí sus múltiples sentidos, y eso desde el origen, pues no está constituido como tal en virtud de una convención humana, sino en virtud de la “ley de correspondencia” que vincula todos los mundos entre sí; bien que, mientras que algunos ven esos sentidos y otros no los vean o los vean solo en parte, eso no quita que estén realmente contenidos en él, y el “horizonte intelectual” de cada uno es lo que establece toda la diferencia: el simbolismo es una ciencia exacta, y no una ensoñación donde las fantasías individuales puedan darse libre curso.

No creemos, pues, acerca de este orden, en “invenciones de los poetas”, a las cuales el señor Waite parece dispuesto a conceder gran intervención; tales invenciones, lejos de recaer en lo esencial, no hacen sino disimularlo, deliberadamente o no, envolviéndolo en las apariencias engañosas de una “ficción” cualquiera; y a veces éstas lo disimulan demasiado bien, pues, cuando se tornan demasiado invasoras, acaba por resultar casi imposible descubrir el sentido profundo y original; ¿no fue así cómo, entre los griegos, el simbolismo degeneró en “mitología”?
 
Este peligro es de temer sobre todo cuando el poeta mismo no tiene conciencia del valor real de los símbolos, pues es evidente que puede darse este caso; el apólogo del “asno portador de reliquias” se aplica aquí como en muchas otras cosas; y el poeta, entonces, desempeñará, en suma, un papel análogo al del pueblo profano que conserva y transmite sin saberlo datos iniciáticos, según decíamos más arriba. La cuestión se plantea muy particularmente aquí: los autores de las novelas del Graal ¿estuvieron en este último caso, o, al contrario, eran conscientes, en mayor o menor grado, del sentido profundo de lo que expresaban?
 
Por cierto, no es fácil responder con certeza, pues, también aquí, las apariencias pueden engañar: frente a una mezcla de elementos insignificantes e incoherentes, uno está tentado de pensar que el autor no sabía de qué hablaba; empero, no es forzosamente así, pues ha ocurrido a menudo que las oscuridades y aun las contradicciones sean enteramente deliberadas y que los detalles inútiles tengan expresamente por finalidad extraviar la atención de los profanos, de la misma manera que un símbolo puede estar intencionalmente disimulado en un motivo más o menos complicado de ornamentación; en la Edad Media sobre todo, los ejemplos de este género abundan, aunque más no fuera en Dante y los “Fieles de Amor”.
 
El hecho de que el sentido superior se hace menos transparente en Chrestien de Troyes, por ejemplo, que en Robert de Borron, no prueba, pues, necesariamente que el primero haya sido menos consciente del sentido simbólico que el segundo; aún menos debería concluirse que ese sentido esté ausente de sus escritos, lo cual representaría un error comparable al que consiste en atribuir a los antiguos alquimistas preocupaciones de orden únicamente material por la sola razón de que no hayan juzgado propio escribir literalmente que su ciencia era en realidad de naturaleza espiritual.
 
Además, el asunto de la “iniciación” de los autores de esas novelas quizá tenga menos importancia de lo que podría creerse a primera vista, pues de todas maneras eso no hace cambiar nada a las apariencias bajo las cuales se presenta el tema; desde que se trata de una “exteriorización” de datos esotéricos, pero no en modo alguno de una “vulgarización”, es fácil de comprender que deba ser así. Iremos más lejos: inclusive un profano puede, para tal “exteriorización”, haber servido de “portavoz” a una organización iniciática, que lo haya escogido a tal efecto simplemente por sus cualidades de poeta o escritor, o por cualquier otra razón contingente.
 
Dante escribía con perfecto conocimiento de causa; Chrestien de Troyes, Robert de Boron y muchos otros fueron probablemente mucho menos conscientes de lo que expresaban, y quizá, incluso, algunos de ellos no lo fueron en absoluto; pero poco importa en el fondo, pues, si había tras ellos una organización iniciática, cualquiera que ésta fuera, el peligro de una deformación debida a la incomprensión de ellos quedaba por eso mismo descartado, ya que tal organización podía dirigirlos constantemente sin que ellos lo supieran, sea por medio de algunos de sus miembros que les proveían de los elementos que elaborar, sea por sugerencias o influjos de otro género, más sutiles y menos “tangibles” pero no por eso menos reales ni eficaces.
 
Se comprenderá sin dificultad que esto nada tiene que ver con la llamada “inspiración” poética tal como la entienden los modernos, y que no es sino pura y simple imaginación, ni con la “literatura” en el sentido profano del término, y agregaremos en seguida que no se trata tampoco de “misticismo”; pero este último punto toca directamente a otras cuestiones, que debemos encarar ahora de modo más especial.

No nos parece dudoso que los orígenes de la leyenda del Graal deban remitirse a la transmisión de elementos tradicionales, de orden iniciático, del druidismo al cristianismo; habiendo sido esta transmisión operada con regularidad, y cualesquiera hayan sido por lo demás sus modalidades, esos elementos formaron desde entonces parte integrante del esoterismo cristiano; estamos muy de acuerdo con el señor Waite sobre este segundo punto, pero debemos decir que el primero parece habérsele escapado.
 
La existencia del esoterismo cristiano en el Medioevo es cosa absolutamente segura; abundan las pruebas de toda clase, y las negaciones debidas a la incomprensión moderna, ya provengan, por otra parte, de partidarios, ya de adversarios del cristianismo, no pueden nada contra ese hecho; hemos tenido bastante a menudo oportunidad de referirnos a esta cuestión para que sea innecesario insistir aquí. Pero, entre aquellos mismos que admiten la existencia del esoterismo cristiano, hay muchos que se forman de él una idea más menos inexacta, y tal nos parece también el caso del señor Waite, a juzgar por sus conclusiones; en ellas hay también confusiones y desinteligencias que importa disipar.

En primer lugar, nótese bien que decimos “esoterismo cristiano” y no “cristianismo esotérico”; no se trata de modo alguno, en efecto, de una forma especial de cristianismo, sino del lado “interior” de la tradición cristiana; y es fácil comprender que hay en ello más que un simple matiz. Además, cuando cabe distinguir así en una forma tradicional dos faces, una exotérica y otra esotérica, debe tenerse bien presente que no se refieren ambas al mismo dominio, de manera que no puede existir entre ellas conflicto ni oposición de ninguna clase; en particular, cuando el exoterismo reviste el carácter específicamente religioso, como es el caso aquí, el esoterismo correspondiente, aunque tomando en aquél su base y soporte, no tiene en sí mismo nada que ver con el dominio religioso, y se sitúa en un orden enteramente diverso. Resulta de ello, inmediatamente, que este esoterismo no puede en caso alguno estar representado por “Iglesias” o por “sectas” cualesquiera, que, por definición misma, son siempre religiosas y por ende exotéricas; éste es también un punto que hemos tratado ya en otras circunstancias, y que por lo tanto nos basta recordar someramente.
 
Algunas “sectas” han podido surgir de una confusión entre ambos dominios y de una “exteriorización” errónea de datos esotéricos mal comprendidos y aplicados; pero las organizaciones iniciáticas verdaderas, manteniéndose estrictamente en su terreno propio, permanecen forzosamente ajenas a tales desviaciones, y su “regularidad” misma las obliga a no reconocer sino lo que presenta carácter de ortodoxia, inclusive en el orden exotérico. Es, pues, seguro que quienes quieren referir a “sectas” lo que concierne al esoterismo o la iniciación yerran el camino y no pueden sino extraviarse; no hay necesidad alguna de mayor examen para descartar toda hipótesis de esa especie; y, si se encuentran en algunas “sectas” elementos que parecen ser de naturaleza esotérica, ha de concluirse, no que tengan en ella su origen, sino muy al contrario, que han sido desviados de su verdadera significación.

Siendo así, ciertas dificultades aparentes quedan inmediatamente resueltas, o, por mejor decir, se advierte que son inexistentes: así, no cabe preguntarse cuál puede ser la situación, con respecto a la ortodoxia cristiana entendida en sentido ordinario de una línea de transmisión fuera de la “sucesión apostólica” como aquella de que se habla en ciertas versiones de la leyenda del Graal; si se trata de una jerarquía iniciática, la jerarquía religiosa no podría en modo alguno ser afectada por su existencia, de la cual, por lo demás, no tiene por qué tener conocimiento “oficialmente”, si así puede decirse, ya que ella misma no ejerce jurisdicción legítima sino en el dominio exotérico.
 
Análogamente, cuando se trata de una fórmula secreta en relación con ciertos ritos, hay, digámoslo francamente, una singular ingenuidad en quienes se preguntan si la pérdida o la omisión de esa fórmula no arriesga impedir que la celebración de la misa pueda ser considerada válida: la misa, tal cual es, es un rito religioso, y aquello es un rito iniciático: cada uno vale en su orden, y, aun si ambos tienen en común un carácter “eucarístico”, ello en nada altera esa distinción esencial, así como el hecho de que un mismo símbolo pueda ser interpretado a la vez desde ambos puntos de vista, exotérico y esotérico, no impide a ambos ser enteramente distintos y pertenecientes a dominios totalmente diversos; cualesquiera que puedan ser a veces las semejanzas exteriores, que por lo demás se explican en virtud de ciertas correspondencias, el alcance y el objetivo de los ritos iniciáticos son enteramente diferentes de los de los ritos religiosos. Con mayor razón, no cabe indagar si la fórmula misteriosa de que se trata podría identificarse con una fórmula en uso en tal o cual Iglesia dotada de un ritual más o menos especial; en primer lugar, en tanto que se trate de Iglesias ortodoxas, las variantes de ritual son por completo secundarias y no pueden en modo alguno recaer sobre nada esencial; además, esos diversos rituales jamás pueden ser sino religiosos, y, como tales, son perfectamente equivalentes, sin que la consideración de uno u otro nos acerque más al punto de vista iniciático. ¡Cuántas investigaciones y discusiones inútiles se ahorrarían si se estuviera, antes que nada, bien informado sobre los principios!

Ahora bien; que los escritos concernientes a la leyenda del Graal sean emanados, directa o indirectamente, de una organización iniciática, no quiere decir que constituyan un ritual de iniciación, como algunos, con bastante extravagancia, lo han supuesto; y es curioso que nunca se haya emitido semejante hipótesis —por lo menos hasta donde sabemos— acerca de obras que empero describen más manifiestamente un proceso iniciático, como la Divina Comedia o el Roman de la Rose; es bien evidente que no todos los escritos que presentan carácter esotérico son por eso rituales. El señor Waite, que rechaza con justa razón este supuesto, destaca las inverosimilitudes que implica: tal es, en especial, el hecho de que el pretendido recipiendario hubiere de formular una pregunta, en vez de tener que responder a las preguntas del iniciador, como es el caso generalmente; y podríamos agregar que las divergencias existentes entre las diferentes versiones son incompatibles con el carácter de un ritual, que tiene necesariamente una forma fija y bien definida; pero, ¿en qué obsta todo ello a que la leyenda se vincule, en algún otro carácter, a lo que el señor Waite denomina Instituted Mysteries, y que nosotros llamamos más sencillamente las organizaciones iniciáticas?
 
Ocurre que el autor se forma de éstas una idea demasiado estrecha, e inexacta en más de un sentido: por una parte, parece concebirlas como algo exclusivamente “ceremonial”, lo que, señalémoslo de paso, es un modo de ver muy típicamente anglosajón; por otra parte, según un error muy difundido y sobre el cual hemos insistido ya harto a menudo, se las representa aproximadamente como “sociedades”, mientras que, si bien algunas de ellas han llegado a cobrar tal forma, ello no es sino efecto de una especie de degradación por entero moderna. El autor ha conocido sin duda, por experiencia directa, un buen número de esas asociaciones seudoiniciáticas que pululan en Occidente en nuestros días, y, si bien parece haber quedado más bien decepcionado, no ha dejado tampoco, en cierto modo, de ser influido por lo que ha visto en ellas. Queremos decir que, por no haber percibido netamente la diferencia entre iniciación auténtica y seudoiniciación, atribuye erróneamente a las verdaderas organizaciones iniciáticas caracteres comparables a los de las falsificaciones con las cuales ha entrado en contacto; y este error entraña todavía otras consecuencias, que afectan directamente, como vamos a verlo, a las conclusiones positivas de su estudio.

Es evidente, en efecto, que todo cuanto es de orden iniciático no podría de ninguna manera entrar en un marco tan estrecho como lo sería el de “sociedades” constituidas al modo moderno; pero, precisamente, allí donde el señor Waite no encuentra ya nada que se asemeje de cerca o de lejos a sus “sociedades”, se pierde y llega a admitir la suposición fantástica de una iniciación capaz de existir fuera de toda organización y de toda transmisión regular; nada mejor podemos hacer aquí que remitir a nuestros estudios anteriores sobre este asunto.
 
Pues, fuera de dichas “sociedades” no ve al parecer otra posibilidad que la de una cosa vaga e indefinida a la cual denomina “Iglesia secreta” o “Iglesia interior”, según expresiones tomadas de místicos como Eckharts-hausen y Lopukin, en las cuales la misma palabra “Iglesia” indica que nos encontramos, en realidad, reconducidos pura y simplemente al punto de vista religioso, así sea por medio de alguna de esas variedades más o menos aberrantes en las cuales el misticismo tiende espontáneamente a convertirse desde que escapa al control de una estricta ortodoxia.
 
En efecto, el señor Waite es uno más de aquellos, por desgracia tan abundantes, en nuestros días, que, por razones diversas, confunden misticismo e iniciación; y llega a hablar en cierto modo indiferentemente de una u otra de ambas cosas, incompatibles entre sí, como si fuesen más o menos sinónimas. Lo que él cree ser la iniciación se resuelve, en definitiva, en una simple “experiencia mística”; y nos preguntamos, incluso, si en el fondo no concibe esa “experiencia” como algo “psicológico” lo que nos reduciría a un nivel aun inferior al del misticismo entendido en un sentido propio, pues los verdaderos estados místicos escapan ya enteramente al dominio de la psicología, pese a todas las teorías modernas del género de aquella cuyo más conocido representante es William James. En cuanto a los estados interiores cuya realización pertenece al orden iniciático, no son ni estados psicológicos ni aun estados místicos; son algo de mucho más profundo y, a la vez, no son cosas de las que no pueda decirse ni de dónde vienen ni qué son exactamente, sino que, al contrario, implican un conocimiento exacto y una técnica precisa; la sentimentalidad y la imaginación no tienen en ellas parte alguna.
 
Transponer las verdades del orden religioso al orden iniciático no es disolverlas en las nubes de un “ideal” cualquiera; es, al contrario, penetrar su sentido más profundo y más “positivo” a la vez, disipando todas las nubes que detienen y limitan la visión intelectual de la humanidad ordinaria.
 
A decir verdad, en una concepción como la del señor Waite, no se trata de esa transposición, sino, cuando mucho, si se quiere, de una suerte de prolongación o de extensión en el sentido “horizontal”, pues todo cuanto es misticismo se incluye en el dominio religioso y no va más allá; y, para ir efectivamente más allá, hace falta otra cosa que la afiliación a una “Iglesia” calificada de “interior” sobre todo, a lo que parece, porque no tiene una existencia sino simplemente “ideal” lo que, traducido a términos más netos, equivale a decir que no es de hecho sino una organización de ensueño.

No podría ser ése verdaderamente el “secreto del Santo Graal”, así como tampoco ningún otro real secreto iniciático; si se quiere saber dónde se encuentra ese secreto, es menester referirse a la constitución, muy “positiva”, de los centros espirituales, tal como lo hemos indicado de modo bastante explícito en nuestro estudió sobre Le Roi du Monde.
 
A este respecto, nos limitaremos a destacar que el señor Waite toca a veces cosas cuyo alcance parece escapársele: así, ocurre que hable, en diversas oportunidades, de cosas “sustituidas” que pueden ser palabras u objetos simbólicos; pero esto puede referirse sea a los diversos centros secundarios en tanto que imágenes o reflejos del Centro supremo, sea a las fases sucesivas del “oscurecimiento” que se produce gradualmente, en conformidad con las leyes cíclicas, en la manifestación de esos mismos centros con relación al mundo exterior. Por otra parte, el primero de estos dos casos entra en cierta manera en el segundo, pues la constitución misma de los centros secundarios, correspondientes a las formas tradicionales particulares, cualesquiera fueren, señala ya un primer grado de oscurecimiento con respecto a la tradición primordial; en efecto, el Centro supremo, desde entonces, ya no está en contacto directo con el exterior, y el vínculo no se mantiene sino por intermedio de centros secundarios. Por otra parte, si uno de éstos llega a desaparecer, puede decirse que en cierto modo se ha reabsorbido en el Centro supremo, del cual no era sino, una emanación; también aquí, por lo demás, cabe observar grados: puede ocurrir que un centro tal se haga solamente más oculto y más cerrado, y esto puede ser representado por el mismo simbolismo que su desaparición completa, ya que todo alejamiento del exterior es simultáneamente, y en equivalente medida, un retorno hacia el Principio. Queremos aludir aquí al simbolismo de la desaparición definitiva del Graal: que éste haya sido arrebatado al Cielo, según ciertas versiones, o que haya sido transportado al “Reino del Preste Juan”, según otras, significa exactamente la misma cosa, lo cual el señor Waite parece no sospechar.

Se trata siempre de esa misma retirada de lo exterior hacia lo interior, en razón del estado del mundo en determinada época; o, para hablar con más exactitud, de esa porción del mundo que se encuentra en relación con la forma tradicional considerada; tal retirada no se aplica aquí, por lo demás, sino al lado esotérico de la tradición, ya que en el caso del cristianismo el lado exotérico ha permanecido sin cambio aparente; pero precisamente por el lado esotérico se establecen y mantienen los vínculos efectivos y conscientes con el Centro supremo. Que algo de él subsista empero, aun en cierto modo invisiblemente, es forzosamente necesario en tanto que la forma tradicional de que se trata permanezca viva; de no ser así, equivaldría a decir que el “espíritu” se ha retirado enteramente de ella y que no queda sino un cuerpo. muerto. Se dice que el Graal no fue. ya visto como antes, pero no se dice que nadie le haya visto más; seguramente, en principio por lo menos, se halla siempre presente para aquellos que están “cualificados”; pero, de hecho estos se han hecho cada vez más raros, hasta el punto de no constituir ya sino una ínfima excepción; y, desde la época en que se dice que los Rosacruces se retiraron al Asia, se entienda esto literal o simbólicamente, ¿qué posibilidades de alcanzar la iniciación efectiva pueden aquéllos encontrar aún abiertas en el mundo occidental?


Fuente:

René Guénon:

Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada

PRELIMINARES A LA INICIACION


El conocimiento de si mismo resulta inútil, a menos que pueda ser usado.

CLIFFORD D. SIMAK

En su libro Manual del aprendiz, Aldo Lavagnini nos cuenta que «iniciación» es una palabra que deriva del latin, initiare, que tiene la misma etimologia que initium, «inicio o comienzo», derivando ambos términos de intere, «ir dentro» o «ingresar». Así, encontramos en ella un doble sentido del "ingreso en" y del "comienzo o principio de" una nueva cosa.
 
Diríamos, pues, que iniciación es la puerta de ingreso a una nueva realidad que representa un inicio de una manera diferente de vivir y de relacionarse.

 
En épocas pasadas, los candidatos a penetrar en los misterios de la masonería se preparaban antes de la ceremonia. Los días previos a la iniciación se esperaba que el candidato guardara una perfecta castidad para evitar que se produjeran interferencias en su campo energético y para que sus depósitos de energía creativa estuvieran llenos.
 
Se le sugería que se mantuviera dentro de una dieta ligera, de la cual todo alimento animal quedaba excluido, ya que se entendía que la carne era portadora de los restos pasionales del animal y que al ingerirla transmitía una parte de su carga. Se le pedía también al candidato que se purificara por medio de ceremonias, quemando incienso, llevando a cabo acciones y meditaciones o realizando plegarias.

Cuando llegaba la hora, era conducido, a medianoche, a la boca de una galería de poca altura (cuando alguien penetra en una nueva realidad, en un edificio, lo hace por los bajos), por donde tenia que arrastrarse ayudándose con sus manos y rodillas (estar agachado es un símbolo de humildad).
 
Se acercaba a la boca de un pozo por el que el guía le indicaba que debía descender (el proceso de involución siempre precede al de evolución).
 
Si el candidato mostraba la mas pequeña duda, era conducido de regreso al mundo externo y tardaría muchos años en volver a ser admitido como candidato a la iniciación (en el proceso inicial, cuando se pone a prueba la voluntad, la duda es un poderoso enemigo).
 
Si a pesar de todo intentaba descender, el conductor le señalaba una escalera escondida que le permitiría bajar con seguridad (cuando alguien pone en marcha su voluntad, en seguida aparecen las circunstancias propicias para poder desarrollarla).
 
Después penetraban en una angosta y serpenteante galería en cuya entrada podía leerse esta inscripción:
 
«El mortal que viajare por este camino sin vacilar ni volver la cara será purificado por el Fuego, el Agua y el Aire; puede sobreponerse al temor a la muerte; emergerá de las entrañas de la Tierra; volverá a la luz, y reclamará su derecho de preparar su alma para la recepción de los misterios de la masonería».
 
Antes de entrar se le vendaban los ojos. Con el tiempo los métodos se han ido modificando. Ahora los templos se encuentran en medio de grandes ciudades y los rituales deben adaptarse a ellas. Al candidato a la iniciación a los misterios de la masonería, al presentarse en la puerta del templo, se le vendaran los ojos y de esta forma será conducido por su introductor al Gabinete de Reflexión.
 
Con este acto ritual se pretende imprimir en la conciencia del candidato el hecho de que penetra en un mundo hasta ahora invisible para el, que escapa a la visión de sus ojos y a su comprensión en aquel momento.
 
Realmente, quien se inicia en nuestros misterios los desconoce y se acerca a la orden para que le sean revelados. Se encuentra, pues, como un ciego y la venda en los ojos representa esa oscura realidad.
 
Lo mismo sucede cuando iniciamos cualquier actividad en el mundo profano, todo nos resulta nuevo y, por tanto, desconocido; llevamos una venda virtual en los ojos hasta que somos iniciados en aquella realidad.
 
El Gabinete de Reflexión es una cámara oscura, iluminada tan solo por la luz de una vela, amueblada con una mesa cubierta con un manto negro y con una silla. Esta adornado con elementos simbólicos. Está situado en un sótano (real o simbólico), sus paredes están pintadas de color terroso, como en roca viva, para que se asemeje lo mas posible a una gruta.
 
Este Gabinete de Reflexión simboliza el interior del ser humano, el fuero interno, donde mora la conciencia, en la que esta inscrita la ley y la senda que debemos seguir para alcanzarla.
 
Para iniciar el camino que lo conducirá al mundo espiritual, es preciso que la persona descienda a sus «sótanos» y tome conciencia de sus poderes internos, ya que en su fondo humano se encuentra todo lo que ha de permitirle acceder al conocimiento.
 
El candidato toma asiento en la silla, se le quita la venda de los ojos, dejándolo solo y pidiéndole que observe los símbolos que se encuentran allí y que reflexione sobre su significado.
 
En la pared situada frente a la puerta, aparecerá la imagen de un gallo cantando, que corresponderá al signo de Aries. En la pared donde se encuentra la puerta de entrada, una espiga de trigo, correspondiente al signo de Libra. Estas dos paredes simbolizan respectivamente el Este y el Oeste. En la pared Norte figurara la palabra «Vitriol», relacionada con el signo de Cáncer, y en la pared Sur un esqueleto, una hoz y un reloj de arena, en representación del signo de Capricornio. Encima de la mesa encontrará tres recipientes, conteniendo azufre, mercurio y sal, dispuestos en forma de triangulo; el azufre en la cúspide, el mercurio a la derecha del candidato y la sal a la izquierda. En la pared un espejo en el que el candidato podrá contemplarse.
 
Antes de dejarlo solo, el hermano Experto (que permanecerá a su lado durante toda la iniciación), en cuyas manos lo habrá dejado su presentador, le entregara una hoja de papel y un bolígrafo y le pedirá que escriba su testamento filosófico.
 
Estos trabajos tendrán lugar mientras en el templo todos sus miembros han abierto el ritual. Al final de los trabajos de apertura, el Experto ira a buscar el testamento y, cuando el Venerable Maestro se lo pida, volverá al Gabinete de Reflexión para preparar al candidato en vistas a su introducción en el templo.
 
En la antigüedad se despojaba al candidato de su vestido y se le endosaba una túnica harapienta, que se le prestaba para la ceremonia. Se le quitaban los zapatos y calcetines o medias y en su lugar se le daban unas sandalias abiertas por detrás. El vestido es el emblema de la personalidad profana y, al pasar a vivir en la personalidad sagrada, deberá elaborarse un nuevo vestido, de modo que, en un estricto simbolismo, el candidato debería presentarse en el templo desnudo.

La túnica harapienta representaba el impulso primordial hacia la vida sagrada, un impulso que esta aún en su fase inicial. Por ello ese vestido estaba deshilachado, descosido, aguantándose por hilos embastados que aparecían visiblemente por todas partes. El cambio de zapatos por sandalias indicaba que el candidato iba a pisar una nueva tierra. Se trataba aquí de abandonar su realidad, de dejar de pisar esa tierra profana, de modo que los zapatos habían dejado de ser útiles para andar por un mundo distinto al material. Los pies, regidos por el signo de Piscis, representan el alma humana que se esta «elaborando» en nosotros, y las sandalias simbolizan el cambio que se ha operado en el alma.
 
También aquí se han modificado los rituales, y ahora esta preparación consistirá en despojarlo de todos sus objetos de valor: reloj, joyas, dinero, llaves...
 
Después, al candidato se le descubre el pie izquierdo, la rodilla derecha y la parte izquierda del pecho y se le vendan los ojos.
 
Al salir del Gabinete de Reflexión el Experto coloca una cuerda alrededor del cuello del candidato. Esa cuerda simboliza su atadura a los condicionamientos del mundo material. El cuello está, regido por Tauro, que representa el estadio de máximo encadenamiento a la materia.
 
Al llegar a la puerta del templo, el Experto guiará la mano del candidato para que llame con fuerza una sola vez. Cuando le abran se vera obligado a agacharse para entrar en el templo en cuclillas, expresando con ello que la puerta a esa nueva realidad en la que esta a punto de penetrar es estrecha y difícil de franquear y que la humildad será una de las claves imprescindibles para conseguirlo.

Desde la iniciación se nos moviliza para ser portadores de Luz. Ojalá que todo lo que veamos en el taller podamos interiorizarlo y, en su momento, proyectarlo al exterior. Ojalá que los viajes rituales realizados trasciendan y nos transporten a una tierra humana, a esa mítica tierra prometida en la cual vivir será el orden divino.

 

SOBRE EL CUERPO DE RESURRECCIÓN


Queridos Hermanos:
 
Quisiera hablaros del cuerpo de gloria, gracias al cual el hombre puede resucitar. Pero, para mayor claridad debo daros, para empezar, algunas explicaciones sobre el cuerpo etérico.

Cuando os mostré las correspondencias que existen entre los diferentes reinos de la naturaleza y los cuerpos sutiles del hombre (cuerpos etérico, astral, mental, causal, búdico y átmico), os expliqué que el agua, los árboles y toda la vegetación, presentan correspondencias con el cuerpo etérico.

 
Al igual que las plantas, que están enraizadas en el suelo pero que, al mismo tiempo, se comunican con el cielo, el doble etérico está enraizado en el cuerpo físico y, a la vez, en comunicación con los cuerpos superiores.

Sin la vegetación la vida no sería posible. La vegetación y el agua son indispensables para que exista vida sobre la tierra, y se corresponden con el doble etérico que tiene dos misiones que cumplir: asegurar la vida del organismo y darle sensibilidad. Lo mismo que el agua da la vida a las plantas, el cuerpo etérico da la vida al cuerpo físico. Privad de agua a la tierra y la vida desaparecerá de ella; separad el doble etérico de un hombre y éste morirá. La vida está ligada al cuerpo etérico, y el hombre puede prolongar su existencia si sabe cómo trabajar sobre este cuerpo.

La vegetación hace un gran trabajo sobre la tierra. La tierra tiene necesidad de ser removida, transformada, y son las plantas las que se han encargado de esta tarea. ¿Quién hubiera aceptado ocuparse de la tierra? Los animales, no. Los animales son egoístas y se contentan con comer una materia ya elaborada. Los primeros obreros, los más tenaces y los más abnegados, son las plantas. Han tomado una forma y una actitud llena de humildad, y se han puesto a trabajar por todas partes para transformar la tierra. Crecen incluso en los sitios donde no se encuentran ni hombres ni animales; por todas partes veréis a las plantas poblar la tierra.

El deseo de las plantas... evidentemente no se trata de un deseo consciente, sino más bien de una tendencia secreta que la Inteligencia cósmica ha puesto en ellas, decía pues, que el deseo de las plantas es no dejar ni un átomo de tierra sin vivificar. Y, ¿cómo lo consiguen? Conectándose con el cielo.
 
El árbol comulga con el cielo mediante la extremidad de sus ramas y a través de sus hojas y, al mismo tiempo, se hunde muy profundamente en la tierra con sus raíces. Las extremidades de las ramas y las raíces son las partes más importantes del árbol, el cual recibe la energía a través de estos dos polos. ¡Si pudieseis sentir con que tenacidad y con qué perseverancia lo hace! Todas sus ramas son antenas que se esfuerzan día y noche en captar las energías de la atmósfera, y la savia transporta estas energías hasta las raíces, en donde se realiza el gran trabajo de transformación de la tierra.
 
La tierra es inerte, pasiva, pero está llena de sustancias, de elementos y de fuerzas que no puede manifestar si no es a través de las plantas. Las plantas son, pues, como alquimistas: se extienden por toda la superficie de la tierra a fin de extraer los materiales que ésta contiene para dados, a continuación, bajo la forma de flores y de frutos.

Como la vegetación, el doble etérico penetra en el cuerpo físico, pero posee, al mismo tiempo, ramificaciones en las regiones superiores para captar en ellas energías que introduce en el organismo.

También vivifica la materia, haciendo aparecer en ella las cualidades ocultas. Es un intermediario entre el cuerpo físico y los cuerpos sutiles. La naturaleza del cuerpo etérico no es aún bien conocida y la medicina oficial no sabe que muchas anomalías físicas tienen por causa trastornos del cuerpo etérico.

Hasta los espiritualistas lo consideran menos importante que los cuerpos astral y mental... Es cierto que no tiene el mismo poder que los otros cuerpos, pero es esencial para la vida. Y, ¿qué se puede hacer sin la vida? Es la base de todo.

Existen numerosos medios para reforzar el cuerpo etérico. Como es un cuerpo y al mismo tiempo un fluido, una energía, está conectado con todas las fuerzas de la naturaleza y es, por tanto, muy sensible al calor, a la luz, a la electricidad y al magnetismo. Si os exponéis a los rayos del sol consciente e inteligentemente, escogiendo el momento adecuado, si hacéis ejercicios de respiración, vuestro doble etérico se refuerza, se vivifica, se exalta, y conserva al cuerpo físico en buena salud.

Debéis aprender a trabajar sobre vuestro cuerpo etérico. Os he dado numerosos métodos: con el agua, con la tierra, con la llama de una vela, etc... Y si, por ejemplo, sentís un dolor, concentrad vuestro pensamiento en el cuerpo etérico, proyectadle todos los colores de la luz y él sabrá cómo poner remedio al mal; actuará sobre las células, pondrá en relación el cielo y la tierra, establecerá una comunicación como lo hacen las plantas, y la parte enferma será de nuevo vivificada.
Gracias al cuerpo etérico el cuerpo físico posee la vida y la sensibilidad. Está conectado con él mediante lo que se llama el cordón de plata. Este cordón tiene cuatro ramificaciones: la primera tiene un punto de conexión en el cerebro, la segunda en el corazón, la tercera en el plexo solar, y la cuarta en el hígado. Hay, pues, cuatro puntos o gérmenes: el germen del cuerpo físico, el germen del cuerpo etérico, el germen del cuerpo astral o cuerpo del deseo, y el germen del cuerpo mental. Cuando el hombre viene a encarnarse en la tierra, trae estos cuatro gérmenes que son unos átomos minúsculos en los cuales está inscrito y registrado todo lo que debe poseer en cuanto a caracteres físicos y psíquicos propios. Son los espíritus luminosos de lo alto, los Veinticuatro Ancianos, con sus servidores los Angeles, los que estudian todos los actos y la conducta del hombre a lo largo de sus vidas anteriores y le dan estos gérmenes en correspondencia exacta con lo que se merece; y todo está registrado en estos gérmenes.

Todos los cuerpos invisibles del hombre, los cuerpos etérico, astral y mental, se forman de la misma manera que se forma el cuerpo físico del niño en la matriz de la madre, de acuerdo con las mismas leyes. Cuando el padre ha depositado el germen, se lleva a cabo en el seno de la madre un trabajo inconsciente. Sin que ella se dé cuenta, las fuerzas de la naturaleza trabajan en su seno para aportarle los materiales cuya cantidad y cualidad correspondan exactamente al germen. Este germen es también comparable a las líneas de fuerza según las cuales, en el mundo material, las partículas se organizan para formar un cristal.

Chladni es un físico y músico alemán del siglo dieciocho que estudió las vibraciones de los sólidos. Esparcía polvo o arena fina sobre una placa metálica y, a continuación, con un arco de violín, hacía vibrar la placa. Según la naturaleza del metal, su espesor, etc... las vibraciones producían figuras geométricas de todo tipo, simétricas o asimétricas.

En efecto, las ondas vibratorias crean líneas de fuerza que atraen a las partículas y ciertos puntos en vibración, a los que se llama puntos vivos, rechazan las partículas hacia los puntos que no vibran, los puntos muertos. Por consiguiente el trazado de las figuras geométricas se efectúa alrededor de los puntos muertos.

Así es como se forma todo en la naturaleza. Cada semilla contiene ya unas líneas de fuerza determinadas y a partir del momento en que, regada por la lluvia y calentada por el sol, empieza a crecer, los elementos que la nutren comienzan a ordenarse de acuerdo con estas líneas de fuerza para formar el tallo, las ramas, las hojas y, más tarde, las flores y los frutos. En cierto sentido, algo así sucede en un transistor.

Hace años se hacían unos aparatos muy voluminosos y muy pesados, pero ahora algunos elementos que abultaban mucho han podido ser reemplazados por circuitos impresos. Cuanto más progresa la técnica, más utiliza materiales.

Ligeros, tenues y sutiles, que permiten reducir la dimensión de los objetos. Pues bien, si queréis, la semilla posee, también, un circuito impreso como el transistor...

Todo se construye y funciona de acuerdo con unas líneas de fuerza, incluso el destino. Hay unas líneas, unos puntos, y los acontecimientos se producen exactamente en función de esta líneas y de estos puntos. El germen es minúsculo, pero contiene toda una organización. ¡Plantadlo, regadlo, y veréis! La madre es el terreno, y cuando el germen está plantado, ella lo riega, lo calienta, hasta que un día se transforma en una planta, su hija. Las leyes son siempre las mismas.

En la Tabla de Esmeralda se dice: «Como es abajo es arriba, y como es arriba es abajo». La tierra posee, también, un cuerpo etérico, un cuerpo astral y un cuerpo mental, así como otros cuerpos superiores que mencionaré más adelante. El hombre está impregnado por todos los cuerpos, el etérico, el astral y el mental, la tierra, los planetas, el sistema solar, el sol y las estrellas, que le penetran, le nutren y le hacen crecer. Pero el hombre, que ha nacido en la tierra, no ha nacido aún en los demás planos y está conectado mediante varios cordones con las demás matrices, que actúan como madres una detrás de otra. Para nacer en un mundo hay que cortar el cordón umbilical y hacerse así independiente.

El hombre es independiente aquí, en el plano físico, puesto que el cordón umbilical que le unía a su madre ha sido ya cortado; pero los cordones que le conectan con los demás planos no están cortados, y no ha nacido aún, es decir, todavía no es independiente en los planos astral, mental y espiritual.

Cuando va a nacer un niño, el germen mental que desciende debe formarse en un cuerpo, y el cuerpo mental cósmico le sirve de matriz; allí es donde se forma el cuerpo mental del hombre, pero para ello se requiere un cierto tiempo. A continuación, mucho más abajo, en el cuerpo astral cósmico se formará el cuerpo astral, y también ahí será necesario un cierto tiempo. Después le toca al cuerpo etérico y, finalmente, al cuerpo físico: y entonces el niño nace en la tierra.

Si tuviese que hablaros de todos los cuerpos, de los materiales de que están hechos, de su naturaleza, de sus funciones, de cómo se encajan y ajustan entre sí, tardaría demasiado. Hoy me detendré solamente en el cuerpo etérico porque es éste el que nos proporcionará información sobre el cuerpo de gloria, el cuerpo de resurrección.

El cuerpo etérico está hecho de una materia física, pero impalpable, invisible, sutil. Ya os lo dije: todavía no se conoce el mundo físico; la gente se imagina que éste se limita a los estados sólido, líquido, gaseoso e ígneo de la materia. No, éste no es más que su aspecto grosero, inferior. La materia es mucho más rica y sutil, ya que se prolonga en el plano etérico en el que volvemos a encontrar, de nuevo, cuatro divisiones.

El primer plano del cuerpo etérico se llama, en la Ciencia iniciática, éter químico; éste es el que permite el crecimiento, la eliminación... Esta primera división corresponde a la tierra. El segundo plano, más sutil, corresponde al agua; se trata del éter vital. El éter vital permite la procreación y da la sensibilidad al cuerpo físico: sensibilidad a las heridas, a las quemaduras, etc... Luego, mucho más arriba, está el éter de luz. Este es el que mantiene el calor, la vitalidad, pero, sobre todo, es la sede de las percepciones. Finalmente, el cuarto plano, el éter reflector, es la sede de la memoria. Ahí, en esta capa, se graban todos los acontecimientos de la vida del hombre, sus pensamientos, sus sentimientos, sus actos. Ahí es donde se encuentra también el germen que reúne todas las facultades, todas las cualidades del cuerpo que se está formando.

Todo sucede exactamente como en el árbol. Cada árbol proviene de un germen y produce, a su vez, gérmenes, semillas, simientes. También el cuerpo etérico produce, obligatoriamente, por lo menos una semilla, en la que se condensan todas sus cualidades. Y es ahí, precisamente en este germen, donde va a formarse el cuerpo de gloria. Este germen, que es un átomo, se encuentra en el corazón, en la punta del ventrículo izquierdo, y graba los movimientos más insignificantes de la vida del hombre.

En realidad, todos los gérmenes de los diferentes cuerpos están conectados unos con otros: el germen físico, el germen etérico, el germen astral y el germen mental, porque se suceden y se comunican entre sí. Ved lo que sucede cuando tenéis tal o cual pensamiento: no permanece aislado en el cuerpo mental sino que se comunica con el plano del sentimiento, el mundo astral, en donde están las emociones, los deseos, las pasiones; después con el cuerpo etérico, y, finalmente, con el cuerpo físico, realizándose entonces el pensamiento. Todo está así coherentemente relacionado.

Evidentemente, estos cuatro cuerpos no son del mismo tamaño, ni tienen el mismo desarrollo, ni la misma resistencia. La prueba está en que algunos, que poseen unas facultades intelectuales formidables, tienen un corazón poco desarrollado: son, con frecuencia, egoístas, avaros, calculadores, interesados, y hasta a veces malos y crueles; mientras que otros, que tienen muy escasas facultades intelectuales, poseen una bondad y una generosidad extraordinarias. También los hay que son fuertes, activos, dinámicos, capaces de desenvolverse con maña, pero sus otros dos lados, intelecto y corazón, no están muy desarrollados.

Existe pues, realmente, una correspondencia, una comunicación entre estos cuatro cuerpos, físico, etérico astral y mental, pero a menudo no se encuentran en el mismo grado de desarrollo. Ello se explica por la vida que han llevado los seres en otras encarnaciones, pero también por las circunstancias que les empujaron a trabajar en tal nivel y a descuidar tal otro. No siempre los hombres han sido capaces de desarrollarse convenientemente en todos los niveles, en todas las regiones, y por eso presentan ahora una diversidad extraordinaria en su desarrollo y en sus manifestaciones.

Quisiera deciros ahora algunas palabras respecto a la forma en que están conectados con el cuerpo físico los diferentes cuerpos, etérico, astral y mental. El cuerpo etérico está conectado con el plexo solar y el bazo. Ambos, pues, el plexo solar y el bazo, son órganos importantes para el cuerpo etérico que capta, a través de ellos, las energías solares y las distribuye por todo el organismo.

Recordad que ya os hablé del plexo solar, subrayando su importancia para la vida. En ruso, esta región del vientre y del plexo solar se llama «jivot», y «jivot» en búlgaro, significa «vida». El estómago es el que envía a todo el cuerpo, e incluso al cerebro, las energías producidas por la alimentación, y el plexo solar hace el mismo trabajo en el plano etérico. El es el que restablece las funciones, repara los desórdenes y da energías al cerebro. Cuando vuestro cerebro esté bloqueado, dad unos masajes al plexo solar, y al poco rato sentiréis que se despeja.

Si el cuerpo etérico no existiese el hombre sería destruido por su cuerpo astral. El cuerpo etérico y el cuerpo astral están en perpetua lucha, ya que el cuerpo astral consume energías continuamente y agota al cuerpo físico con los sentimientos, las emociones y las pasiones que lo agitan. Pero, durante la noche, el cuerpo etérico se esfuerza por restablecerlo todo eliminando las impurezas. El cuerpo etérico, pues, nos protege; sin él, pronto estaríamos envenenados, porque el cuerpo astral está en conexión con el hígado en donde se depositan todos los venenos que luego serán eliminados.
 
Sabéis que si el hígado está enfermo, es debido, con frecuencia, a los apetitos inferiores, a los deseos y sentimientos desordenados, a la ansiedad... El hígado es una de las sedes del cuerpo astral; la otra se encuentra en los órganos sexuales. En cuanto al cuerpo mental, tiene su sede en el cerebro y en la médula espinal. El cuerpo etérico, el cuerpo astral y el cuerpo mental están, pues, cada uno, conectados al cuerpo físico por dos puntos: el cuerpo etérico por el plexo solar y el bazo; el cuerpo astral por el hígado y los órganos sexuales, y el cuerpo mental por el cerebro y la médula espinal.

Mirad ahora este esquema, muy simplificado, que os explicará la estructura del ser humano tal como los Iniciados lo han comprendido y analizado desde hace miles de años.

Hay, pues, en total 6 divisiones. Algunos esoteristas ponen 7, porque colocan el cuerpo etérico entre el cuerpo fisico y el cuerpo astral, y colocan el cuerpo mental como límite entre el mundo humano y el mundo divino.

Según las circunstancias me sirvo de uno u otro esquema. Puesto que el cuerpo etérico pertenece al cuerpo físico, no es necesario atribuirle siempre un lugar particular, y se tiene así: el cuerpo físico (que comprende el cuerpo etérico), el cuerpo astral, el cuerpo mental, el cuerpo causal, el cuerpo búdico y el cuerpo átmico.

Os expliqué en otra conferencia que lo que está más arriba, el mundo divino, está conectado con lo que está más. abajo, el mundo físico: el cuerpo átmico está conectado con el cuerpo físico, el cuerpo búdico con el cuerpo astral, y el cuerpo causal con el cuerpo mental. Lo que está abajo es, pues, como lo que está arriba, pero invertido. El cuerpo átmico es, en el registro superior, la repetición del cuerpo físico, el cuerpo búdico la repetición del cuerpo astral, y el cuerpo causal la del cuerpo mental. El hombre está hecho de tres principios: la voluntad, el sentimiento y el pensamiento, y, en el plano superior, el plano de los principios sublimes, piensa, siente y obra divinamente.

Si damos un lugar particular al cuerpo etérico, vemos, estableciendo las mismas correspondencias, que el cuerpo etérico está conectado con el cuerpo búdico, y es ahí donde debemos buscar el cuerpo de resurrección, el cuerpo de gloria.

Pero aquí, es necesario que os dé algunas explicaciones. Los diferentes cuerpos del hombre no están separados unos de otros; en realidad están conectados y actúan los unos sobre los otros: el cuerpo mental, por ejemplo, actúa sobre el cuerpo astral, el cuerpo astral sobre el cuerpo físico... Acabo de hablaros de las conexiones que existen también entre los cuerpos superiores y los cuerpos inferiores; el cuerpo átmico y el cuerpo físico, el cuerpo búdico y el cuerpo astral, el cuerpo mental y el cuerpo causal. Existen, pues, dos clases de conexiones: las primeras ponen en relación los diferentes cuerpos tal como éstos se presentan verticalmente en el gráfico, y las segundas están indicadas por los círculos concéntricos.

Ahora comprenderéis mejor cómo está conectado el cuerpo búdico con el cuerpo etérico. Con las emociones y los sentimientos elevados del cuerpo búdico, el Iniciado actúa sobre su cuerpo astral purificándolo, y el cuerpo astral purificado actúa sobre el cuerpo etérico. Así pues, es fácil de comprender: el cuerpo búdico actúa sobre el cuerpo etérico por intermedio del cuerpo astral, y así, el cuerpo de gloria, que tiene su germen en el cuerpo etérico, se refuerza y crece.

Os dije hace un rato que el plano más sutil del cuerpo etérico se llama éter reflector y que es la sede de la memoria. Pero esta memoria tan sólo concierne al ser humano en particular; se trata de sus archivos personales. Para conocer los archivos del universo, hay que ir a buscar una memoria más elevada en el plano búdico, ya que es allí donde se graban los acontecimientos del universo.

El cuerpo búdico es el cuerpo del amor desinteresado, de la beatitud absoluta, de la pureza absoluta.

Cristo y Buda han sido ejemplos perfectos de amor, de sacrificio, de pureza. Por eso el discípulo instruido en esta ciencia debe procurar desarrollar los sentimientos y los deseos más desinteresados, los más puros, para poder alimentar a su cuerpo etérico y a su cuerpo búdico. Los alimenta como alimenta la madre a su hijo: con su propia sangre.

Ya os expliqué este proceso cuando os hablé de la Navidad y del segundo nacimiento, porque, en realidad, el segundo nacimiento y la resurrección no son sino dos maneras diferentes de presentar la regeneración del hombre, su entrada en el mundo espiritual. Según la calidad de su propia sangre, la madre tiene un hijo sano o enfermo; de la misma manera, el ser humano forma sus cuerpos espirituales con el alimento que les da. Con el trabajo desinteresado, el sacrificio, el amor divino, el hombre construye su cuerpo de gloria, lo amplifica en la luz y en la belleza, y, gracias a este cuerpo de gloria, resucita y se hace inmortal.

Así es como hay que comprender la resurrección de Jesús. Jesús, que poseía todos estos conocimientos, pudo alimentar tan divinamente a estos dos gérmenes del cuerpo etérico y del cuerpo búdico, con pensamientos y deseos siempre luminosos y puros (lo vemos en sus palabras y en su vida), que llegó a formar su cuerpo de gloria. Y cuando resucitó, no lo hizo con su cuerpo físico; salió de la tumba con su cuerpo etérico y su cuerpo búdico. Por eso dijo a María Magdalena: «¡No me toques!»

No podía dejar que le tocasen antes de que su cuerpo se hubiese hecho más sólido, más material. Después, permitió que Tomás le tocase, pero antes no podía ser.

Por otra parte, si os acordáis, cuando Jesús se apareció a María Magdalena, al principio ella no pudo reconocerle, y ello tiene una explicación: como acabo de deciros, su cuerpo etérico no estaba todavía suficientemente materializado y no había tomado aún la apariencia y los rasgos de Jesús. Por eso pensó que se trataba del jardinero, sino, ¿cómo ella, que conocía tanto a Jesús, se habría equivocado de esta manera? Cuando llega a materializarse, el cuerpo etérico toma los mismos rasgos, la misma apariencia que el cuerpo físico, porque es la reproducción exacta de éste.

Ved que todo se explica: Jesús no resucitó con su cuerpo físico, no, sino que se apareció con su cuerpo etérico, su cuerpo de gloria, y sigue aún viviendo con este cuerpo de gloria, porque no ha abandonado la tierra.

Y aún, en el momento de la transfiguración, cuando se apareció con Moisés y Elías a sus discípulos Pedro, Santiago y Juan, era tan luminoso y radiante que estos no pudieron soportar tanta luz y cayeron con el rostro en tierra. Esta transfiguración era, también, una manifestación del cuerpo de gloria. No había llegado aún el momento de separarlo definitivamente del cuerpo físico, pero ya podía manifestarse. Independientemente de la forma en que los religiosos traten de explicarla, en realidad, la transfiguración sólo puede explicarse por las vibraciones del cuerpo de gloria que habían alcanzado una intensidad tal que éste se había hecho belleza, luz y resplandor.

Y puesto que Jesús logró formar su cuerpo de gloria para resucitar, sus discípulos, si llegan a poseer los conocimientos necesarios y trabajan en el mismo sentido, pueden también llegar a formarlo. Todos los discípulos de Cristo pueden transfigurarse y resucitar, todo depende de la intensidad de su amor y de su fe. En primer lugar deben saber que hay unos gérmenes que alimentar. Pero, ¿cómo? Cuando tenéis momentos de vida espiritual muy intensa, éxtasis, cuando escucháis música, cuando os conmovéis ante un espectáculo de gran belleza, entonces alimentáis vuestro cuerpo de gloria, lo reforzáis.

Estos sentimientos de amor y de admiración, estas emociones místicas, son los elementos gracias a los cuales lo alimentáis, exactamente de la misma manera que una mujer encinta alimenta a su hijo con su sangre, sus pensamientos y sus sentimientos.

Sólo podéis alimentar vuestro cuerpo de gloria con los elementos más puros y más luminosos ; por eso debéis estar atentos seleccionando y clasificando vuestros pensamientos y vuestros sentimientos. Y cuando lleguen momentos difíciles en los que os sintáis turbados, en los que experimentéis odio, celos, deseos de venganza, acordaos inmediatamente que vais a retrasar la formación de vuestro cuerpo de gloria y cambiad vuestro estado.

Algunas personas han podido ver el cuerpo de gloria de ciertos Iniciados cuando éstos tenían estados de arrobamiento y de éxtasis: su rostro resplandecía, la luz brotaba de todo su ser. Gracias a este cuerpo los Iniciados pueden viajar por el espacio, atravesar las montañas e incluso penetrar hasta el centro de la tierra, porque ningún obstáculo material lo detiene. Hasta puede actuar a distancia sobre las criaturas para ayudarlas. Sí, aunque vuestro cuerpo físico esté en muy mal estado podéis enviar ayuda, porque el cuerpo físico y el cuerpo de gloria son dos cosas totalmente diferentes. Podéis estar moribundos, pero vuestro cuerpo de gloria está ahí, vivo, radiante, y puede llegar a las criaturas a través del espacio. Incluso le es posible al hombre separarse de su cuerpo físico para vivir solamente con el cuerpo de gloria, y vivir así eternamente. Mientras que con el cuerpo físico no hay nada que hacer: no se puede rejuvenecer, no se puede reforzar, envejece, se debilita y muere.
 
Únicamente el cuerpo de gloria es inmortal, porque los elementos de los que está hecho son de una materia incorruptible, no se descompone. En cuanto al cuerpo físico, no hay que contar demasiado con él. Actualmente se hace todo lo que se puede por el cuerpo físico, embelleciéndolo, flexibilizándolo, reforzándolo... Está bien, no hay que descuidar el cuerpo físico como hacían en el pasado algunos religiosos o ascetas. Pero un día el cuerpo físico muere, y el cuerpo de gloria empieza a manifestarse.

Ya os lo dije: lo que está muerto no resucita; lo que está vivo es lo que resucita. Ciertos muertos son resucitados, pero porque sólo estaban muertos en apariencia; en realidad, estaban en coma. Los que resucitan son los que no estaban muertos, es decir, aquellos cuyo cordón de plata no se había roto. Pero no se puede resucitar a nadie una vez que el cordón de plata se ha roto. Una vez que el alma se ha ido, es inútil representar comedias para hacerla volver. Sobre esta cuestión hay muchas historias falsas, inventadas por ignorantes.

Se habla de magos y de brujos que lograron resucitar a muertos. En realidad, no se trataba de verdaderas resurrecciones: mediante ciertos métodos que ellos conocían, estos brujos conseguían evocar a entidades terrestres o subterráneas que se introducían en el cuerpo del muerto para vivificarlo.

No era el espíritu del muerto el que volvía, sino otras entidades que, mediante conjuros, lograban hacer entrar en este cuerpo y que permanecían en él durante algún tiempo. Todos los pretendidos resucitados no habían muerto en realidad, aunque se hubiera creído así porque su corazón ya no latía. La verdadera muerte no se produce cuando se para el corazón sino cuando éste ha perdido su calor. Dejar de respirar tampoco significa la muerte. Mientras el corazón conserva su calor el hombre puede volver a la vida mediante fricciones u otros cuidados, o incluso con los medios de la magia divina. Pero cuando el calor le abandona y se rompe el cordón de plata que conecta el cuerpo físico con el cuerpo etérico y el cuerpo astral, ya no se puede hacer nada por él.

Los grandes Iniciados nunca se han ocupado de resucitar cadáveres; son los nigromantes los que pretenden hacerlo, cuando, en realidad, no hacen más que atraer a otras entidades al presentarles elementos que les agradan: comida, sangre, etc... Ni siquiera Jesús resucitó a los muertos. Diréis: «¿Y Lázaro? Llevaba ya tres días muerto...» No, los demás le creían muerto, pero, en realidad, estaba todavía vivo. Ello no disminuye en nada, de todas formas, el mérito de Jesús, porque Lázaro habría muerto realmente si no hubiese venido Jesús a arrancarle de la tumba. En cuanto a lo que se dice de la muerte de Jesús, ¿es real?.. Pero no tocaré este cuestión para no escandalizar las conciencias cristianas.

El muerto no resucita; es el vivo el que resucita, el que está vivo pero aletargado: como el árbol cuyas ramas mueren durante el invierno, como las semillas sepultadas en la tierra. En apariencia, la semilla muere antes de crecer, y por eso se dice: «Si no morís, no viviréis».
 
Hay que morir permaneciendo vivos. La palabra «muerte» presupone, pues, otra forma de vida. Al decir: «Si no morís, no viviréis», Jesús quería significar: si hacéis morir vuestras tendencias egoístas, viviréis en el espíritu, en el esplendor. No se trata, pues, en realidad, de una verdadera muerte, porque el que está verdaderamente muerto, no resucita.

Hoy habréis comprendido que únicamente el cuerpo de gloria es inmortal. Jesús no resucitó con su cuerpo físico, y lo que los cristianos no saben es que aún está vivo, que no ha abandonado la tierra.

Además, él mismo lo reveló cuando dijo: «Id, instruid a todas las naciones... Y yo estoy con vosotros, por siempre hasta el fin del mundo.» El cuerpo de gloria está en nosotros en forma de semilla, de germen. Y, ¿qué hacemos con una semilla? La plantamos, nos ocupamos de ella, la regamos, y así crece, se convierte en un árbol, es decir, en un cuerpo desarrollado, poderoso. Este cuerpo ya está ahí, contenido en la semilla, con todas sus posibilidades de desarrollo futuro: su tamaño, su belleza, sus frutos. Pero si no lo alimentamos con nuestro rocío, es decir, con nuestros pensamientos, con nuestros sentimientos, nuestro calor y nuestra luz, entonces muere.

No creamos el cuerpo de gloria; cada ser lo posee originalmente en forma de un átomo, y el trabajo del discípulo consiste, precisamente, en darle calor, protegerlo y alimentarlo con sus pensamientos, sus sentimientos, sus anhelos, sus sacrificios. Cuando le da toda su sangre, toda su fuerza, el cuerpo de gloria se convierte en su propio cuerpo; abandona su cuerpo físico y se va por el espacio con su cuerpo luminoso, visitando las estrellas y todas sus criaturas.
Y esto es la resurrección: la vida intensa que el hombre ha logrado dar a su cuerpo de gloria con sus pensamientos, sus sentimientos y sus actos, que llevan el sello de la Divinidad, es decir, que están impregnados de altruismo, de abnegación y de sacrificio. Mientras que aquél que no hace nada por nadie será sepultado en la muerte, porque la muerte es, precisamente, la falta de amor. Todos los grandes Maestros han insistido en la necesidad de dar, de ser capaz de arrancar algo de sí mismo para el bien de los demás. El hombre sólo puede elevarse dando con la mayor luz y pureza. Por eso, en el pasado, estaba prescrito ofrecer a la Divinidad las primicias de las cosechas y de los rebaños: el primer trigo, la primera uva, los primeros corderitos, es decir, lo que de mejor y más puro poseía el hombre.

Y vosotros, como ya os dije, cuando experimentéis una alegría porque habéis contemplado algo hermoso, leído poemas o escuchado música, cuando todo vuestro ser se estremece y se expande, acordaos, entonces de consagrar estas partículas de gozo puro que brotan de vuestro ser para que vayan a alimentar vuestro cuerpo de gloria.

Sí, pensad en todos los medios que tenéis a vuestra disposición para acelerar este proceso. Porque se necesita, evidentemente, mucho tiempo para construir este cuerpo; ¡mirad cuántos años necesita una bellota para convertirse en un gran roble! Hay que dar, pues, al cuerpo de gloria un alimento más frecuente y abundante: eso quiere decir que debéis conformar vuestra vida de manera que tengáis las mejores condiciones para vivir la vida espiritual. ¿Comprendéis ahora por qué insisto siempre en la necesidad de no cortar la conexión con la Divinidad, de no dejar de dar, de irradiar, de proyectar lo mejor de vosotros mismos?

El cuerpo de gloria es, de momento, una pequeña semilla que el hombre lleva dentro de sí; pero esta semilla está predestinada gloriosamente a hacer de él una divinidad. Si Jesús resucitó, también nosotros podemos resucitar. Bien sé que la mayoría de los cristianos dicen: «Jesús era el hijo de Dios, vino ya perfecto, así que a nosotros, que no somos Dios, ¡déjenos tranquilos!» ¡Y de esta manera justifican todas sus debilidades!
 
No, mis queridos hermanos y hermanas, la Iglesia ha cometido un gran error al enseñar que únicamente Jesús era hijo de Dios, y este error ha producido resultados deplorables. Jesús era hijo de Dios, y nosotros también somos hijos de Dios, menos grandes y menos elevados, pero somos de la misma naturaleza que él y podemos llegar a ser como él.

Jesús resucitó, y nosotros podemos, también, resucitar. Porque Dios ha puesto en cada uno de nosotros este germen minúsculo, este átomo del cuerpo de gloria que es susceptible de hacer de nosotros una Divinidad. Por eso Jesús dijo: "Aquél que crea en mí hará, también él, las obras que yo".
 
 
 


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