La exposición siguiente traslada la recompensa del sacrificio a una región más allá del mundo físico.
Primeramente el sacrificio de los bienes materiales debe asegurar el bienestar material; luego el sacrificio de esos mismos bienes materiales ha de proporcionar la dicha en el cielo más allá de la muerte.
La recompensa ofrecida al sacrificio, es de naturaleza más elevada; y el hombre aprende que, un bien relativamente permanente, puede adquirirse por el sacrificio de un bien relativamente transitorio: lección importante que conduce al discernimiento.
La sujeción de la forma a los objetos físicos, se trueca en apego a las dichas celestes. En todas las religiones esotéricas, vemos empleado por los sabios este procedimiento de educación. Demasiado sabios para esperar de las almas jóvenes el heroísmo sin recompensa, se contentan con sublime paciencia con animar dulcemente eh la espinosa vía de la naturaleza inferior a los niños indisciplinados confiados a su custodia.
Gradualmente los hombres se ven inducidos a subyugar su cuerpo, a dominar su inercia por el cumplimiento metódico de cotidianos ritos religiosos, de carácter frecuentemente áspero; sus actividades se reglamentan y canalizan siguiendo direcciones útiles. Se ven impelidos a vencer la forma y a mantenerla sumisa a la vida, y el cuerpo adquiere el hábito de prestarse a obras caritativas y benébolas, obedeciendo a las exigencias de la voluntad aun cuando ésta no se halle estimulada todavía sino por el deseo de recompensa en el cielo.
Podemos ver entre los indios, persas y chinos, cómo los hombres aprenden a reconocer sus múltiples obligaciones, a ofrecer por el cuerpo su sacrificio de obediencia y de veneración hacia los antepasados, los padres y los ancianos; a ser caritativos con delicadeza, y buenos con todo el mundo.
Poco a poco los hombres se ven obligados a desenvolver en el más alto grado el heroísmo y la abnegación, como atestiguan los mártires que entregan con gozo sus cuerpos a las torturas del potro, antes que apostatar de sus creencias y traicionar su fe. Esperan, en verdad, una "corona de gloria" en el cielo, en recompensa del sacrificio de su forma física; pero ¿no es ya bastante haber vencido el apego a la forma física y haber hecho el mundo invisible de tal modo real que se le puede tomar por el visible?
La siguiente etapa se tranquea cuando el sentimiento del deber está claramente establecido; cuando el sacrificio de lo inferior a lo superior se considera como bueno en sí, independiente de todo estímulo de recompensa en otro mundo; cuando se reconoce la obligación de la parte hacia el todo; en fin, cuando el hombre siente que la forma que existe para el servicio de los demás, debe, en completa justicia, servir a su vez sin derecho alguno a recompensa. El hombre comienza entonces a comprender la ley de sacrificio como ley de la vida, y a asociarse voluntariamente a ella. Comienza igualmente a distinguirse él mismo en su pensamiento de la forma que habita para identificarse con la vida evolucionante.
Esto le lleva por grados a experimentar cierta indiferencia por todas las actividades de la forma, menos por las consistentes en deberes que cumplir, y acaba por considerarlas todas, como simples instrumentos para la utilización de energías vitales debidas al mundo, y no como acciones cuyo móvil sea el logro de un resultado. El hombre se eleva así hasta el punto en donde cesa de engendrar el arma que le sujeta a los tres mundos, y en donde se unce a la rueda de la existencia, porque es preciso que gire, pero no a causa de los objetos deseables que su revolución le puede procurar.
Mas el pleno reconocimiento de la ley del sacrificio, eleva al hombre más allá del plano mental donde el deber se considera como deber, como "lo que debe hacerse porque es debido", y le transporta al plano más elevado del Buddhi, donde se siente la unidad de todos los "yoes" y todas las energías se despliegan en provecho de todos y no de un yo separado. Unicamente en este plano se siente la ley de sacrificio como delicioso privilegio, en vez de reconocerse sólo por la inteligencia como verdadera y justa.
En el plano búdico, el hombre ve claramente que la vida es aún, que del logos deriva perpetuamente en libre efusión de amor, y que la existencia aislada no puede ser sino mezquina y pobre, sin hablar de la ingratitud que apareja. Allí, el corazón se lanza completamente hacia el logos en potente impulso de amor y de adoración; se entrega en gozosa renuncia a ser una de las vías por donde su vida descienda e irradie sobre el mundo, para ser un portador de su luz, un mensajero de su compasión, un operario de su reino, como única vida digna de vivirse para acelerar la evolución humana, servir a la buena ley y aliviar un poco la carga de este mundo. Esto parece ser el único gozo del señor mismo.
Unicamente en este plano puede obrar el hombre como uno de los salvadores del mundo, porque allí es uno con los "yoes" de todos. Identificado con la humanidad, une su fuerza, su amor y su vida, pueden dirigirse hacia cualquiera de los "yoes" separados hacia todos. Se ha convertido en fuerza espiritual y acrecienta la energía espiritual disponible en el sistema del mundo al añadir su propia vida.
Las fuerzas que antes empleara en los mundos físico, astral y mental, en busca de satisfacciones para su yo separado, se reúnen en un acto de sacrificio, y trasformadas así en energía espiritual, se difunden por todo el mundo, como oleada de vida espiritual. Esta transmutación se efectúa, según el motivo que determina el plano en el cual se descarga la energía. Si el hombre tiene por motivo el logro de objetos físicos, la energía descargada opera sólo en el plano físico; si desea objetos astrales, descarga la energía en el plano astral; y si busca goces mentales, su energía funciona en el plano mental. Pero si se sacrifica para ser una canal en la vida del logos, descarga la energía en el plano espiritual, y esta energía opera en todos los lugares, con potencia y sutilidad de fuerza espiritual.
Para un hombre semejante, la acción y la inacción vienen a ser lo mismo, porque lo hace todo no haciendo nada, y no hace nada al cumplirlo todo. Para él, arriba y abajo, lo grande y lo pequeño, son lo mismo. Ocupa con gozo el lugar que se le ofrece, porque el logos es idéntico en todo lugar y en toda acción. Puede dirigirse hacia toda forma y obrar en todo sentido, porque no conoce, ni escoge ni diferencia. Por el sacrificio se ha hecho su vida una con la del logos, y ve a Dios en todo y todo en Dios.
¿Qué le importa el lugar o la forma, si él mismo es la vida consciente? "Nada tiene, y posee todas las cosas"; nada pide, y el universo entra en él. Su vida es dichosa, porque es uno con su señor bienaventurado; al utilizar la forma para el servicio, sin sujetarse a ella "pone fin al dolor".
Los que comienzan a comprender las maravillosas posibilidades ofrecidas al que se asocia voluntariamente a la ley del sacrificio, experimentarán sin duda el deseo de comenzar esta asociación voluntaria antes de poder elevarse a las alturas cuya vaga descripción acabarnos de hacer.
Como toda verdad espiritual profunda, el sacrificio es eminentemente práctico en su aplicación a la vida cotidiana; quien comprende su belleza puede efectuarlo sin vacilar. Una vez tomada la resolución de comenzar la práctica del sacrificio, el hombre debe señalar con un acto de sacrificio el comienzo de cada jornada. Antes que comience la labor del día, él mismo será la ofrenda hecha a aquél a quien consagró su vida.
Así que despierte, su primer pensamiento será la consagración de toda su fuerza a su señor. Luego ofrecerá en sacrificio todos los pensamientos, palabras y acciones de la vida diaria, efectuándolo, no por el fruto que reporte, ni como un deber, sino por ser en aquel instante, la mejor manera de servir a Dios. Todo lo que le ocurra, lo aceptará como expresión de su voluntad. Gozo, pena, inquietud, éxito, derrota; toda cosa debe bien recibirla como indicadora del camino de su servicio. Recibe con gozo las cosas que le llegan, y las ofrece en sacrificio; las que se van, las pierde con gozo; puesto que se van, es que el señor no las necesita.
Todas las potencias de que el ser dispone, se consagran con gozo al servicio; cuando le faltan, acepta la privación con ecuanimidad dichosa; puesto que han de ser disponibles, no tendrá ya que emplearlas.
Igualmente el sufrimiento inevitable, fruto de un pasado no redimido aún, puede trasformarse, por la aceptación, en sacrificio voluntario. El hombre que voluntariamente acepta este sufrimiento, puede ofrecerlo en don y trasformarlo así en fuerza espiritual.
Cada vida humana depara ocasiones innúmeras de realizar la ley del sacrificio, y cada vida humana se convierte en una potencia a medida que las ocasiones surgen y se utilizan. Sin ninguna expansión de su conciencia en estado de vigilia, el hombre puede llegar a ser un trabajador en los planos espirituales, porque descarga en ellos energías que desde allí se esparcen profusamente en los mundos inferiores. Su renunciamiento aquí abajo, en su conciencia inferior, aprisiona en el cuerpo, despierta responsivos estremecimientos de vida en el aspecto búdico de la mónada, que es su verdadero Yo; acelera la época en que esta iniciativa gobierne y rija todos sus vehículos, empleándose a voluntad la obra que quiera cumplir. Ningún otro método asegura un progreso tan rápido ni tan pronta manifesación de todas las potencias latentes en la mónada, como la comprensión y práctica de la ley del sacrificio. Por esto ha sido llamada por un maestro "la ley de la evolución del hombre", tiene, en verdad, aspectos más profundos y más místicos que todos los que se han estudiado aquí; pero éstos se revelarán, sin palabras, al corazón tranquilo y amante, cuya vida es por completo una ofrenda y un sacrificio.
Pertenece al orden de cosas que no son sino para oídas, en la calma interior; una de esas enseñanzas que sólo la "voz del silencio" puede exponer. Entre estas enseñanzas también se encuentran las profundísimas verdades que tienen su raíz en la ley del sacrificio.
Se extrañará que en esta interpretación no hayamos mencionado directamente los personajes de la leyenda de Hirann; mas la filosofía de este mito, interpretado en abstracto, desde el punto de vista del sacrificio necesario de los grandes iniciados, va enteramente de acuerdo con la anterior exposición teosófica. Sin embargo, añadiremos que, los teósofos aceptan como suya también la interpretación, en la cual Hiram es el Sol; Salomón, el 2o. Logos; Hiram II, Rey de Tiro, el primer constructor, etc.
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