lunes, 13 de noviembre de 2017

SIMBOLOS DEL APRENDIZ



Sin duda, uno de los símbolos más característicos del grado de aprendiz es la piedra bruta, de la que ya hemos hablado en diversas ocasiones. Su aspecto, lleno de aristas, es obviamente la imagen misma de lo deforme, es decir, de lo que esta por hacer y por formar. Por lo tanto, habiéndosele revelado, gracias a las primeras purificaciones, su naturaleza informe y grosera, el aprendiz deberá extraer el «orden del caos», re-creándose y re-haciéndose a sí mismo con la ayuda del Arte Real, que virtualmente le fue transmitido por el rito de la iniciación. Para lograrlo sólo cuenta con su voluntad y con su recta intención, dos cualidades de su ser que en la Masonería están simbolizadas por el mazo y el cincel, herramientas con las que deberá acometer los primeros trabajos sobre la piedra bruta.
 
Ciertamente, es con la fuerza emanada de la  (del mazo), chispa del fuego divino en el corazón humano, con la que el aprendiz impulsará la obra regeneradora. Es este un impulso, o motivación, que naciendo en el interior se dirige hacia el exterior (del centro a la periferia), el cual representa todo el conjunto de las influencias que durante el transcurso de su existencia ha ido recibiendo del medio profano (familiar, social y cultural), y que lo ha moldeado psicológicamente, convirtiéndolo en el producto de un «sueño» concebido por una especie de entidad colectiva y amorfa, entidad que está constituida por ese medio mismo.
 
Pero no son las influencias externas las únicas que mantienen al hombre en un estado de ser por debajo de sus auténticas posibilidades. Hay que considerar también, en este sentido, las carencias propias incluidas en la naturaleza humana, nuestros defectos «congénitos», que nacen con nosotros como una «marca» o «sello» que evocan el oscuro recuerdo del «pecado original» que condujo a la «caída» de Adán, nuestro antepasado mítico. Nos estamos refiriendo, concretamente, a lo que teológicamente se denominan los «siete pecados capitales» (reflejos invertidos de las «siete virtudes») y que, con menor o mayor proporción, se encuentran en todos los hombres.
 
Más, para que esa energía centrífuga de la voluntad «golpee» en tan dura piedra, es necesaria la facultad de la inteligencia discriminativa (el cincel), que «distingue» y separa lo esencial de lo superfluo, o que niega lo que no es beneficio exclusivo de la verdad. Hablamos del auténtico «rigor intelectual», con el que poco a poco se irán rectificando las asperezas del egoísmo radical y las imágenes mentales a él asociadas, poniendo, como se advierte en algunos manuales «un freno saludable a las pasiones», cualesquiera sea el signo o máscara que éstas adopten.
 
Bajo la acción de ese rigor se disciplina el carácter (se cincela y talla), al mismo tiempo que la psiqué, al liberarse de sus servidumbres y miserias, deviene el «plano de reflexión» horizontal donde las influencias celestes se plasman haciendo posible la transmutación por la atracción vertical que ellas ejercen. De otro lado, la energía del rigor, en cuanto que libera de ciertos nudos psicológicos, es también una manifestación del amor, y por cierto de la belleza, tal cual se hace patente en la concretización de la obra realizada conforme a su arquetipo o modelo eterno.

No obstante, el trabajo sobre la piedra bruta que conjunta y simultáneamente llevan a cabo el mazo de la voluntad y el cincel de la inteligencia, necesitan, para su cumplimiento efectivo, de un orden en el tiempo.

Debe, pues, intervenir aquí una tercera herramienta, inseparable de las otras dos: la regla de veinticuatro pulgadas, la cual simboliza «las 24 horas del día que el masón debe emplear en la realización del bien». Sobre esta regla, que por su forma es un símbolo axial, he aquí lo que nos dice el Rito Emulación:
 
«La regla de 24 pulgadas representa las 24 horas del día, en las que debemos pasar una parte rogando al Gran Arquitecto Todopoderoso, otra a trabajar y reposar, y otra, en fin, a servir y ayudar al amigo o hermano que lo necesite, sin perjuicio para nosotros o para nuestra familia».
 
Como se puede comprobar, se encuentra en esta fórmula (que sintetiza perfectamente la enseñanza de la regla masónica) una clara alusión a la famosa divisa alquímica "Ora et Labora", con la que los maestros alquimistas querían destacar que la Gran Obra hermética (e iniciática) no puede realizarse sin estos dos pilares fundamentales que son la oración y el trabajo. En este sentido, existe una «alquimia de la oración» en todo método iniciático y tradicional, consistente en la invocación reiterativa de los nombres o "palabras de poder" que expresan determinados atributos o energías divinas.
 
Así, en el esoterismo islámico una parte importante de su enseñanza se centra en el dikr, que es la repetición incesante del Nombre (o nombres) de Dios; otro tanto puede decirse en lo que respecta a la Cábala hebrea, e incluso, sin ir más lejos, en el propio cristianismo, especialmente en el hesicasmo de las escuelas orientales, herederas de la doctrina luminosa impartida por los antiguos Padres del desierto, los que pusieron en práctica la «oración del corazón», basada en la pronunciación del Nombre de Jesús.
 
En el caso de la Masonería, el ruego o plegaria se dirige a la Todapotencia del Sumo Artesano, a su energía creadora que organiza el orden y la simetría de la arquitectura cósmica. Y es precisamente en comprender las leyes que regulan la estructura sutil de esta arquitectura, recreándolas en la reiteración del rito cotidiano y diario, en lo que consiste fundamentalmente el trabajo y el método de conocimiento masónico, los que para ser válidos y realmente transformadores, deben realizarse siempre a «la Gloria» y en «el Nombre» del Gran Arquitecto.
 
En vinculación con esto, añadiremos que la lectura atenta y meditada de los libros sagrados también representa una forma de la oración; no en vano éstos han sido escritos por los profetas y sacerdotes por revelación directa del Verbo divino, y se dice que de esos libros ni tan siquiera una coma o punto debe suprimirse, tal es el carácter esencialmente «teofánico» (y por ello simbólico) del que están impregnados.
 
Naturalmente, tanto el rito del trabajo como el de la oración y el estudio, deben ir acompañados de una cierta disposición del espíritu que facilite la tan necesaria concentración. Al logro de esa disposición contribuye el cumplimiento de una norma que la Masonería impone a sus miembros: la «ley del silencio», la que tiene que ser escrupulosamente mantenida durante todo el tiempo que dure el período de aprendizaje. Sin duda, es ésta una de las múltiples herencias que nuestra Orden ha recibido del pitagorismo, que consideraba a dicha ley como un requisito ineludible a seguir por todos los neófitos ingresados en la cofradía; su importancia era tal que su incumplimiento era suficiente motivo para la inmediata expulsión de la misma. A esta «ley del silencio» se refiere el signo, o gesto, ritual del aprendiz de «ponerse al orden», signo que se sitúa a la altura de la garganta, es decir, en el centro gutural emisor de la palabra. Diremos que este signo (ejecutado con ambas manos y pies) describe las formas geométricas de la perpendicular (o plomada), el nivel y la escuadra, lo cual es bastante significativo, pues estas tres herramientas condensan la totalidad de la enseñanza simbólica de los tres primeros grados masónicos. «Ponerse al orden» es ir conformándose paulatinamente al influjo de esa enseñanza, lo que requiere un previo «acallamiento» de las «voces» y «pasiones que se agitan en el pecho», y que constantemente pugnan por salir al exterior, retrasando, o truncando definitivamente el proceso de la realización espiritual.
 
Por otro lado, en su aspecto de ascesis purificadora, el silencio que aquí se considera no consiste tan sólo en el mero hecho de «no hablar» (que se toma en todo caso como un símbolo externo de aquél) sino que se refiere más bien a la anulación del «discurso mental» o «discurso interno». En el estado de conciencia ordinaria constantemente nos «imaginamos» e «inventarnos» la realidad, a la que acomodarnos, encerrándola, en los estrechos limites de unos parámetros impuestos por una educación dirigida a supervalorar el eg0 en detrímento del ser. En vez de sumarnos a la vida y comulgar en permanente asombro con su impalpable misterio, nos dispersamos emitiendo hipótesis y opiniones acerca de lo que ella es o debería ser, como si no fuese lo suficientemente rica y generosa (aun en sus tremendas y crueles paradojas) para que sea necesario añadirle cualquier otra cosa que no esté ya incluida en el despliegue de sus indefinidas posibilidades.
 
Y eso no es todo, sino que en su desenfreno esa dispersión incuba el versátil «demonio de la dialéctica», artífice de una superestructura mental viciada de nadidad, un monstruo grotesco con los pies de barro. Acallando ese discurso, que se traduce en indigerible verborrea, aprendemos a escuchar (cualidad, por cierto, bien escasa hoy día), dejando espacio para la manifestación de otras «voces» que brotan de lo más profundo de nuestro ser con la fuerza que otorga la comprensión de los principios universales contenidos en el mudo lenguaje de los símbolos. De esta manera, ejercitando la práctica del silencio interior, el aprendiz puede acceder a la realidad de un tiempo y un espacio cualitativos (sagrados) imprescindibles para la recepción de las ideas, de la teoría, que se transmiten de arriba a abajo, de lo superior (lo celeste) a lo inferior (lo terrestre), conformando una escala o eje medular que ordena nuestro pensamiento y fertiliza la inteligencia. Se obtendrá así una percepción cada vez más sutil y en profundidad del mundo que nos rodea y de nosotros mismos, coadyuvando a la posibilidad del nuevo nacimiento prometido por la iniciación.

A pesar de que la «ley del silencio» se refiere concretamente al primer grado, de hecho abarca a todo el desarrollo de la iniciación considerada integralmente. En este sentido, es interesante señalar que en los misterios griegos al iniciado se le denominaba miste, expresión emparentada etimológicamente con las palabras «mito» y «misterio», ambas procedentes de la raíz «mu», de donde proviene el verbo muó y muein, que significan «callarse», «enmudecer», y por extensión «estar en silencio». Habría igualmente una íntima relación entre ese «estar en silencio», y la propia ausencia de la visión ordinaria, de la «ceguera» tornada en sentido figurado, y considerada asimismo como un signo distintivo del iniciado.
 
Durante el rito de la iniciación al postulante se le vendan los ojos, sumergiéndose así en la obscuridad más completa. Ello ejemplifica el estado de putrefacción alquímica, o de nigredo, en que se ha sumido todo su ser después de la purificación por el primer elemento, la tierra; pero, por otro lado, ese estado de total penumbra es también un símbolo de la receptividad a la enseñanza tradicional. Dicha enseñanza se vertebra alrededor de lo que ella tiene de «inexpresable», es decir de «secreto» (metafísico), el cual debe estar celosamente guardado «a las miradas indiscretas de los profanos» (o de lo profano que hay en uno mismo), en la soledad y el silencio inefable del corazón.

 

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