miércoles, 29 de agosto de 2018

LA RAZÓN EN LA MASONERÍA


La palabra razón (del latín ratio) tiene varios significados, pero aquí sólo hablaremos de sus acepciones usadas en la filosofía masónica.

Considerada como buen sentido o espíritu humano, es un hecho patente que el hombre está dotado de facultades totalmente superiores a las de los animales, que no es posible dejar de designadas por un nombre especial: la razón.

Algunos pensadores ven en ella una especie de revelación natural hecha por Dios a todos los hombres; en cambio otros no la consideran sino como el desarrollo en su más alto grado de instinto, de las mismas facultades que posee el animal, de tal manera que la razón humana no se distinguiría de la inteligencia animal sino por una diferencia gradual, mas no específica.

Otros filósofos quieren que sea la razón la facultad de percibir el infinito. Del debate de este postulado han nacido muchas escuelas (empirismo, idealismo, etc.) unas que admiten y otras que niegan, con innumerables matices de exposición, la existencia de esta facultad sui géneris llamada la razón pura.


Se llama idealismo el sistema fundado sobre la fe en esta facultad y empirismo el sistema que la rechaza. Los partidarios de la razón como Platón, los realistas de la edad media como Malebranché, tendón, etc., sostienen que las ideas de infinito, absoluto, necesario, eterno, universal, perfecto, etc., son no solamente ideas positivas, sino las más positivas de todas, las que nos ponen en contacto con invencibles y supremas realidades, infinitamente más reales que las cosas de nuestro mundo material. Según ellos, esto no se alcanza por un esfuerzo, por un trabajo cualquiera del espíritu, sino de un salto y por una viva percepción que tenemos de íntimo conocimiento de todo este mundo de ideas (ideas innatas o a priopi).

La experiencia no es la fuente de nuestros conocimientos; al contrario, ella nos sería imposible sin la presencia anterior de estas ideas primas, causa y condición indispensables de toda la vida intelectual. En este sistema, los objetos de la razón, por ejemplo, las ideas de casualidad, sustancia, tiempo y espacio infinito el bien, la verdad y lo bello absolutos, etc., no son sino manifestaciones de una sola y perfecta realidad que no es otra que Dios mismo, y no hay que pensar en derivadas en ningún grado de las facultades inferiores de sensación, percepción, razonamiento, abstracción, etc.

En el sistema contrario, la razón no es esa facultad maestra, esa "luz que ilumina a todos los hombres que viven en este mundo", siguiendo el lenguaje del idealista Malebranche. Sencillamente es una facultad de generalización, una especie de síntesis de todas las experiencias, que nada nuevo nos revelan; pero que se aplica a hacernos clasificar, coordenar, sistematizar en grande las naciones dispersas, que debemos a la experiencia interna o externa. Tal es el sistema de Aristóteles, de los nominalistas de la Edad Media, de Locke, de Hume y de los positivistas modernos, de los cuales uno sobre todo, Stuart-Mill, se dedicó a reconstruir la teoría lógica desde este punto de vista.

Según estos pensadores, las ideas más arriba enumeradas no son otra cosa que conocimientos excepcionales y sui géneris. La idea de causa, de substancia, o de infinito, no son revelaciones de Dios; sino frutos de la inducción, resultados de la experiencia, en una palabra: no son ideas absolutas, sino generales: no son objetos percibidos por institución, sino nociones concebidas por un trabajo artificial del espíritu; en fin, son abstracciones, no realidades.

En otra acepción de la palabra razón, las discusiones han versado sobre el terreno teológico. Según la teología llamada una "flama vacilante" más propia para engañarnos con sus falsos resplandores, que para guiarnos útilmente. Todos los teólogos ortodoxos van de acuerdo con Calvino en que "Nulia deterior est petsos quam humana ratio". (No hay peste más perniciosa que la razón humana). Según esa teoría, es necesario explicar y justificar esta asombrosa enfermedad de nuestra naturaleza: ¿Cómo se nos podría acusar de no ver bastante claro, si reconocemos que Dios mismo nos ha dado malos ojos y nos ha condenado a las tinieblas?

De este modo, para establecer que la razón es tan profundamente importante, es preciso admitir el pecado original, que explica cómo una caída esta enfermedad natural. Ya establecido esto, natural es buscar los medios para restablecer nuestra naturaleza vencida cosa imposible sin una ayuda sobrenatural, puesto que la naturaleza corrompida estaría imposibilitada para regenerarse a sí misma. Se ve, pues, por esto solo, que la razón es considerada como débil insuficiente y ciega, para lo cual el supranaturalismo es necesario.

En la teología liberal, por lo contrario, la naturaleza es considerada como imperfecta; sin duda pero buena y capaz de progresar. De ahí que no haya necesidad de ningún socorro sobrenatural para levantar y salvar al hombre. En tanto que, según la ortodoxa, la razón no puede nada sin la fe, la teología liberal admite, por lo contrario, que la mejor fe es obediencia a la naturaleza y particularmente la razón, único medio de que dispone el hombre para alcanzar la verdad. Esta teología no tiene, pues, la razón como una especie de instrumento deformado o falso, sino, a falta de mejores facultades y atributos más perfectos, como un excelente órgano con el cual Dios ha dotado al hombre para su bien.

Problema muy debatido en las escuelas teológicas y filosóficas, ha sido éste: ¿existe una razón impersonal?, o en otros términos: ¿la razón es siempre de un individuo, y por consiguiente, distinta de la de los demás individuos? Según los idealistas y los racionalistas, la razón es una facultad esencialmente impersonal; es estoico. Cleantho hablaba ya de la razón universal, el koinos logos. La palabra misma de sentido común indica, como lo hace notar, Descartes, que es la facultad más igualmente repartida entre la especie humana. Sin embargo, es muy difícil formarse una idea justa de lo que pudiera ser esa especie de inteligencia colectiva, común a todos y que en todos reside, aunque en diversos grados. Y el empirismo se ha asido vivamente de esta facultad para negar la impersonalidad de la razón y para presentar cada espíritu como dotado de un poder de pensar según reglas constitutivas que son el único fondo común entre todos los espíritus y todos los pensamientos humanos. Este problema por otro lado va muy íntimamente unida al de individuación.

Acabamos de ver cómo los filósofos de todas las escuelas explican la razón. Mas si nuestra opinión va con la de los libre pensadores modernos, nos queda una cuestión de muy alta importancia todavía: es el problema de la autoridad de la razón, de la legitimidad del derecho que pretende poseer para imponer sus decisiones como soberanas e indiscutibles. Si todo lo que proclama la razón, tal como la concibe el libre pensamiento, es necesariamente verdadero ¿existe entre esta facultad y la realidad de las cosas, un lazo de unión, una relación necesaria? En otros términos: ¿cómo un libre pensador, que no puede creer en la existencia de la razón impersonal, y que no apoya la autoridad de la razón sobre Dios mismo que la había dado al hombre como el medio de alcanzar la verdad, puede representarse su razón individual como esencialmente ligada a la realidad exterior?


Las decisiones de nuestra razón constituyen juicios individuales, y todo juicio se resuelve en el movimiento interior de ciertas ideas que se enlazan unas a las otras cuando el juicio es afirmativo, o que se alejan mutuamente cuando el juicio es negativo. Pero, estas ideas ¿qué son ellas mismas? Son representaciones más o menos exactas de las cosas extremas. Si estas representaciones fueron de una exactitud perfecta, los movimientos de nuestras ideas podrían no ser sino la representación fiel y a menudo anticipada de todos los movimientos que se verifican entre las cosas externas. Tal es el verdadero enlace que une la razón a la realidad.

Si un hombre pudiera estar seguro de que todas sus ideas son perfectamente exactas, sólo le faltaría una cosa para darle el derecho de asentar como ciertas todas las decisiones de su razón, y sería la de estar seguro, al mismo tiempo, que tuviera ideas de todo lo existente, sin excepción, puesto que lo que él ignorase podría tener influencia perturbadora sobre los resultados, y su razón no podría adivinar esta influencia. Como se ve, esta condición es imposible. Por consiguiente, dos causas se oponen, y se opondrán siempre a considerar todas las otras razones individuales como verdades indiscutibles: a) lo incompleto en la representación del mundo exterior por las ideas del individuo, y b) lo que a menudo hay de inexacto en esa representación.

El progreso de la razón humana, si nunca llegara a hacer desaparecer esas dos causas, constantemente las reducirá: ésta es la luz que poco a poco va disipando las tinieblas. Si el hombre nunca poseerá sino una parte de la verdad, el grado de compañero nos exige que, en nuestra razón individual, esa parte sea la mayor posible, dentro de nuestro eterno aprendizaje. La luz que actualmente nos procura la razón aún está lejos de igualar la claridad del día, pues apenas es un débil crepúsculo; pero cuando se marcha por un camino sembrado de obstáculos y de precipicios, la más débil claridad es mil veces preferible a la oscuridad de una noche profunda.

Nada hemos dicho sobre la razón suficiente. No podemos ser muy extensos, por lo cual suplicamos a los Queridos Hermanos Francmasones que sobre este particular lean la Teodicea le Leibniz.

Una idolatría nueva, no de otro modo puede llamarse el culto, o fiesta de la razón que instituyó en Francia el movimiento anticatólico de la revolución de 1793. Intolerancia de parte de la clerecía e intolerancia de parte de los revolucionarios exaltados, en medio de las ideas filosóficas de la época se produjo este curioso culto. El clero católico mismo, como se sabe, se había dividido en dos fracciones: la juramentada y la realista.

Muchos sacerdotes filósofos, no veían en su ministerio, sino una cátedra de moral, más bien que de teología. Se había propuesto la supresión del presupuesto de cultos, pues la idea de un gobierno laico ganaba terreno.

La revolución fundió campanas para fabricar cañones, usó ornamentos eclesiásticos en los servicios de los hospitales militares y fundió también los sepulcros de plomo para hacer balas. Estando la patria en gran peligro, pero a la vez pasando gran penuria, fueron enviados a la convención los santos de oro y plata, etc., para subvenir a las necesidades hacendarias del estado; Ruhl, el enérgico patriota alsaciano, en una solemnidad pública rompió la famosa y legendaria santa ampolleta que había servido para la consagración de los reyes.

Así las cosas Anarchasis Cloots y otros, pidieron a Gobel obispo constitucional de París, que se despojara solemnemente de sus funciones. Así lo hizo Gobel, que era un filósofo y patriota; aunque no abjuró ninguna doctrina. Sus vicarios y sacerdotes lo imitaron, y el ejemplo fue seguido por millones de sacerdotes franceses; fue lo que se llamó la desacerdotización. La convención acogió con entusiasmo estas demostraciones; pero hasta entonces no se ejercía violencia en las conciencias.

Después de esta manifestación, la comuna y el departamento ordenaron que se celebrase una fiesta a la razón el 20 de brumario (10 de noviembre), en la Iglesia de Notre-Dame, de París. Una montaña simbólica fue erigida en el coro, rematada por el templo de la filosofía y sobre una roca brillante la antorcha de la verdad, y se desarrolló un programa literario musical. Sobre el altar, la razón fue representada por Mlle, Aubry, artista de la ópera.

En realidad se trataba de un culto ateo que tuvo mucho éxito y desarrollo en toda Francia; pero Robespierre, y con él otros masones deístas (como debemos serlo según nuestro gran Landmarck) sólo vieron en este nuevo culto una resurrección de las SATURNALES de la antigüedad, "las saturnales del ateísmo y del filosofismo" como el mencionado Robespierre decía con desprecio. Desde el 1º de frimario (21 de noviembre) había hablado en este sentido en los Jacobinos, y Danton y Desmoulins también se pronunciaron en contra de los innovadores. Fue invocada la libertad de cultos, la cual fue garantizada por el decreto del 16 de frimario (6 de diciembre) que Robespierre arrancó a la Asamblea.

Poco tiempo después, los autores del Culto de la Razón subieron al cadalso: fin lamentable, pues los hombres, por muy extraviadas que sean sus ideas, nunca deben pagar con la vida su modo de filosofar; la libertad del pensamiento que es sagrada.


 

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