El concepto de virtud, como otros relacionados directa o indirectamente con la moral y la ética, conforman convenciones ilustradas normalmente admitidas. Acaso sea la palabra convenio la que mejor defina el carácter propio de "lo moral" tal y como nuestro mundo y nuestro sistema nos tiene habituados, pues, efectivamente, hay tantas éticas y morales, luego virtudes normalmente aceptadas, como sistemas culturales; no obstante, a tenor del flujo que toma el sistema moderno bien puede decirse que se ha llegado, al menos en Occidente, a una ética global y a una moral instaurada como superestructura volitiva y corno pauta de conducta.
El sistema moderno está cada vez, si cabe, más alejado del contenido que se esconde detrás de estas palabras, pero aquí no nos interesa esta cuestión ni nos perturba la simplicidad con que la modernidad, es decir, el ámbito profano, trata no sólo estos aspectos que consideramos sino, en general, todo lo referente a lo que de verdad define y perfila al ser individual, que en su realidad ternaria está provisto de todos aquellos elementos que le son necesarios para el autentico conocimiento de si mismo, más allá de determinaciones mentales, es decir, históricas, que no lo son tanto si advertimos que ellas están sometidas al devenir, luego que son cambiantes dependiendo muchas veces de intereses ajenos al ser mismo.
Para nosotros, finalmente la Virtud, como la moral y la ética, no difiere en absoluto del compromiso iniciático bajo el cual trabajamos a la Gloria del Gran Arquitecto del Universo. Pues, en efecto, si, como dijo René Guénon, la Ortodoxia masónica consiste en seguir fielmente la Tradición, podría decirse que la Virtud deviene justamente de este compromiso que la Masonería tiene consigo misma y con la Tradición que vehicula; compromiso que, desde luego, lo es de todos sus miembros esparcidos por la faz de la Tierra.
Para un masón ¿qué otra virtud podría haber más que aquella que se desprende de ser fiel receptáculo y transmisor del contenido tradicional e iniciático? es decir, transmitir y vivificar mis símbolos, ritos y mitos, única manera de actualizar los contenidos tradicionales. De hecho, esta Virtud a la cual nos referimos, no es masónica en sí, sino común a todo proceso iniciático.
Puesto que macro y microcosmos son análogos, bien podemos decir que si estamos en la Edad Oscura esto no significa qua la Edad de Oro no pueda florecer en el corazón de cada cual, como una realidad siempre actuante, pues unida está sutilmente con el Principio: de hecho, la Edad de Oro es una expresión de su infinita perfección. Valdría decir que no hay, en realidad, otra Edad de Oro más que aquella que adquiere la consciencia en su camino ascendente hacia la Gnosis. Por eso nuestra Orden tiene y conserva orígenes míticos siendo los masones miembros de aquel "coro del inmortal amor" al que alude Porfirio: un canto y un sacrificio a la vez, una voz única sin tiempo ni lugar pero claramente perceptible en cualquier tiempo y en cualquier lugar.
Si históricamente la tradicción se ha mantenido, no sin controversia, a través de sus adeptos, es la virtud la que une, como el como el cemento que esparce el Venerable Maestro, lo de arriba con lo de abajo, siendo justamente en medio (pues la Virtud esta íntimamente relacionada con la justicia) donde se sitúa el masón dando testimonio de que más allá de lo individual, lo universal es lo realmente trascendente. En este sentimiento, podemos decir que la Virtud es un estado del alma y no una de sus actitudes y que este estado del alma no es más que la manifestación del Amor que hace que lo semejante se conozca por lo semejante; por ello, también, este estado del alma podría verse como un lugar común a quienes participan de lo universal y no una convención ni una pauta de comportamiento.
Es por la Virtud que la cadena se mantiene unida, pues es notorio advertir que sólo si el eslabón se cierra podrá formar parte de ella.
La Tradición no es una forma de vida, sino aquello que da la Vida, sea cual fuera la forma que ella adopte. Saber cuáles son nuestras raíces y debernos a ellas y saber cuál es nuestro destino y cumplir con él. Y es precisamente, también, debido a la Virtud como el masón quiere conocerse y reconocerse en el centro de la Logia, como único lugar común con su verdadera personalidad; pues es efectivamente este centro el que simboliza, en el plano de la Logia, a la Unidad metafísica; y la plomada o fiel que sobre este centro se cierne ejemplifica esta vertical en torno a la cual todo gira, este eje al que se suman los iniciados.
En verdad, podría decirse que todos aquellos intereses que no soporten la idea de Unidad metafísica y, sobre todo, aquello que está más allá de ella, son ajenos a nuestra Orden y que es precisamente la Virtud la que nos habla de no confundir la trascendencia metafísica con la impresión psicológica de trascendencia ya que esta última, si bien importante por cuanto abre un espacio significativo en la existencia individual, es limitada precisamente por su carácter individual.
Es igualmente por la Virtud por la que somos capaces de dejar los metales fuera del Templo sabiendo a ciencia cierta que los metales más pesados son los más intangibles, aquellos que llevamos en los bolsillos de nuestra psique: nuestra Logia está viva no por nuestra presencia, sino por la presencia de la Unidad en su centro.
Pudiera parecer, a tenor de lo dicho, que la Virtud es un don que se adquiere por inducción; en cierta manera deberíamos decir que el estudio paciente de los símbolos y mitos y la participación consciente en los ritos promueven en el oficial una transmutación psíquica que lo acerca cada vez más a la entera superación de su individualidad, expresada justamente por su carácter psicológico. Ciertamente, así puede decirse, pues esto es aquello de lo que se trata cuando nos referimos al pulimento de la Piedra bruta, labor a la que el iniciado se introduce, digámoslo de paso, sin ninguna garantía de éxito, pues el éxito no es una palabra que figure en el diccionario masónico: la gnosis no ofrece garantías, nada más que de aquello que está íntimamente relacionado con el misterio.
La cruda realidad es que la Tradición le pide al iniciado que deje de ser él, sin más, y es por la Virtud que aquel comprende que se le han ofrecido todos los medios necesarios para tal fin.
Decíamos que pudiera parecer que la Virtud es un don que se adquiere por inducción, pero si bien se piensa se verá que un determinado estado del alma impele a ciertos individuos a conocerse a si mismo, o en otras palabras, al sacrificio por el Conocimiento, y a otros no, lo que no es más que la expresión de ciertas determinaciones ontológicas que signan la realidad de cada cual.
Hay ahí una Virtud innata (aquella fuerza que impele a los Filósofos a buscar a Sophia) que, de todas maneras, habrá que desarrollar. De su despliegue deriva la moral y la ética, la forma de ser, la conducta. Todo se ordena en torno al desarrollo de esta Virtud, pues ella es también la manifestación palpable de la altura intelectual del iniciado.
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