sábado, 18 de agosto de 2018

TEORÍA FILOSÓFICA DEL SEGUNDO GRADO

 
La masonería ha tenido en todo tiempo numerosos enemigos: unos para satisfacer un vil interés y teniendo una ambición de romper las barreras que oponían a la marcha progresiva del espíritu humano, le han hecho una guerra sorda, o declarada, unos y ¡otros, sin apreciarla y sin conocerla, han alimentado contra ella necias y absurdas prevenciones.
 
La perfidia de los primeros, la indiferencia de los segundos nada han hecho contra una institución cuyas bases son inmutables, pero puesto que se nos acusa de retroceder cuando las generaciones avanzan, opongamos a esas ridículas calumnias algunos hechos históricos que ningún profano puede negar; veamos si conforme a los usos y costumbres de nuestros antiguos maestros, los primeros que elevaron templos al Grande Arquitecto del Universo, no somos siempre dignos de estar al frente de la civilización contemporánea y de llevar la bandera de la emancipación social.


 
Cuando se quiere hacer un estudio serio y profundo del género humano, es preciso ir a buscar inspiraciones y ciencia en los delicados climas de las zonas templadas; allí se le encuentra con su bella naturaleza y con sus soberbios y divinos atributos en esos países donde la tierra es tan fuerte, tan vigorosa, tan rica en principios fertilizadores, donde colocaron también los sabios de la más remota antigüedad el nacimiento del primer hombre.
 
Sin duda la edad de oro tan cantada por nuestros antiguos poetas, era el estado de felicidad fraternal en que vivían las primeras generaciones. Pero puesto que su paso por el mundo no ha dejado rastro alguno, no hablemos de ella; apoyémonos en dos principios dogmáticos que tienen su germen en nuestros corazones y que indican la naturaleza de los trabajos del templo simbólico que elevan al Grande Arquitecto del Universo hace cerca de seis mil años los hijos de la verdadera luz (quiero hablar de la fraternidad universal, de la unidad y de la creencia en Dios).
 
En la primera época el mundo se encuentra una serie de generaciones que se dividen en dos categorías unisociales, fraternales: la familia o la sociedad del padre, el patriarcado o la sociedad de algunos, gobernada por el más sabio y el más antiguo. Esta cadena de unión que dio nacimiento a los primeros pueblos, sirvió a todas las naciones que les sucedieron, y no se encontrará ninguna, sea grande, sea pequeña, que no tenga su núcleo social en el espíritu de fraternidad; aún podemos agregar a esas dos categorías la de los antiguos reyes porque los primeros reyes de Egipto, de Grecia y de Roma, no eran más que los fieles guardianes de la fraternidad nacional.
 
Aquí no existe ni oposición ni excepción: la historia no tiene más que una voz; somos, pues, la sociedad más antigua, la más seria, la más legítima de todas las que existen, puesto que, si se quiere permitirme la expresión, hemos conservado el tipo de la sociedad modelo impuesta por la naturaleza, sociedad aprobada por la sabiduría de todos los siglos. No porque la ambición y el egoísmo hayan perturbado el orden del progreso moral de la sociedad, es menos cierto que el principio fraternal que es su alma y el único que puede hacerla volver a su vía natural existe siempre, que hace cerca de seis mil años arde su fuego en nuestros templos; que nosotros los francmasones por nuestra perseverancia y por nuestro valor hemos vencido la superstición y la ignorancia que le oponían incesantemente una resistencia bárbara y nadie puede quitarnos esa noble y gloriosa victoria.
 
Ya sea un instinto providencial o ya el efecto de una intuición divina, la creencia en Dios es en nuestra alma, como esa planta que brota en un terreno que le es propio; crece, se engrandece, se fortifica con nuestra razón, nos sigue hasta el sepulcro para robustecer nuestras inspiraciones morales y conducirnos en alas de la esperanza a las puertas de la eternidad.
 
La creencia en Dios es, como dice Pascal hablando de la naturaleza, una primera costumbre, porque aun el ateo, a pesar de los esfuerzos, inauditos que hace para rechazar de su espíritu esa gran verdad, se ve obligado a consagrarle una parte de sus pensamientos y de sus meditaciones.
 
El culto tributado al Grande Arquitecto del Universo es una condición especial de nuestra humanidad y una necesidad social de todos los pueblos; el hombre no puede levantar los ojos al cielo sin que se apodere de su alma un sentimiento de respeto y de veneración; los pueblos no podrían existir sin ese sublime sentimiento. Ese culto ha sido perturbado o más bien adulterado, sin duda, por ritos extravagantes y ceremonias ridículas; pero en su origen era sencillo y puro como el sentimiento que le había inspirado. El culto de los primeros habitantes de la tierra, dice Porfirio, era sencillo como sus costumbres; algunos terrenos amontonados en sus campos formaban el altar el cual iban a ofrece al Dios de la naturaleza las flores y los frutos de cada estación. Los judíos, en la bella época de su emancipación social y política, observaron la sencillez religiosa de sus primeros padres. Ya conocéis esos hermosos versos de Atalía hablando de una fiesta sublime.

"Y cuando la trompeta sagrada anunciaba la vuelta de aquel día, el santo pueblo inundaba en tropel los pórticos del templo adornado por doquiera de magníficos festones; e introducido con orden ante el altar, llevaban en sus manos los nuevos frutos de sus campos".


 
Sólo nosotros los francmasones hemos conservado la pureza virginal de ese culto antiguo; consagramos al Grande Arquitecto del Universo nuestras adoraciones y nuestros homenajes; en nuestras fiestas solemnes adornamos nuestros templos de festones y de flores; somos, pues, lógica e históricamente hablando, la sociedad más antigua, más inteligente y más verdadera de la tierra.
 
Se nos dirá que las instituciones religiosas y políticas debían haber variado sus formas y sus usos según los tiempos y los lugares, y nosotros responderemos: Nada es más justo que obedecer a las necesidades de los tiempos; ceded al torrente de las ilusiones a que os arrastra la civilización; dad a vuestros trabajos un prestigio de novedad; lisonjead las debilidades inherentes a nuestra naturaleza; variad el lujo y el brillo de vuestras solemnidades religiosas y de vuestras fiestas públicas; haced más, modificad sin destruir su principio moral nuestras leyes y nuestras creencias, como lo hicieron Solón en la Grecia y Justiniano en Roma; pero puesto que la casualidad os ha elevado sobre los demás, haceos dignos de ese honroso favor con ejemplos de sabiduría y de virtud; no alimentéis por un culpable deseo de ambición las pasiones ávidas y ambiciosas de los unos, las preocupaciones y las supersticiones de los otros; no sofoquéis los instintos elevados de la humanidad; no le impidáis satisfacer sus necesidades morales, porque detendrías así los progresos de la inteligencia y harías imposible una sociedad de hermanos.
 
Acabo de exponer a grandes rasgos los dos principios tomados en la naturaleza del hombre, que han dado un cuerpo y un alma a la masonería y servido de base a sus doctrinas; ahora sigamos la cadena de los siglos para estudiar la marcha organizadora de esa santa institución.
 
Mientras duró el régimen de la comunidad fraternal, la inocencia y la sencillez de las costumbres aseguran tranquilidad y la felicidad comunes, y los códigos de moral y de religión, las leyes civiles y políticas: todo lo que tienda a encadenar la libertad y las voluntades del hombre era inútil; pero desde el momento en que lo tuyo y lo mío vinieron a imponer su bárbara tiranía en que cada uno quiso tener su parte en el gran dominio de la naturaleza y separarla de la de su vecino, el interés, padre de todos los crímenes, la ambición que los provoca se apoderaron de los espíritus y fueron árbitros soberanos de los destinos sociales; entonces fue preciso poner bajo la protección del cielo la salvación de la tierra.
 
En imperiosa necesidad hizo nacer el pensamiento de elevar vastos monumentos, de consagrarlos al estudio de la sabiduría y de la verdad así como a la conservación de los principios que hacía tantos siglos habían hecho la felicidad de la tierra; hombres de un espíritu fuerte y de una conciencia recta, iban a esos lugares de retiro para entregarse a un trabajo tan noble como generoso. Schiller, que no es sospechoso sobre este punto, dice en su historia de Moisés, que en el origen de su institución los sacerdotes del Egipto eran hombres íntegros que se distinguían por una alta sabiduría y una rara virtud.
 
Bien pronto los templos se multiplicaron y fueron el foco de las ciencias y de las artes así como de todos los conocimientos humanos; todo lo que se llama filósofo o sabio, todas las capacidades del mundo civilizado, se halla animado del poderoso deseo de penetrar en los templos para gozar de las ventajas que dan al genio y la ciencia; pero las puertas de los templos no se abrían sino después de largas y penosas pruebas y de un examen severo sobre la moralidad del aspirante.
 
En la teoría iniciatoria reside el organismo de la masonería: el neófito ve en ese trabajo de estudio y de meditación cuanto se acerca a Dios la vida fraternal, y cuan digno le hace de las ventajas que le han sido concedidas por la creación.
 
Se han dicho en el mundo profano tantas impertinentes necedades sobre las iniciaciones, que es importante probar que en el espíritu al pináculo de las altas ciencias, que ellas son las que sirven para escalonar los grados de las profesiones nobles que exigen talento, ciencia y genio.
 
Iniciar es dar la clase de un secreto; es hacer conocer una orden de cosas poco conocidas; es introducir la ciencia y el talento en vía nueva; se inicia en los misterios de una religión, en los de una secta filosófica; se inicia en las ciencias y en las artes, en ciertos ramos de los conocimientos humanos que exigen grandes estudios y profundas meditaciones.
 
Las escuelas de medicina y de derecho, la sorbona y los colegios de ciencias, no son otra cosa que templos iniciáticos donde la teoría de los grados simbólicos se halla simplemente cambiada como el reverso de una tapicería. Se exige primero al aspirante ciertas capacidades y ciertos estudios preliminares; después se le hace sufrir exámenes; cinco profesores le interrogan para apreciar su ciencia y si se le encuentra digno, se le concede un diploma. ¡A vosotros toca juzgar si en la colación de aprendiz y de compañero hacemos otra cosa!
 
Y yo no indico aquí más que un solo grado, el de bachiller. Vienen en seguida el de licenciado y el de doctor, lo que les da mucha analogía con los grados simbólicos. Prosigamos nuestro punto de comparación.
 
La masonería se sirve de la lengua simbólica para ejecutar sus trabajos; los profesores de las ciencias profanas se sirven de la retórica para desarrollar sus teorías y sus sistemas de enseñanza. Estas dos lenguas son a propósito para dar al pensamiento y a todo lo que depende del entendimiento humano, más fuerza y más energía. Ahora bien, la lengua simbólica no solamente es la primera, sino la madre de todas las lenguas; antes de que hubiese palabras para expresar nuestros pensamientos, era preciso representarlos por medio de imágenes, de figuras o de signos jeroglíficos. La retórica vino diez siglos más tarde, y entonces los rectores, los profesores, los oradores, habían invadido las plazas públicas, de las que no son más que débiles imitaciones nuestras escuelas superiores y nuestras tribunas legislativas.
 
Y además, ¡cuán enorme es la diferencia que existe entre una y otra lengua en lo que concierne a la extensión del sentido figurado! La retórica sirve para ornar el pensamiento, para darle más encanto y más brillo; pero no podría dar mayor extensión al sentido que expresa. El simbolismo oculta el pensamiento bajo un velo misterioso, pero le presenta al espíritu con todos sus atributos y todo lo que se refiere a su mito creador.
 
Un neófito en la cámara de reflexiones, despojado de sus metales, rodeado de emblemas que le representan la nada de las cosas humanas, obligado a leer sentencias y máximas que condenan los extravíos de su vida profana, y acabando su estudio de meditaciones por formular sus últimas voluntades, no puede ver en este cuadro de las luces naturales mas que la regeneración de su vida profana; y si no puede comprender todo su conjunto, al entrar al templo con una venda en los ojos, una palabra que parte del altar le abre la vía de las verdades que se han presentado a su espíritu. Encomendad a un profesor de la sorbona que desarrolle con la lógica de las escuelas esta alegoría filosófica; será muy hábil si puede lograrlo en un discurso de tres horas.
 
Así como se echa el trigo a un terreno fértil después de haberle labrado, así también nuestros antiguos maestros no concedían la luz mas que a los espíritus fuertes, a las inteligencias elevadas capaces de sostener su brillo y de difundir sus rayos. Sobre este punto la antigüedad nos ofrece un raro y sublime ejemplo: de un número considerable de neófitos que se presentaron para ser iniciados, ni uno solo fue admitido sin haber dado pruebas de su conducta íntegra y de una razón robustecida por buenos estudios: no se les hacia sufrir las pruebas físicas y morales a no tener semejantes antecedentes.
 
El rito de las iniciaciones se hacía de diferente manera en cada templo. En Tebas, en Menfis, en Sais, las pruebas fueron siempre largas y difíciles; en el antro de Trofonio, duras y crueles; en Eleusis, templo situado cerca de Atenas y consagrado a Ceres, eran más suaves y más fáciles; así es que degeneraron rápidamente, a tal punto, que un poco antes de la predicación del evangelio se concedían los pequeños y los grandes misterios a casi todos los que los solicitaban; lo que os hace ver por qué ciertos individuos, condenados a la ignorancia, tuvieron la fortuna de recibir la consagración masónica.
 
Las iniciaciones en el antiguo universo eran la única vía para llegar en línea recta al conocimiento de las doctrinas misteriológicas, metafísicas, filosóficas, y en una palabra, a todas las ciencias superiores. Era preciso pasar por ese crisol de penitencia y de expiación para ponerse a la altura de las inteligencias contemporáneas.
 
Siguiendo el ejemplo de los maestros perfectos que servían los templos de Egipto, de Persia y de Grecia, los tres grandes legisladores políticos y religiosos del Asia hacían entrar en el rito de sus iniciaciones todo el secreto de su doctrina; por eso exigían de sus neófitos largos y profundos estudios. Confucio imponía a los suyos cinco años de mudez y de experiencias morales; Zoroastro se mostraba igualmente severo; ya sabéis que Moisés consagró la vida de toda una tribu al culto de Jehová.
 
A los iniciados que querían permanecer en el templo y servir al santuario, se les exigía una vida mucho más íntegra y mucho más pura; un ejemplo entre mil probará esta aserción. Un sacerdote consagrado al culto de Mithra, confió su hijo a sus colegas en un momento de agonía, y ellos mismos le pusieron bajo la tutela de su madre; este niño, llamado Manes, conocido bajo la denominación de hijo de la viuda, creció en ciencia y en talento, y llegó a ser una de las primeras celebridades del siglo VI, y el más formidable antagonista de los trinitarios, sobre todo de San Agustín, de quien había sido amigo íntimo. A pesar de su inmenso talento, no fue admitido a celebrar el culto del Sol porque había manifestado en el fuego de la disputa sentimientos apasionados contrarios a la sabia disciplina y a la dignidad del sacerdocio.
 
Resulta de lo que acabo de decir que las iniciaciones fueron instituidas para tener la facilidad de elegir hombres escogidos, fuertes de carácter y de voluntad, a fin de dar a la virtud de la verdad poderosos defensores, capaces de difundir la verdadera luz entre las generaciones, que todas al nacer, parecen llevar el germen de las supersticiones y de los errores de la tierra.
 
Lo que se hacía tres mil años en la India, en la China, en todo el universo civilizado, se hace todavía en nuestros días entre nosotros; echad una ojeada sobre la educación universal y la del sacerdocio, y veréis si las preparaciones preliminares, los exámenes, los grados, los diplomas y hasta las condecoraciones, no son los usos masónicos cambiados y cubiertos de un barniz de novedad que se llama progreso y que ciertos espíritus querrían hacernos aceptar.
 
Ahora, ¿cuáles eran los secretos y los misterios que se enseñaban al iniciado convertido en maestro perfecto? ¿Cuál era el carácter de la verdadera luz que iluminaba su alma? hermanos míos, ni Don Calmet, ni el padre Montfaucon que han registrado todo el repertorio científico y literario de la antigüedad, ni Murcio, ni Lenios, ni Bayle, ni Covet de Bebelin, ni Dupuis que los ha copiado a todos para establecer un sistema religioso astronómico, han podido precisar de una manera exacta el sistema misteriológico que dominaba los estudios superiores del templo; sin embargo, considerando las costumbres y las tendencias filosóficas de los iniciados de la época a que me refiero, es fácil reconocer la antorcha generadora que alumbraba sus almas, puesto que el principio divino se hallaba reconocido en todo lo que era vida y movimiento, y que todo era Dios, como dice Bossuet, excepto Dios mismo.
 
Es de observarse que entre el número considerable de hombres ilustres que recibieron la consagración masónica, ni uno solo dobló la rodilla ante un ídolo, ni uno solo sacó la espada contra su hermano. Si pues las presunciones morales constituyen pruebas en filosofía como en justicia, es evidente que la unidad de Dios, la creencia en Dios y el culto de la fraternidad, eran la única ciencia teológica que se enseñaba en los templos. Esas dos grandes verdades eran como un faro que iluminaba el océano de las inteligencias y marcaba los deberes de la vida común; los servidores del santuario o los maestros prefectos las dividían en doctrinas teológicas y filosóficas que cuidaban de presentar bajo un velo misterioso; pero esos cuadros nada tenían que pugnarse con la razón o que comprometiese el imperio del juicio, porque desde Thales hasta Pitágoras no se vio sabio ni filósofo alguno que, al salir de las que hizo dar a sus ideas, cada uno hablaba de Dios y de sus pruebas iniciatorias, se encontrase turbado en la dirección naturaleza como quería, y formulaba teorías y sistemas sobre las causas primeras y las causas segundas, sin que temiese infringir la ley sagrada del santuario.

La independencia absoluta de los espíritus que las doctrinas del templo autorizaban, abría un ancho camino al eclecticismo filosófico, y el progreso intelectual se operaba sin que jamás el dogma de la fraternidad social y el de la existencia de la unidad de Dios, fuesen atacados ni alterados. Esa gran libertad permitía también a la imaginación entregarse a creaciones fantásticas. He ahí la razón de que cada templo se hallase colocado bajo la advocación de un dios o una diosa, como se ven hoy nuestras iglesias bajo el patrocinio de un santo o de una santa. Pero de que se tomasen por protectores seres a quienes brillantes acciones habían hecho colocar en el calendario del paganismo, no se sigue que el Grande Arquitecto del Universo perdiese nada de los homenajes y del respeto que le eran debidos exclusivamente.
 
No deben confundirse con la leyenda pagana las personificaciones metafísicas que el genio masónico ha inventado para caracterizar los atributos supremos del Grande Arquitecto del Universo. Wischnou en la India, Foé en China, Mithra en Persia, Cristo en la Judea, Hiram y Adonaí, son mitos creadores, conservadores, salvadores o análogos del poder supremo, de Aquél que es el único ante el cual nos inclinamos.
 
Los templos del Egipto y de todo el litoral asiático se conservaron muchos siglos después de la venida del hijo de María; pero bien que ese divino genio consagrase su vida de inmolación a publicar los dos grandes principios que sirven de base a nuestras doctrinas su evangelio produjo algunos cambios en las costumbres y en los usos del templo.
 
Los Esenios, los Terapeutas y otras sectas judías que habían abrazado la fe masónica, se unieron a los unitarios de la primera escuela cristiana, entre los cuales se encontraban los Gnósticos, todos iniciados en los antiguos misterios, todos masones escogidos, tan notables por la ciencia como por el talento; dividieron los trabajos masónicos en dos categorías; una, bajo la denominación del antiguo rito, tomó por bandera la Estrella Flamígera, indicando bajo su velo misterioso la única y verdadera luz que alumbra el mundo intelectual; a otra, conocida bajo el nombre de rito cristiano, puso la cruz en su bandera, indicando la vida inmortal y la regeneración del género humano. Estos dos ritos no formaban ni cisma ni herejía de la masonería. Los ritos no atacan ni la fe ni el dogma: son diferentes maneras de trabajar.
 
Cada gran oriente puede tener el suyo, corno se ve en las grandes divisiones de la iglesia romana: el ritual de Roma no es de París, y el de París no es el de León.

Ahora que se han desarrollado algunos puntos esenciales de la historia masónica, se me permitirá interpelar a esos escritores audaces que consideran un mérito calumniarla y señalarla como una utopía del antiguo universo. Ya conocéis a esa especie de Aristarco que trata con el talento de una Mascarilla y la ciencia de un fígaro los puntos más delicados de los conocimientos humanos, y llena un vasto periódico con su insolente crítica; se atreve a decir que la masonería no es nada ni enseña nada; que es preciso enterrarla con sus viejos harapos o ponerla a la altura de las luces del siglo. La masonería no es nada... Que cuando ha tomado por base las verdades eternas que el cielo y la tierra proclaman, y se ha constituido en la sociedad elemental de todos los pueblos, no enseña nada... Estáis dominados por un profundo error.
 
Enseña a no ser supersticioso, ni fanático, ni hipócrita, ni impostor, a vivir fraternalmente con todos los hombres, a escoger las inteligencias más hábiles para gobernar el mundo: ¿qué más queréis que haga? ¿De qué harapos queréis despojarla? ¿Llamáis harapos a la fe que tiene en la unidad y en la existencia de Dios? ¿A su principio de fraternidad universal? ¿A sus iniciaciones que son la escuela de la inteligencia y del sentimiento moral?
 
¡Queréis despojarla de su poder social y civilizador para hacerla sin duda impía, idólatra e ignorante como la religión del dinero ha hecho al mundo civilizado!... Es preciso ponerla, decís, a la altura de las luces del siglo... ¿De qué luces? De las de los globos, de los caminos de hierro, de gas inflamable, del monopolio del dinero, del agiotaje, del mercado de los granos y de las legumbres? Pero la masonería no es materialista, es toda para el alma y nada para el cuerpo.
 
Nos hacéis un crimen de que presentemos por medio de misteriosas alegorías los poderes ocultos que sorprenden nuestra inteligencia y ocupan constantemente nuestra imaginación. ¿Ignoráis acaso que el Gran Arquitecto, la naturaleza, el universo entero no se expresa más que por medio de misterios, que todas las religiones se han establecido sobre misterios, que todas las naciones han tomado la leche de su infancia y han nutrido su juventud por misterios, que vos mismo sois una obra de misterios? ¿La ignorancia en que os halláis sobre vuestra propia humanidad os dice bastante que Dios ha querido ser el único conocedor de las causas y de los efectos que mueven al mundo, y si establecemos nuestra filosofía sobre probabilidades que cautivan nuestra atención ¿qué tenéis que reprocharnos?
 
No queréis simbolismo; es según vos una lengua antigua sin valor; querríais mejor que nuestra enseñanza se diese en lenguaje académico. Pero vos que sois tan valeroso y tan temerario, id a la plaza pública y a plena luz a predicar una cruzada contra los abusos, los errores, y las preocupaciones, contra el monopolio y los agiotajes de toda especie, y mil otras miserias que subyugan a la sociedad y degradan nuestra naturaleza, y veréis si esa libertad de que con tanta frecuencia abusáis de una manera tan extraña, no os lleva a un punto donde no os es permitido el sol porque cuando el orden público se halla establecido sobre el desorden de las costumbres, no os corresponde, por hacer de reformador y de filósofo, ir a provocar revoluciones y a trastornar el mundo.
 
Permanezcamos como estamos porque no podemos hallarnos mejor; la masonería no puede cambiar sus dogmas divinos, así como el Sol no puede desviarse de su órbita; que será siempre lo que ha sido en todos los tiempos, el centinela avanzado que señala al enemigo de la razón y de la verdad; agrupémonos a su derredor como hijos que aman tiernamente a su madre, y si entre los iniciados se encuentran algunos que no comprenden su santa misión y que se atreven a deciros que la masonería no es nada, no enseña nada, podéis contestarles que no es nada ni enseña nada a los que no tienen espíritu para comprenderla, ni corazón para sentirla.
 
Fuente:
Manual del Compañero Masón - José Díaz Carballo.
 
 

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