miércoles, 7 de marzo de 2018

LA SIMBOLOGÍA Y LA MASONERÍA


Si nos paramos a pensar detenidamente en nuestra actividad diaria, vemos que la presencia de los símbolos es muy abundante: En química, matemáticas, informática o simplemente en la regula­ción del tráfico, los símbolos nos indican asociaciones convencio­nales, aceptadas universalmente para el mejor ordenamiento de nuestra actividad. Los logos de todo tipo, el argot de grupos, equi­pos, o el generacional, el lenguaje de los mensajes, los iconos y un largo etcétera son ejemplos de la presencia de los símbolos en nuestra vida.
 
También estamos familiarizados con el uso de palabras, gestos y objetos representando conceptos morales, afectivos, intelectuales o religiosos. El corazón como símbolo de amor, determinadas flo­res en determinadas circunstancias, banderas, animales, etc. Y por supuesto, conocemos historias, cuentos y fábulas, guiones de pelí­culas, argumentos de ficción, que simbolizan, representan, deter­minados tipos, estilos de pensamiento, acción o modelos de vida: la Cenicienta, el Don Juan, el Héroe, la madre sacrificada, el valor de la amistad, la honestidad, la maldad, entre otros.

En resumen, en un diccionario podemos encontrar los siguien­tes sinónimos de la palabra símbolo: signo, cifra, personificación, insignia, emblema, imagen, representación, efigie, fórmula, letra, ideograma, blasón, divisa, sigla, inicial. Vemos pues, que nuestra vida está llena de símbolos que ejercen una acción ordenadora de nuestra conducta, constituyendo una trama invisible conocida y aceptada por todos los miembros de una misma cultura que hace posible la comunicación, la relación social, el ejercicio de las profesiones, y, más aún, los símbolos son el tejido del que está hecha la misma cultura de cada grupo, tanto los pequeños núcleos de po­blación como los grandes movimientos culturales o religiosos. Es más, imaginemos por un momento qué sería de nuestra vida indi­vidual y grupal si desaparecieran los símbolos y nuestra memoria de ellos; sin signos, gestos, ni lenguaje. Seguramente podemos es­tar de acuerdo en que la resultante es sólo caos, en el que ninguna realización personal o grupal sería posible.

La mayoría de los símbolos a los que nos hemos referido son producidos, inventados, diseñados por el hombre, conduciéndonos a una especie de automatismo que, bajo la apariencia de facilitar nuestra vida, nos hacen vulnerables a influencias interesadas. La educación y la publicidad, de cualquier clase, están llenas de todo tipo de símbolos que despiertan en nosotros determinadas actitu­des con la intención de dirigir nuestra conducta hacia un objetivo prefijado: una forma en concreto de pensar, el consumo o el voto.

Todo este entramado simbólico sería innecesario para alguno en una isla desierta, que podría acceder a la comprensión directa de todo su entorno sin necesidad de la intermediación de símbolos. Pero el número de habitantes, la complejidad de la vida social y económica, la variedad y diversidad de todo tipo de cosas y opcio­nes, han hecho necesario que, poco a poco, el tejido simbólico haya ido creciendo, salvando así la distancia que separa al "diseñador de los símbolos" y aquel al que van destinados. Y si un visitante viene por primera vez a nuestro grupo cultural, será necesario que se le instruya acerca del código simbólico imperante a fin de que pueda entender nuestra forma de vida y ser uno más entre nosotros.

Podemos destacar de lo anteriormente expuesto que el símbolo ejerce un poder ordenador de la vida, sin el cual estaríamos inmer­sos en el caos. Y que, en la medida en que el hombre ha ido incre­mentando la complejidad de su cultura, se ha visto impelido a ordenar sus nuevas construcciones culturales con más códigos simbólicos. Desde luego, este orden actual al que nos referimos, como ya hemos dicho, ha sido puesto arbitrariamente por el hom­bre.
 
Partiendo de este plano conocido y accesible, pensemos ahora en otro tipo de símbolos, aquellos que representan una realidad in­accesible a la observación directa y a la comprensión de la razón. Pensemos en lo que el hombre ha encontrado ya hecho en la natu­raleza, en sí mismo, en el universo entero: el cielo con sus cuerpos celestes moviéndose sincrónicamente, la tierra y sus reinos y se­res que la pueblan, los elementos de los que todo está hecho, las estaciones y los ciclos, el día y la noche, las formas que se repiten en todos los seres, los colores, olores y sabores, en las leyes de atracción y repulsión por las que se produce todo movimiento, la polaridad y su alternancia..., en fin, en el orden y las leyes en base a las cuales se sostiene lo que llamamos el mundo, el universo y nosotros mismos. Cada una de estas manifestaciones es un SÍMBO­LO. Estudiar los símbolos es el objeto de la Ciencia Simbólica.

La Ciencia Simbólica nos enseña que todos los seres de la crea­ción son el cuerpo, la manifestación de una realidad oculta en ellos mismos, imperceptible por nuestros sentidos, y que pertenece a un orden superior. De la misma forma que una pintura es la materiali­zación de la idea del artista, la cual se oculta en su interior y se ma­nifiesta a través de la pintura misma, así las obras que nos presenta la naturaleza contienen y manifiestan la idea del Creador constitu­yéndose por ello en su símbolo.

Entonces, toda la creación puede ser comprendida como un có­digo simbólico armónico, en el que todo está interrelacionado: el cielo, la tierra, los diferentes reinos y los seres que la habitan, lo in­finitamente pequeño y lo infinitamente grande, separado en reinos y planos pero coordinado por las mismas leyes, animado y sosteni­do por el mismo Espíritu.

Y en esta inmensa sinfonía, el Hombre aparece en el centro de la creación, reflejo directo del Creador; microcosmos, capaz de repetir el gesto creacional a través de sus manifestaciones culturales: el lenguaje, las letras y las palabras; los números; las artes en todas sus formas: pintura, escultura, arquitectura, música, danza, atuen­dos, orna montos, tejidos; los oficios, las construcciones, los juegos, simbolizan ideas arquetípicas, que adquieren un carácter univer­sal, como demuestra el hecho de que se hayan repetido en diferen­tes lugares y épocas.

Podemos decir que el símbolo es el cuerpo de una idea ordena­dora. En la mente del Creador se diseñó la manifestación como un ingenio completo y armónico, que diera forma a las indefinidas posibilidades de expresión de sus propios atributos. Lo que vemos, y también lo que no vemos, pero está manifestado, es el cuerpo de esa idea creadora y cada una de las criaturas constituye la exteriorización de esas leyes, de esa intención ordenadora y expresiva.

El símbolo tiene una doble naturaleza: la de la materia de que está hecho, los cuatro elementos, y la de la Idea que expresa, sien­do realmente ambas cosas materia e Idea. La Idea adquiere así una dimensión activa, que suma a la potencia organizadora la potencia ejecutora, es decir, la idea creadora es una Idea-Energía. Por su do­ble naturaleza, partiendo de su parte material podemos acceder a ese plano superior del que el mismo símbolo participa, siendo con­ducidos por su mediación, como si de un vehículo se tratase, a la región de lo sobrenatural y suprahumano. Los símbolos, en primer lugar son percibidos por nuestros sentidos. A partir de ahí, tenemos la posibilidad de penetrar a través de esa apariencia y recorrer el camino que nos llevará hasta planos más sutiles, más allá del es­pacio, del tiempo y del movimiento incesante de este plano donde nada perdura. Es decir, el símbolo puede conducirnos desde el mundo material hasta el espiritual. Es, pues, un vehículo de ida y vuelta, mediante el cual las energías sutiles descienden y nosotros podemos ascender, constituyendo el único medio conocido de rea­lizar este viaje en el que el espíritu se materializa y la materia se espiritualiza.

La capacidad de diseñar y utilizar símbolos le ha sido dada al hombre desde el comienzo de los tiempos, o, dicho de otra forma, la naturaleza del hombre es sensible al influjo de los símbolos y él mismo es capaz de elaborarlos. Para que la influencia de los símbo­los pueda ejercerse en nosotros es necesario, primero que los reco­nozcamos como tales para después acercarnos a su estudio, con­templación y meditación en una disposición receptiva, abierta y confiada. El símbolo es enormemente generoso con quien lo atiende y respeta, abriendo poco a poco una suerte de inteligencia nueva en el hombre, no la lógica que nos desarrolla nuestra educación habi­tual, sino la Inteligencia del Corazón, la Intuición Superior median­te la cual el hombre puede alcanzar el conocimiento de sí mismo.

Los símbolos tienen la facultad de responder a nuestras pregun­tas, de abrirnos las puertas al conocimiento de la realidad que se oculta en el interior de nosotros mismos y de todo lo creado, reali­dad más real que aquella que perciben nuestros sentidos, que es anterior y es la causa del universo, como nuestra idea de un pro­yecto es anterior y es la causa de su realización.

El universo entero es un solo símbolo que debemos aprender a conocer primero en sus partes, de la misma forma que debemos leer cada una de las palabras de un libro para comprender la obra completa. En la lectura que podemos hacer de los símbolos vamos reconociendo poco a poco la Unidad inalterable e inmóvil que subyace a toda la manifestación. En el origen de los tiempos el hombre primordial sabía leer directamente estos símbolos en la naturaleza y en él mismo y poseía un conocimiento directo del Ser.
 
En la ac­tualidad el hombre necesita ser enseñado a distinguir estos símbo­los sagrados de los símbolos comunes elaborados por nuestra so­ciedad y posteriormente a acercarse a ellos, a conducirse con ellos y a través de ellos poder acceder al Conocimiento. Este es el senti­do y la razón de ser de la Tradición, tronco común del que brotan Tradiciones como la Hermética, la cual se concreta actualmente en nuestra Orden, la Masonería Universal, la que conserva no sólo el saber de la Ciencia Simbólica, sino la capacidad operativa de trans­formar a un hombre común, profano, en un hombre iniciado, rege­nerado en su seno, nacido de nuevo mediante la influencia de la Iniciación, quien podrá, con su trabajo, firme propósito y actitud receptiva CONOCER a través de los símbolos al SI MISMO, o, lo que es lo mismo, reintegrarse, desde este mundo plural, disperso y cambiante, en la unidad inmutable del SER.

La Masonería se expresa en un cuerpo simbólico constructivo que se concreta en símbolos visuales, sonoros y gestuales, a la vez que historias ejemplares, mitos, a través de los cuales podemos comprender la Cosmogonía y responder a las preguntas: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?
 
Los símbolos actúan así como puente que permite y facilita el desarrollo de las cualidades superiores del ser humano, aquellas que le otorgan realmente la realización de sus potencialidades, la mayor parte de ellas ni si­quiera esbozadas en el hombre común que sólo ha recibido la edu­cación ordinaria de su entorno cultural.

Siendo la construcción misma un símbolo de la Obra del Crea­dor, ningún símbolo le es ajeno a la Masonería, la cual, a través de sus grados, va penetrando en el conocimiento hasta que el masón es capaz de reconocerse a sí mismo como símbolo del ABSOLUTO y fundirse con Él, meta última de la Tradición.

Así, la Ciencia Simbólica conserva para el hombre actual la po­sibilidad de una realización humana que supera infinitamente cualquier oferta de realización prometida por no importa qué me­dio común y profano.
 
Los símbolos están siempre ahí. Sólo debe­mos acercarnos a ellos dejando de lado las enseñanzas recibidas por nuestra educación convencional, con una mente y un corazón abiertos y receptivos, aceptando los postulados básicos de que la Vida es algo más de lo que nuestros sentidos perciben y el Hombre algo más que el personaje puntual que cada uno de nosotros repre­sentamos en este plano. En cuanto se establece la primera relación amorosa entre nosotros y los símbolos, estos nos tenderán la mano y el hilo invisible de la Tradición nos sostendrá en una cadena que, en definitiva, es una cadena de Amor.




 

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