miércoles, 15 de noviembre de 2017

LA TOLERANCIA


Todo cuanto se refiere a la tolerancia constituye un ámbito de reflexión al que todo masón es especialmente sensible: en efecto, es creencia común entre nosotros que, a lo largo de su historia reciente, la Masonería ha sido víctima de la intolerancia; por reacción, hemos elevado la tolerancia a la categoría de virtud, y aún de virtud suprema a veces, entre nosotros; y, sin embargo, puede decirse que nuestra Orden sufre tanto de la tolerancia como de la intolerancia.
 
En primer lugar, la tolerancia ha servido a menudo como instrumento para la destrucción de todo valor absoluto en el mundo profano: de afirmar que todas las opiniones son igualmente dignas de ser escuchadas se ha pasado con demasiada facilidad a tenerlas todas por igualmente ciertas; y, al contrario, a negar la existencia de la Verdad, que trasciende el mundo sensible.
 
El paso siguiente ha sido, naturalmente, la persecución de quienes pretendían ser depositarios de una Verdad trascendente: cuando Voltaire, refiriéndose a la Iglesia, escribía: «¡Aplastad a la infame!», lo hacía en nombre de la tolerancia; cuando recientemente un tribunal improvisado procedía a condenar por mayoría a la Masonería, lo hacía en nombre de la tolerancia: ésta no puede admitir que existan conocimientos reservados a unos pocos, por no admitir que existan conocimientos superiores a otros, ni personas con mayores aptitudes que otras para el conocimiento.
 
En la sociedad profana, no hace falta insistir en los males causados por la intolerancia, en especial por la intolerancia religiosa; es conveniente recordar, por el contrario, aquéllos cuya raíz se encuentra en la tolerancia: por una parte, ésta ha dado lugar a la indiferencia, y, por ende, a la persecución de todo cuanto quiere ser distinto; por otra, el ejercicio de la tolerancia ha dado en la legitimación del interés individual como valor supremo: si todas las opiniones merecen igual respeto, ¿con qué argumentos responder a quien opta por guiarse por lo más bajo, es decir, por su propio interés individual?
 
Lo anterior no debe ser entendido como un elogio de la intolerancia; pretende sólo ilustrar que la tolerancia, como cualquier concepto moral, tiene limitaciones, más allá de las cuales puede convertirse en un vicio. Estas limitaciones pueden elucidarse en el plano superior que corresponde al conocimiento iniciático. El ritual masónico proporciona el soporte necesario para esa reflexión: la misma palabra rito manifiesta el propósito de hacer acceder al iniciado al conocimiento verdadero del orden de la Creación mediante la práctica del símbolo que constituye el rito: práctica, para subrayar que el conocimiento verdadero, que es identificación con lo conocido. no puede ser sólo mental; del símbolo, porque éste es el único vehículo que puede llevarnos más allá del universo discursivo.
 
En el ritual, orden por excelencia entre nosotros, nada es indiferente: no hay lugar en él para la tolerancia. La guía que nos ofrece el ritual, lo que de él se desprende, no es la moral, sino la Virtud: virtudes son la Sabiduría, la fuerza y la Belleza, aspectos de la Divinidad que son referencia constante en el camino del iniciado.
 
La Virtud guarda con la moral una relación análoga a la que mantienen entre sí el conocimiento esotérico y el exotérico:
 
«El camino de la Virtud es absoluto por cuanto conduce a una realidad espiritual que lleva el signo de la perfección. El camino de la moral es un esfuerzo por mantener, en la medida de las fuerzas humanas, un absoluto en un mundo relativo, contradictorio e imperfecto. La moral es un "descenso" de la Verdad y la Virtud en un mundo fragmentario e incompleto».
 
Y, como sucede con el conocimiento exotérico con respecto al esotérico, la moral está sometida a la Virtud.
 
La vida del iniciado debe estar orientada a la búsqueda del conocimiento; y, por consiguiente, a la persecución constante de la Virtud. Si el camino de la Virtud es absoluto, no hay lugar a transigir con quienes no desean seguirlo, y menos aún con quienes lo denigran o niegan su existencia. Por ello se distingue entre el árbol que da buenos frutos y aquél que los da malos, y se dice que éste último será cortado y arrojado al fuego. «Soy amigo del rico como del pobre, con tal que sean virtuosos». Esta fórmula de nuestro ritual resume el rigor con que hemos de tratar a quienes no desean practicar la Virtud; y también señala cuál debe ser nuestra actitud para con quienes, en la medida de sus posibilidades, la buscan. Para ellos ha de estar reservada nuestra amistad: es decir, la grandeza de ánimo que parte del reconocimiento de nuestras imperfecciones y desea la salvación del otro más que la propia.
 
En la Divina Comedia, San Bernardo ruega a la Virgen que interceda por el poeta (Dante) con las siguientes palabras:

«Yo, que nunca ardí por ver tanto como ardo porque vea él, a Ti dirijo todas mis plegarias, y ruego que no sean escasas, para que Tú, con tus preces, le desligues de su carácter mortal, y se abra para él el placer supremo».
 
Si nuestro trato con los árboles que dan malos frutos debe estar guiado por el rigor, nuestro trato con quienes buscan lo que nosotros debe estar presidido por la magnanimidad (la grandeza de ánimo) virtud ésta que, en el plano moral, se traduce a veces en tolerancia:
 
«No podemos dar por buenas, a priori, todas las opiniones; pero tampoco podemos desear el aplastamiento de quien no piensa corno nosotros, ya que somos imperfectos».
 
Todas las tradiciones coinciden en la necesidad de distinguir, desde el principio, entre los que niegan el bien y quienes lo buscan: la espada del masón, símbolo del discernimiento; las pruebas por las que pasa el neófito simbolizan esa necesidad constante de separar la cizaña del trigo. También coinciden todas las tradiciones en señalar las limitaciones con las que todos emprendemos la búsqueda, y en los peligros del orgullo. Así dice Ibn' Arabi:
 
«Aquél que sostiene, que su propia forma de ver y de expresarse es la verdadera está movido, no por la visión de Dios, sino por el orgullo espiritual».
 
Y San Clemente de Alejandría:
 
«Siempre ha existido una manifestación natural del Todopoderoso, entre todos los hombres de recto pensamiento».
 
Casi cualquier pretexto es bueno para empezar una reflexión; conviene, sin embargo, que ésta no proceda en círculos, sino que avance y se eleve. Para ello no bastan nuestras fuerzas, y por ello los masones pedimos la Luz. Frente al mundo profano hemos de ser fieles al conocimiento al que la Masonería nos da acceso. Hemos de ser capaces de transmitirlo y hacerlo fructificar sin revelarlo. Este conocimiento no da «poder», y ello es lógico, porque el poder no es una virtud. Sí da fuerza, en cambio; y el profano debe sentir esa fuerza, sin saber de dónde viene: la obra del Gran Arquitecto debe hacerse visible en todo masón. Ayuda a todo ello la conciencia de pertenecer a nuestra Orden; y el estar en esta Logia, símbolo de nuestro verdadero Hogar.

 
 
 
 

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