martes, 20 de febrero de 2018

ESTUDIO DEL TERCER GRADO

 
Cuando una institución social, fundada en elementos filosóficos, tiene por dogma las verdades eternas que Dios ha grabado en el corazón del hombre, es preciso, para sostener su existencia moral y su acción civilizadora, que su doctrina esté en armonía con el principio divino que la anima. Rodear sus usos y sus enseñanzas de fábulas y de ficciones pueriles; es mezclar lo absurdo a lo sublime, e imitar a la mayor parte de esos legisladores religiosos que lejos de ilustrar a los pueblos, los han sometido a una ignorancia tanto más funesta, cuanto que está nutrida con el fanatismo y la superstición.
 
Hay tantas opiniones diversas en lo que la concierne, tantos puntos históricos dudosos, tantas variedades en los ritos que me veo obligado para ser un poco ortodoxo, a encerrarme en el círculo estrecho, pero racional, de su principio dogmático, y de los deberes que impone a los francmasones, sea cual fuere la tribu de la tierra a que pertenezcan. Colocar de nuevo a los hombres en su dignidad primitiva, hacerlos gozar de las ventajas que han recibido de la creación, hacer de las simpatías morales, y de los instintos elevados de la humanidad una cadena fraternal que los obliga a no salir jamás de la vía de perfectibilidad que la naturaleza les ha trazado: tal es el sistema de educación filosófica que ha sonreído a todos los sabios que han querido fundar los destinos sociales sobre firmes bases. Que ese sistema haya tenido origen en el paraíso terrestre, que, creciendo con el mundo, haya, como una chispa eléctrica, pasado de la India a la China, de la China a la Persia, el Egipto a la Grecia; que haya enardecido la mente del gran rey Salomón y de su sublime arquitecto, es tanto más probable, cuanto que los teogonistas de todas las religiones, los misteriólogos de todos los tiempos, los filósofos de la antigua academia se han ligado a esa cadena elementaria de la vida social; pero si cada uno ha tomado lo que le ha convenido, para sostener el trabajo de su genio y de su inteligencia, es preciso confesar que la Masonería, puede reivindicar su antiguo origen, probar su derecho de primogenitura y decirles: a mí me debéis los laureles que os coronan.
 
Así como los gérmenes que fecundan la tierra llevan consigo todo lo que es necesario para su eterna existencia, así la Masonería ha aparecido entre los hombres con un germen eterno de perpetuidad; para ella nada cambia en el Universo, la muerte y la vida no son más que el vaivén de destrucción y de regeneración que la naturaleza se ha impuesto para aparecer, a los ojos de su creador, siempre joven y bella como lo fue al salir de sus manos.
 
Fundando su núcleo social, sobre una verdad, que es la fuente de todas las demás, se ha hecho dueña de sus destinos y ningún poder humano podría atacarla. Semejante institución no tenía necesidad de crearse un carácter original, ni de buscar un punto histórico para hacerse un pedestal en la posteridad; sin embargo, está en el orden natural, que cada cosa tenga su origen. sólo a DIOS pertenece no tenerle.
 
La teoría social de la Masonería, o su doctrina filosófica se encierra, corno se ve en el espíritu de la moral universal, la verdad ilustra sus obras, la razón las prueba, la justicia las define, y por lo mismo nunca podrá dominar, ni los gustos, ni las costumbres, ni el carácter de ningún siglo ni de generación alguna.
 
El egoísmo, la avaricia, que se adhieren a nuestra especie como los huesos a la carne, la ambición que los sigue como su escolta de malos genios, le declararán una guerra eterna y tratarán de destruir, con las armas de los hipócritas y de los tiranos, todo el bien que ella, puede hacer en el mundo.

Para combatir esa terrible plaga de la humanidad y por un espíritu de conservación, se ha rodeado del velo de una ciencia oculta, cuyos elementos han sido tomados en los elementos de las cosas y nada tienen que pueda probar la más austera sabiduría.
 
Los templos no han sido edificados, sino para dar un libre curso a su enseñanza, y para que los adeptos sepan que en la familia está la fuerza y la unión, que en la calma de la soledad y en el trabajo de la meditación, el genio del bien digiere su obra de perfeccionamiento y de progreso.
 
Las iniciaciones le dan el derecho de escoger en la gran multitud del género humano, todo lo que pueda encontrar de robusto y de sano de cuerpo y de espíritu, a fin de no tener por elegidos más que hombres de valor, de adhesión y de inteligencia. Sus secretos, sus misterios, sus símbolos, sus emblemas, sus alegorías, son figuras que recuerdan al cuerpo y al espíritu los dogmas y las doctrinas sobre que ha establecido en bases sociales, son la lengua sagrada del genio divino que dirige nuestros trabajos. ¿Y quién ha creado ese lenguaje sagrado? ¿Nosotros los francmasones modernos, los francmasones de un día? ¿No han salido de la estrella flamígera del horizonte masónico? ¿En el templo de Júpiter Ammon en la Samotracia, en los de Palmira y de Memfis en el Egipto no se hablaba? ¿Qué le ha hecho tan común, tan necesario en todo tiempo, sino es el que el genio del mal, entonces como ahora había invadido la tierra, que la luz no podía difundir sus rayos sin que se perdiesen en las tinieblas de la ignorancia, y que la verdad no tenía su estrella más que en el templo del Gran Arquitecto Creador del Universo?
 
Los signos, los tocamientos, las palabras convencionales, son el carácter simbólico de la fraternidad que se comunica y que se hace conocer, son los primeros eslabones de una mutua alianza. Sea cual fuere al lugar de la tierra a que el masón dirija sus pasos, la vista de su hermano hace nacer en él, la alegría y le inspira las más vivas afecciones.
 
Recordando, hermanos míos, la parte elemental, de nuestros trabajos simbólicos, hemos querido hacer notar que la Masonería está sujeta a las variaciones de temperatura de las sociedades profanas; que la piedra cúbica sobre la cual está asentada aunque labrada hace cosa de seis mil años, no tiene ningún ángulo vulnerable.
 
A excepción tal vez de algunos bárbaros civilizados arrastrados por los vicios más bajos y las pasiones más groseras. ¿Quién osaría soplar el viento de las tempestades políticas o religiosas sobre este edificio social? ¿Veis a esa hija de la creación, a esa primera luz de la inteligencia humana, en el mar de las tempestades en que se ha colocado? ¿No es un modelo completo de inmolación y de perseverancia para el bien? 
 
En los templos no se ocupa más que de beneficencia y de fraternidad, en el mundo profano es tímida y reservada por temor de dañar el orden que los destinos han establecido en él. ¿No se somete a las condiciones más duras y a veces a las más deplorables? Para cualquiera que conoce el espíritu tolerante de la Masonería, sobre todo en lo que concierne a sus opiniones religiosas, no debe parecer extraño que haya pasado el largo periodo del paganismo sin haber sido inquietada un instante por ningún pueblo ni gobierno alguno.
 
En todos los países del mundo civilizado existen dos religiones bien distintas y completamente extrañas la una de la otra; la de la multitud, que reside en la satisfacción de los sentidos y en el juego de la imaginación, religión que tiene una fe bastante robusta para tomarla en serio; y la religión de los hombres ilustrados, que se encierra en el estudio del hombre y de su Creador, y en piadoso deber que tiene que cumplir hacia uno y otro; religión pura y sublime que la conciencia y la razón imponen; religión que nutre el alma y la eleva de la Tierra al Cielo, por el culto de la verdad y la nobleza de los sentimientos.

Extraños a los movimientos del mundo profano y a los errores que le dominaban, tolerantes y pacíficos como deben serlo cuando se quiere que el libre albedrío sea para todos un derecho, los iniciados o los antiguos maestros del santuario no podían inspirar temor alguno a los que fabrican religiones y gobiernos ni a los que explotaban la credulidad de los pueblos; y se les dejaba vivir en pacífica independencia.
 
Si ahora queremos conocer la causa de la primera persecución de nuestros maestros, descendamos rápidamente los siglos para ponernos frente a la más asombrosa revolución que se haya operado nunca en las ideas morales y religiosas. Los iniciados que salían del santuario proclamaban en el mundo profano todas las opiniones filosóficas que podían revelar sin dañar el orden misterioso y simbólico que arreglaba los trabajos del templo, de suerte que a la aparición del hijo de María sobre la tierra, había pocos puntos de moral universal que no fuesen conocidos en las academias; pero el, notable exoterismo de la doctrina tan pura y tan sublime de este divino genio, una conducta tan rica en bellos ejemplos, y tan en armonía con los preceptos que enseñaba, le dieron una reputación inmensa, y a su muerte una parte de su nación le tomó por el Mesías, y muchos paganos ilustrados, por un Dios.
 
Estas diferentes opiniones hicieron nacer un conflicto espantoso entre las inteligencias, y a principios del siglo IV la confusión y el desorden fueran tan grandes, que Constantino, temiendo un trastorno general en su imperio, se apresuró a reunir un concilio en Nicea que estableció la doctrina y simbolizó el dogma; entonces fue preciso ser trinitario o esperar ser perseguido, y las persecuciones eran poca cosa; se apedreaba a los unos: se crucificaba a los otros; y se cortaba la cabeza a los que se consideraba menos culpables.
 
Los hombres que querían una libertad de conciencia absoluta y que hacían del eclectisismo filosófico su principal estudio no pudiendo someterse a una sujeción tan tiránica, huyeron a los bosques, y durante muchos siglos celebraron sus sanos misterios en montañas inaccesibles y en cavernas profundas. Entregados a los encantos de la vida espiritual y a los dulces éxtasis de la contemplación, no viendo en el vasto Océano más que a Dios y al hombre, sus semejantes eran para el uno, y sus trabajos para el otro, su indiferencia por lo que se llama las glorias y las grandezas de la Tierra, su completo aislamiento del mundo profano, los hacía tomar por hombres de otra especie.
 
Los trinarios los llamaron hijos del demonio; los paganos los tomaban por bestias feroces. En fin el Gran Arquitecto Creador del Universo, irritado del desprecio con que se veía a sus dignos hijos, hizo salir del fondo del Asia una horda salvaje que invadió el Oriente y que no perdonó ni a los cristianos ni a los paganos; pero conservó a los unitarios, y no solamente los protegió con todo su poder, sino que les permitió elevar colegios y dirigir la educación de los hijos de las más altas familias del vasto imperio de Mahoma. Estudiosos y sabios casi todos, conocían los misterios de todos los templos, y los respetaban como procedentes de un mismo santo origen. El hijo de María era considerado entre ellos, como el mito más extraordinario de la antigüedad; así es que fueron los primeros en llamarle Cristo, lo que en su lengua significa sol. Lejos de sacar partido de sus ventajas y de vengarse de sus enemigos los coptos, los ofitas, los gnósticos, los esenianos, los terapeutas, y todas las sectas teofilantrópicas que poblaban el Oriente, se entregaron con más ardor a los estudios históricos del antiguo universo; ni las doctrinas filosóficas y religiosas de Zoroastro, y Confusio y teocráticas de Moisés, ni los trabajos misteriológicos y simbolísticos de los templos del Egipto les fueron desconocidos.
 
Las categorías de los unitarios se distinguían entre sí por usos y costumbres diferentes, pero no formaban ni cisma ni herejía; la unidad de Dios, la inmortalidad del alma, y la fraternidad social eran la creencia común. Esas categorías no eran otra cosa que lo que llamamos hoy los ritos que los orientes de diferentes naciones pueden modificar; cada una de ellas tenía un género de iniciación que, aunque variado en los detalles, tenía una perfecta analogía con los principios generales, en lo que concierne a la doctrina científica y moral y a la admisión a los misterios de la institución; quiero decir, que antes de dejar acercar al altar a un aspirante para consagrarle como adepto o como hermano, era preciso que diese pruebas de su saber, de su inteligencia, de su buena conducta, y que tuviese una convicción plena sobre los principios fundamentales de lá sociedad de que quería formar parte.
 
Estos puntos de historia están bastante desarrollados en los trabajos inmensos de los bernardinos, de los benedictinos y oratorianos, de todos esos infatigables comentadores de la primera escuela cristiana y de las sectas judías, y si tenemos la clave simbólica de la orden masónica, el método tan sabio y tan interesante de las iniciaciones, el espíritu social que presidía a tan graves y tan santas ceremonias, lo debemos a ellos.
 
Autor: José Díaz Carballo
Manual del Maestro Masón
 
 

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