En su artículo “Iconographie ancienne du Coeur de Jesús” L. Charbonneau-Lassay señala vinculada a lo que podría llamarse la “prehistoria del Corazón eucarístico de Jesús” la leyenda del Santo Graal, escrita en el siglo XII, pero muy anterior por sus orígenes puesto que es en realidad una adaptación cristiana de muy antiguas tradiciones célticas.
De “Le Coeur humain et la notion du Coeur de Dieu dans la religión de l’ancienne Égypte”, recordaremos el siguiente pasaje:
“En los jeroglíficos, escritura sagrada donde a menudo la imagen de la cosa representa la palabra misma que la designa, el corazón no fue, empero, figurado sino por un emblema: el vaso. El corazón del hombre, ¿no es, en efecto, el vaso en que su vida se elabora continuamente con su sangre?”
Este vaso, tomado como símbolo del corazón y sustituto de éste en la ideografía egipcia, nos había hecho pensar inmediatamente en el Santo Graal, tanto más cuanto que en este último, aparte del sentido general del símbolo (considerado, por lo demás, a la vez en sus dos aspectos, divino y humano), vemos una relación especial y mucho más directa con el Corazón mismo de Cristo.
En efecto, el Santo Graal es la copa que contiene la preciosa sangre de Cristo, y que la contiene inclusive dos veces, ya que sirvió primero para la Cena y después José de Arimatea recogió en él la sangre y el agua que manaba de la herida abierta por la lanza del centurión en el costado del Redentor. Esa copa sustituye, pues, en cierto modo, al Corazón de Cristo como receptáculo de Su sangre, toma, por así decirlo, el lugar de aquél y se convierte en un equivalente simbólico: ¿y no es más notable aún, en tales condiciones, que el vaso haya sido ya antiguamente un emblema del corazón?
Por otra parte, la copa, en una u otra forma, desempeña, al igual que el corazón mismo, un papel muy importante en muchas tradiciones antiguas; y sin duda era así particularmente entre los celtas, puesto que de éstos procede lo que constituyó el fondo mismo o por lo menos la trama de la leyenda del Santo Graal.
Es lamentable que no pueda apenas saberse con precisión cuál era la forma de esta tradición con anterioridad al cristianismo, lo que, por lo demás, ocurre con todo lo que concierne a las doctrinas célticas, para las cuales la enseñanza oral fue siempre el único modo de transmisión utilizado; pero hay, por otra parte, concordancia suficiente para poder al menos estar ciertos sobre el sentido de los principales símbolos que figuraban en ella, y esto es, en suma, lo más esencial.
De “Le Coeur humain et la notion du Coeur de Dieu dans la religión de l’ancienne Égypte”, recordaremos el siguiente pasaje:
“En los jeroglíficos, escritura sagrada donde a menudo la imagen de la cosa representa la palabra misma que la designa, el corazón no fue, empero, figurado sino por un emblema: el vaso. El corazón del hombre, ¿no es, en efecto, el vaso en que su vida se elabora continuamente con su sangre?”
Este vaso, tomado como símbolo del corazón y sustituto de éste en la ideografía egipcia, nos había hecho pensar inmediatamente en el Santo Graal, tanto más cuanto que en este último, aparte del sentido general del símbolo (considerado, por lo demás, a la vez en sus dos aspectos, divino y humano), vemos una relación especial y mucho más directa con el Corazón mismo de Cristo.
En efecto, el Santo Graal es la copa que contiene la preciosa sangre de Cristo, y que la contiene inclusive dos veces, ya que sirvió primero para la Cena y después José de Arimatea recogió en él la sangre y el agua que manaba de la herida abierta por la lanza del centurión en el costado del Redentor. Esa copa sustituye, pues, en cierto modo, al Corazón de Cristo como receptáculo de Su sangre, toma, por así decirlo, el lugar de aquél y se convierte en un equivalente simbólico: ¿y no es más notable aún, en tales condiciones, que el vaso haya sido ya antiguamente un emblema del corazón?
Por otra parte, la copa, en una u otra forma, desempeña, al igual que el corazón mismo, un papel muy importante en muchas tradiciones antiguas; y sin duda era así particularmente entre los celtas, puesto que de éstos procede lo que constituyó el fondo mismo o por lo menos la trama de la leyenda del Santo Graal.
Es lamentable que no pueda apenas saberse con precisión cuál era la forma de esta tradición con anterioridad al cristianismo, lo que, por lo demás, ocurre con todo lo que concierne a las doctrinas célticas, para las cuales la enseñanza oral fue siempre el único modo de transmisión utilizado; pero hay, por otra parte, concordancia suficiente para poder al menos estar ciertos sobre el sentido de los principales símbolos que figuraban en ella, y esto es, en suma, lo más esencial.
Pero volvamos a la leyenda en la forma en que nos ha llegado; lo que dice sobre el origen mismo del Graal es muy digno de atención: esa copa habría sido tallada por los ángeles en una esmeralda desprendida de la frente de Lucifer en el momento de su caída. Esta esmeralda recuerda de modo notable la urnâ, perla frontal que, en la iconografía hindú, ocupa a menudo el lugar del tercer ojo de Shiva, representando lo que puede llamarse el “sentido de la eternidad”. Esta relación nos parece más adecuada que cualquier otra para esclarecer perfectamente el simbolismo del Graal; y hasta puede captarse en ello una vinculación más con el corazón, que, para la tradición hindú como para muchas otras, pero quizá todavía más netamente, es el centro del ser integral, y al cual, por consiguiente, ese "sentido de la eternidad" debe ser directamente vinculado.
Se dice luego que el Graal fue confiado a Adán en el Paraíso terrestre, pero que, a raíz de su caída, Adán lo perdió a su vez, pues no pudo llevarlo consigo cuando fue expulsado del Edén; y esto también se hace bien claro con el sentido que acabamos de indicar. El hombre, apartado de su centro original por su propia culpa, se encontraba en adelante encerrado en la esfera temporal; no podía ya recobrar el punto único desde el cual todas las cosas se contemplan bajo el aspecto de la eternidad. El Paraíso terrestre, en efecto, era verdaderamente el “Centro del Mundo” asimilado simbólicamente en todas partes al Corazón divino; ¿y no cabe decir que Adán, en tanto estuvo en el Edén, vivía verdaderamente en el Corazón de Dios?
Lo que sigue es más enigmático: Set logró entrar en el Paraíso terrestre y pudo así recuperar el precioso vaso; ahora bien: Set es una de las figuras del Redentor, tanto más cuanto que su nombre mismo expresa las ideas de fundamento y estabilidad, y anuncia de algún modo la restauración del orden primordial destruido por la caída del hombre. Había, pues, desde entonces, por lo menos una restauración parcial, en el sentido de que Set y los que después de él poseyeron el Graal podían por eso mismo establecer, en algún lugar de la tierra, un centro espiritual que era como una imagen del Paraíso perdido.
La leyenda, por otra parte, no dice dónde ni por quién fue conservado el Graal hasta la época de Cristo, ni cómo se aseguró su transmisión; pero el origen céltico que se le reconoce debe probablemente dejar comprender que los druidas tuvieron una parte de ello y deben contarse entre los conservadores regulares de la tradición primordial. En todo caso, la existencia de tal centro espiritual, o inclusive de varios, simultánea o sucesivamente, no parece poder ponerse en duda, como quiera haya de pensarse acerca de la localización; lo que debe notarse es que se adjudicó en todas partes y siempre a esos centros, entre otras designaciones, la de “Corazón del Mundo”, y que, en todas las tradiciones, las descripciones referidas a él se basan en un simbolismo idéntico, que es posible seguir hasta en los más precisos detalles. ¿No muestra esto suficientemente que el Graal, o lo que está así representado, tenía ya, con anterioridad al cristianismo, y aun de todo tiempo, un vínculo de los más estrechos con el Corazón divino y con el Emmanuel, queremos decir, con la manifestación, virtual o real según las edades, pero siempre presente, del Verbo eterno en el seno de la humanidad terrestre?
Después de la muerte de Cristo, el Santo Graal, según la leyenda, fue llevado a Gran Bretaña por José de Arimatea y Nicodemo; entonces comienza a desarrollarse la historia de los Caballeros de la Tabla Redonda y sus hazañas, que no es nuestra intención seguir aquí. La Tabla Redonda estaba destinada a recibir al Graal cuando uno de sus caballeros lograra conquistarlo y transportarlo de Gran Bretaña a Armórica; y esa Tabla (o Mesa) es también un símbolo verosímilmente muy antiguo, uno de aquellos que fueron asociados a la idea de esos centros espirituales a que acabamos de aludir.
La forma circular de la mesa está, por otra parte, vinculada con el “ciclo zodiacal” (otro símbolo que merecería estudiarse más especialmente) por la presencia en torno de ella de doce personajes principales, particularidad que se encuentra en la constitución de todos los centros de que se trata. Siendo así, ¿no puede verse en el número de los doce Apóstoles una señal, entre multitud de otras, de la perfecta conformidad del cristianismo con la tradición primordial, a la cual el nombre de “precristianismo” convendría tan exactamente?
Y, por otra parte, a propósito de la Tabla Redonda, hemos destacado una extraña concordancia en las revelaciones simbólicas hechas a Marie des Vallées, donde se menciona “una mesa redonda de jaspe, que representa el Corazón de Nuestro Señor”, a la vez que se habla de “un jardín que es el Santo Sacramento del altar” y que, con sus “cuatro fuentes de agua viva”, se identifica misteriosamente con el Paraíso terrestre; ¿no hay aquí otra confirmación, harto sorprendente e inesperada, de las relaciones que señalábamos?
Naturalmente, estas notas demasiado rápidas no podrían pretender constituirse en un estudio completo acerca de cuestión tan poco conocida; debemos limitarnos por el momento a ofrecer simples indicaciones, y nos damos clara cuenta de que hay en ellas consideraciones que, al principio, son susceptibles de sorprender un tanto a quienes no están familiarizados con las tradiciones antiguas y sus modos habituales de expresión simbólica; pero nos reservamos el desarrollarlas y justificarlas con más amplitud posteriormente, en artículos en que pensamos poder encarar además muchos otros puntos no menos dignos de interés.
Entre tanto, mencionaremos aún, en lo que concierne a la leyenda del Santo Graal, una extraña complicación, que hasta ahora no hemos tomado en cuenta: por una de esas asimilaciones verbales que a menudo desempeñan en el simbolismo un papel no desdeñable, y que por otra parte tienen quizá razones más profundas de lo que se imaginaría a primera vista, el Graal es a la vez un vaso (grasale) y un libro (gradale o graduale). En ciertas versiones, ambos sentidos se encuentran incluso estrechamente vinculados, pues el libro viene a ser entonces una inscripción trazada por Cristo o por un ángel en la copa misma. No nos proponemos actualmente extraer de ello ninguna conclusión, bien que sea fácil establecer relaciones con el “Libro de Vida” y ciertos elementos del simbolismo apocalíptico.
Agreguemos también que la leyenda asocia al Graal otros objetos, especialmente una lanza, la cual, en la adaptación cristiana, no es sino la lanza del centurión Longino; pero lo más curioso es la preexistencia de esa lanza o de alguno de sus equivalentes como símbolo en cierto modo complementario de la copa en las tradiciones antiguas.
Por otra parte, entre los griegos, se consideraba que la lanza de Aquiles curaba las heridas por ella causadas; la leyenda medieval atribuye precisamente la misma virtud a la lanza de la Pasión. Y esto nos recuerda otra similitud del mismo género: en el mito de Adonis (cuyo nombre, por lo demás, significa ‘el Señor’), cuando el héroe es mortalmente herido por el colmillo de un jabalí (colmillo que sustituye aquí a la lanza), su sangre, vertiéndose en tierra, da nacimiento a una flor; pues bien: L. Charbonneau ha señalado en Regnabit “un hierro para hostias, del siglo XII, donde se ve la sangre de las llagas del Crucificado caer en gotitas que se transforman en rosas, y el vitral del siglo XIII de la catedral de Angers, donde la sangre divina, fluyendo en arroyuelos, se expande también en forma de rosas”.
Volveremos en seguida sobre el simbolismo floral, encarado en un aspecto algo diferente; pero, cualquiera sea la multiplicidad de sentidos que todos los símbolos presentan, todo ello se completa y armoniza perfectamente, y tal multiplicidad, lejos de ser un inconveniente o un defecto, es al contrario, para quien sabe comprenderla, una de las ventajas principales de un lenguaje mucho menos estrechamente limitado que el lenguaje ordinario.
Para terminar estas notas, indicaremos algunos símbolos que. en diversas tradiciones sustituyen a veces al de la copa y que le son idénticos en el fondo: esto no es salirnos del tema, pues el mismo Graal, como puede fácilmente advertirse por todo lo que acabamos de decir, no tiene en el origen otra significación que la que tiene en general el vaso sagrado donde quiera se lo encuentra, y en particular, en Oriente, la copa sacrificial que contiene el soma védico (o el haoma mazdeo), esa extraordinaria “prefiguración” eucarística sobre la cual volveremos quizá en otra ocasión. Lo que el soma figura propiamente es el “elixir de inmortalidad” (el ámrtâ de los hindúes, la ambrosía de los griegos, palabras ambas etimológicamente semejantes), el cual confiere o restituye a quienes lo reciben con las disposiciones requeridas ese “sentido de la eternidad” de que hemos hablado anteriormente.
Uno de los símbolos a que queremos referirnos es el triángulo con el vértice hacia abajo; es como una suerte de representación esquemática de la copa sacrificial, y con tal valor se encuentra en ciertos yantra o símbolos geométricos de la India. Por otra parte, es particularmente notable desde nuestro punto de vista que la misma figura sea igualmente un símbolo del corazón, cuya forma reproduce simplificándola: el “triángulo del corazón” es expresión corriente en las tradiciones orientales. Esto nos conduce a una observación tampoco desprovista de interés: que la figuración del corazón inscripto en un triángulo así dispuesto no tiene en sí nada de ilegítimo, ya se trate del corazón humano, o del Corazón divino, y que, inclusive, resulta harto significativa cuando se la refiere a los emblemas utilizados por cierto hermetismo cristiano medieval, cuyas intenciones fueron siempre plenamente ortodoxas.
Si a veces se ha querido, en los tiempos modernos, atribuir a tal representación un sentido blasfemo, es porque, conscientemente o no, se ha alterado la significación primera de los símbolos hasta invertir su valor normal; se trata de un fenómeno del cual podrían citarse muchos ejemplos y que por lo demás encuentra su explicación en el hecho de que ciertos símbolos son efectivamente susceptibles de doble interpretación, y tienen como dos faces opuestas.
La serpiente, por ejemplo, y también el león, ¿no significan a la vez, según los casos, Cristo y Satán? No podemos entrar a exponer aquí, a ese respecto, una teoría general, que nos llevaría demasiado lejos; pero se comprenderá que hay en ello algo que hace muy delicado al manejo de los símbolos y también que este punto requiere especialísima atención cuando se trata de descubrir el sentido real de ciertos. emblemas y traducirlo correctamente.
Otro símbolo que con frecuencia equivale al de la copa es un símbolo floral: la flor, en efecto, ¿no evoca por su forma la idea de un “receptáculo”, y no se habla del “cáliz” de una flor? En Oriente, la flor simbólica por excelencia es el loto; en Occidente, la rosa desempeña lo más a menudo ese mismo papel. Por supuesto, no queremos decir que sea ésa la única significación de esta última, ni tampoco la del loto, puesto que, al contrario, nosotros mismos habíamos antes indicado otra; pero nos inclinaríamos a verla en el diseño bordado sobre ese canon de altar de la abadía de Fontevrault, donde la rosa está situada al pie de una lanza a lo largo de la cual llueven gotas de sangre. Esta rosa, aparece allí asociada a la lanza exactamente como la copa lo está en otras partes, y parece en efecto recoger las gotas de sangre más bien que provenir de la transformación de una de ellas; pero, por lo demás, las dos significaciones se complementan más bien que se oponen, pues esas gotas, al caer sobre la rosa, la vivifican y la hacen abrir. Es la “rosa celeste”, según la figura tan frecuentemente empleada en relación con la idea de la Redención, o con las ideas conexas de regeneración y, de resurrección; pero esto exigiría aún largas explicaciones, aun cuando nos limitáramos a destacar la concordancia de las diversas tradiciones con respecto a este otro símbolo.
Por otra parte, ya que se ha hablado de la Rosa-Cruz con motivo del sello de Lutero, diremos que este emblema hermético fue al comienzo específicamente cristiano, cualesquiera fueren las falsas interpretaciones más o menos “naturalistas” que le han sido dadas desde el siglo XVIII; y ¿no es notable que en ella la rosa ocupe, en el centro de la cruz, el lugar mismo del Sagrado Corazón?
Aparte de las representaciones en que las cinco llagas del Crucificado se figuran por otras tantas rosas, la rosa central, cuando está sola, puede muy bien identificarse con el Corazón mismo, con el vaso que contiene la sangre, que es el centro de la vida y también el centro del ser total.
Hay aún por lo menos otro equivalente simbólico de la copa: la media luna; pero ésta, para ser explicada convenientemente, exigiría desarrollos que estarían enteramente fuera del tema del presente estudio; no lo mencionamos, pues, sino para no descuidar enteramente ningún aspecto de la cuestión.
De todas las relaciones que acabamos de señalar, extraeremos ya una consecuencia que esperamos poder hacer aún más manifiesta ulteriormente: cuando por todas partes se encuentran tales concordancias, ¿no es ello algo más que un simple indicio de la existencia de una tradición primordial? Y ¿cómo explicar que, con la mayor frecuencia, aquellos mismos que se creen obligados a admitir en principio esa tradición primordial no piensen más en ella y razonen de hecho exactamente como si no hubiera jamás existido, o por lo menos como si nada se hubiese conservado en el curso de los siglos?
Si se detiene uno a reflexionar sobre lo que hay de anormal en tal actitud, estará quizá menos dispuesto a asombrarse de ciertas consideraciones que, en verdad, no parecen extrañas sino en virtud de los hábitos mentales propios de nuestra época. Por otra parte, basta indagar un poco, a condición de hacerlo sin prejuicio, para descubrir por todas partes las marcas de esa unidad doctrinal esencial, la conciencia de la cual ha podido a veces oscurecerse en la humanidad, pero que nunca ha desaparecido enteramente; y, a medida que se avanza en esa investigación, los puntos de comparación se multiplican como de por sí, y a cada instante aparecen más pruebas; por cierto, el Quaerite et invenietis del Evangelio no es palabra vana.
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