La alquimia, ha sido fuente de inspiración del simbolismo masónico. De hecho, históricamente ha habido una mutua influencia en la medida en que ambas corrientes iniciáticas se han servido de las herramientas de un oficio para articular un método de trabajo espiritual hacia un mismo fin. Así, el «gabinete de reflexión» es el Athanor o Huevo filosofal, habitáculo sobre cuya mesa se depositan la Sal y Azufre como representación de ciertos estados del hombre.
Igualmente, la inscripción mural «V.I.T.R.I.O.L.V.M» (Visita interiora terrae. Rectificando, invenies Occultam Lapidem Veram Medicina) es integrada para describir el proceso de transformación o viaje interior.
La experiencia de la cámara de reflexión se asimila a la prueba del elemento tierra, al que siguen los ritos de purificación por el Aire, el Agua y el Fuego de los «elementos» herméticos. También tiene un sentido alquimista el rito del despojamiento de los metales, etc.
Por otra parte, es incierto que la cámara de reflexión fuera una aportación de la masonería francesa moderna, pues ya aparece en las iniciaciones monástico-militares medievales como capilla o recinto oscuro solo iluminado por la luz de una vela en la que el candidato había de permanecer en meditación una o varias noches velando sus armas. Y en el texto inglés “La recepción de un francmason” de 1737 se dice que “el recipiendario es conducido por el proponente a una de las habitaciones de la Logia, donde no hay luz”.
En este sentido, una de las aportaciones más explícitas fue la del Barón de Tschoudy, masón de diversos grados y sistemas, y autor de una obra titulada “La estrella flamígera” (1766) en la que incorporaba el universo alquímico al ritual masónico.
La influencia del hermetismo y la alquimia en los rituales masónicos es innegable aunque en algunos casos esté especialmente encubierta. Nos referimos concretamente a ciertos elementos de la leyenda de la muerte del maestro Hiran Abí que sirvieron para configurar el rito de elevación al grado de maestro y cuya similitud con el mito del asesinato y resurrección de Osiris procede de los textos herméticos y alquimistas, por ejemplo la Pretiosa Margarita de Ianum Lacinium, publicada en Venecia en 1546 que tuvo varias ediciones, una de ellas en 1702, o la Atalanta Fugiens del consejero de Rodolfo II, Michael Maier, publicada en 1617, en los que tal mito egipcio sirve para explicar las fases de la Gran Obra y que los alquimistas masones retomaron en clave masónica para dar cuerpo a la leyenda de Hiram.
Para ello, acudieron a la tradición masónica operativa que hacía a Noé custodio de la "palabra perdida" (por ejemplo, el manuscrito Grahan de 1726) hasta que se perdió tras su muerte, de modo que sus tres hijos Shem, Cam y Japheth, intentarán recomponer el cadáver descompuesto, aunque:
"Cuando cogieron un dedo, éste se desprendió falange por falange, y lo mismo ocurrió con el puño y con el codo. Entonces levantaron el cadáver y lo sostuvieron, poniendo un pie contra su pie, una rodilla contra su rodilla, el pecho contra su pecho, una mejilla contra su mejilla, y una mano en su espalda, y se pusieron a gritar: Ayuda, oh Padre".
Así, de la osirización de Noé, surgió la leyenda de la muerte de Hiram y los tres malos compañeros.
Con todo, a mediados de siglo XX afirmaba René Guénon que “de todas las organizaciones con pretensiones iniciáticas que están actualmente extendidas en el mundo occidental, no hay más que dos que, por decaídas que estén una y otra a consecuencia de la ignorancia y de la incomprehensión de la inmensa mayoría de sus miembros, pueden reivindicar un origen tradicional auténtico y una transmisión iniciática real; estas dos organizaciones, que, a decir verdad, no fueron primitivamente más que una sola, aunque con ramas múltiples, son el Compañerazgo y la Masonería”.
Igualmente, para Mircea Eliade “el único movimiento secreto que exhibe una cierta consistencia ideológica, que ya cuenta con una historia y que disfruta de prestigio social y político es la francmasonería.
El resto de las supuestas organizaciones son, en su mayor parte, recientes e improvisaciones híbridas” (Iniciaciones Místicas, conclusión). Hasta un masón tan peculiar como Ragón, reconocía que “ningún grado conocido enseña ni desvela la verdad. Solamente aligerará el velo... Los grados que se practican hasta hoy produjeron masones y no iniciados”.
Y en efecto, es un hecho indubitable que la masonería contemporánea se encuentra más preocupada por su proyección social exterior que del progreso interior de sus miembros, el cual, además, concibe como una evolución prácticamente, por no decir exclusivamente, de orden moral o filosófico. Con ello, la masonería ha ido perdiendo paulatinamente su carácter verdaderamente iniciático.
Los intentos de la propia Masonería por descubrir sus orígenes se explican precisamente por la necesidad de entroncar con una tradición iniciática o mistérica auténtica. Esa fue la finalidad de la Asamblea General de los masones de la Estricta Observancia celebrada en Wilhelmsbad en 1782, o de la investigación que, sobre el particular, llevó a Joseph De Maistre a afirmar que; “Ciertamente, la Orden no pudo haber comenzado por lo que vemos ahora. Todo indica que la Francmasonería vulgar es una rama desprendida, y posiblemente corrompida, de un tronco antiguo y respetable”.
Aunque son numerosos los investigadores que se han afanado por descubrir las auténticas raíces de la Masonería, lo cierto es que no hay unanimidad en las conclusiones. Se acepta mayoritariamente que la Masonería moderna procede de las corporaciones de oficios medievales y éstas con los colegios de artesanos de la antigua Roma. Desde el punto de vista de la transmisión de una tradición iniciática hay varios argumentos que avalan esta idea.
En efecto, el hecho de que el dios romano Jano bifronte presidiera la iniciación a los Misterios y, paralelamente fuera el dios de las corporaciones de artesanos (Collegia fabrorum) se debe a que estas organizaciones estaban en posesión de una tradición "iniciática". Estos antiguos Collegia fabrorum transmitieron regularmente dicho carácter mistérico a las corporaciones medievales, especialmente a la de los constructores, lo que explica que tales corporaciones tuvieran por patronos a los dos san Juan, o que se autodenominaran “Logias de san Juan” (lo cual se ha conservado en la masonería moderna).
Igualmente, las dos llaves de Jano, una de oro y otra de plata, que simbolizaban respectivamente los “grandes misterios” (el acceso al “Paraíso celeste”) y los “pequeños misterios” (la entrada al “Paraíso terrestre”), serán más tarde símbolo del Papado y, concretamente, del poder de atar o liberar.
Los Collegia fabrorum celebraban en honor del dios Jano las dos fiestas solsticiales, correspondientes a la apertura de las dos mitades ascendente y descendente del ciclo zodiacal, es decir a las puertas de las dos vías celestial e infernal (Janua Coeli y Janua Inferni). Con el Cristianismo, estas fiestas fueron identificadas con los dos san Juan, de invierno y de verano porque se celebran siempre en los alrededores inmediatos de los solsticios de invierno y verano.
En el orden espacial, los solsticios de invierno y verano son los dos puntos que corresponden respectivamente al norte y al sur, mientras que los equinoccios de primavera y otoño corresponden a oriente y occidente. En este sentido, los solsticios son los polos del eje vertical del ciclo anual. Por eso, en el simbolismo masónico, dos tangentes paralelas a un círculo se consideran una representación de los dos san Juan, siendo los puntos de contacto de las dos tangentes los puntos solsticiales.
Esta tradición cardinal de los antiguos constructores, con sus complejos simbolismos, fue transmitida directamente a los constructores medievales, que la desarrollaron y aplicaron de diversas maneras (la planta y alzado de los edificios, el diseño de los pórticos de las catedrales, etc.) para proporcionar a la obra un carácter “pantacular” y hacer de ellas un compendio sintético del Universo. Así, por ejemplo, la idea del ciclo anual o de la vida y de la muerte es evocada en el pórtico de las iglesias a través del Zodíaco o las representaciones del Juicio Final en las que aparecen los elegidos y los condenados que acceden por las puertas del cielos o de los infiernos, es decir, del lado de la derecha o de la izquierda, etc.
La continuidad de los Collegia fabrorum en el occidente medieval es una tesis que cobra fuerza si se tiene en cuenta que aquellas corporaciones romanas subsistieron mientras existió el Imperio romano; es decir, no solo hasta la caída de Roma el año 476, sino hasta el año 1453 con la toma de Constantinopla por los turcos. Durante ese amplio periodo, el sur de Italia, las comarcas balcánicas o la cuenca del Danubio formaban parte del Imperio Romano de Oriente. Bizancio, además, ejercía una muy amplia influencia en el resto de Europa.
Por tal motivo, la leyenda masónica de que el “Arte constructivo” habría venido primero de Oriente a Italia y Francia a través de arquitectos bizantinos y, más concretamente, la mención de un arquitecto denominado significativamente Naymus Grecus (teniendo en cuenta que, en esa época, lo griego representaba genéricamente a todo lo oriental) en antiguas copias de los Old Charges que habría introducido la Masonería en Francia en la época de Carlos Martel, cobra un valor histórico indudable.
Por su parte, desde hacia siglos ya venían ejerciendo su benéfica influencia ciertas Órdenes monásticas poseedoras de una enseñanza auténticamente iniciática, singularmente las de tradición benedictina más pura.
Recordemos el importante programa de regeneración espiritual llevado a cabo por la Orden del Cister, liderada por Bernardo de Claraval. A la sombra del Temple se desenvolvieron cofradías como la Massenie del Santo Grial y otro tipo de organizaciones iniciáticas como la Fede Santa, los “Fieles de Amor”, etc. Con todo, no debe confundirse el esoterismo cristiano con un cristianismo esotérico, pues no se trata de una forma especial de cristianismo, sino del lado interior de la doctrina. En toda tradición religiosa conviven las jerarquías esotérica y exotérica de modo que ésta no tiene por qué tener conocimiento “oficial” de la jerarquía esotérica.
En la tradición cristiana, el punto de vista esotérico o metafísico se personifica en san Juan, mientras que san Pedro representaría el exoterismo de la religión (Santiago representaría el punto de vista de las ciencias tradicionales, hipostasiado en la masonería bajo la figura del Maître Jacques). En este sentido, el esoterismo cristiano en general y la tradición masónica en particular, sitúa el origen de esta doble vertiente interna/externa en el Evangelio de san Juan. En concreto, tras la resurrección, Jesucristo se encuentra con sus discípulos en las orillas de lago Tiberiades. En un momento determinado Jesucristo se retira del grupo y le dice a Pedro «sígueme». Este observa que Juan les sigue y pregunta «Señor, y éste qué», a lo que Jesús responde «si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa» (Juan 21, 22-23).
Un autor tan poco sospechoso de condescender con el cristianismo, Guénon, afirmaba que en la Edad Media había un esoterismo cristiano que se apoyaba en los símbolos y ritos religiosos sin oponerse en modo alguno a la doctrina; “no es dudoso que ciertas Ordenes religiosas estuvieron muy lejos de ser extrañas a ese esoterismo”… “no es en absoluto dudoso que haya existido un esoterismo específicamente cristiano durante toda la Edad Media (es posible que existan algunos vestigios, sobre todo en las Iglesias orientales)”, citando el caso del maestro dominico Eckhart a los que cabría añadir numerosos personajes poseedores del “gran secreto de reconciliación” entre el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam.
Un autor tan poco sospechoso de condescender con el cristianismo, Guénon, afirmaba que en la Edad Media había un esoterismo cristiano que se apoyaba en los símbolos y ritos religiosos sin oponerse en modo alguno a la doctrina; “no es dudoso que ciertas Ordenes religiosas estuvieron muy lejos de ser extrañas a ese esoterismo”… “no es en absoluto dudoso que haya existido un esoterismo específicamente cristiano durante toda la Edad Media (es posible que existan algunos vestigios, sobre todo en las Iglesias orientales)”, citando el caso del maestro dominico Eckhart a los que cabría añadir numerosos personajes poseedores del “gran secreto de reconciliación” entre el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam.
En esta tradición “iniciática” habría que incluir también, entre otros, a Gregorio de Nisa, Evagrio, Casiano o el enigmático Dionisio Areopagita. Los escritos de éste último fueron muy apreciados por Gregorio Magno, Juan Escoto Eriúgena, Buenaventura o Hugo de san Víctor (1095-1141) sirviendo, durante los siglo XIII y XIV, de base al pensamiento neoplatónico occidental. También Ricardo de san Víctor (muerto en el 1176) y discípulo de Hugo, se inspira en la agnosia del pseudo-Dionisio para explicar el éxtasis o rapto. También Alberto Magno (1206-1280) cita a Dionisio 1.200 veces porque lo consideraba un auténtico inspirado. Y Tomás de Aquino (1221- 1274) hace públicamente profesión de seguir su enseñanza y le cita explícitamente más de 1.700 veces.
Conocedores de la tradición contemplativa fueron Anselmo de Canterbury, Bernardo de Claraval, Guillermo de Champeaux Dante (Convivium (III, 15), Pedro Olivi, Tomás Gallus de Verceli, Eckhart, Tauler, Ruysbroeck, Hendrick Herp (1420-1477), Nicolás de Cusa, Giordano Bruno, Francisco de Sales, Fenelón... o los españoles Pedro Hispano, Francisco de Osuna, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Miguel de Molinos, etc...
Igualmente, el desconocido monje inglés, autor de la obras tituladas La nube del no saber (The Cloud of Unknowing) y El libro de la orientación particular (The Epistle of Privy Council), explica magistral y minuciosamente el método de la meditación pura seguido en el siglo XIV. Su doctrina y técnica enlazan con la tradición contemplativa representada por Hugo y Ricardo de san Víctor, san Buenaventura, Tomás de Aquino, etc... De hecho, la expresión Cloud of Unknowing está tomada de la obra De mystica teología de Dionisio Areopagita (I, 3) a cuya tradición se acoge explícitamente.
Como es sabido, Dionisio Areopagita se inspiró en diversos pasajes bíblicos alusivos a la tiniebla mística para describir un estado espiritual. En efecto, «En torno al Señor hay una nube oscura» (Sal. 97, 2); «Por el gran esplendor de su presencia se interpusieron nubes » (Sal. 18, 13), o en la consagración del templo de Salomón descrita en el libro I de los Reyes:
“la nube había llenado el templo de Yahweh...
pues la gloria de Yahweh llenaba el templo.
Entonces Salomón dijo: Yahweh puso el sol en los cielos,
pero ha decidido habitar en densa nube” (I Reyes 8, 10-12).
Sabemos que las doctrinas de Pitágoras, invocados en los manuscritos masónicos medievales antes citados, siguieron enseñándose en la antigua escuela de Platón, en la Academia de Atenas o en Alejandría hasta muy entrado el siglo VI d. C.
La actitud universalista del neopitagorismo puede ser personificada en el filósofo alejandrino Numenio de Apamea (120-180), uno de los maestros de Plotino, que afirmaba que «Conviene combinar a Pitágoras y a Platón, añadiendo los Misterios y las creencias populares, sobre todo las doctrinas de los brahmanes, de los judíos, de los magos y de los egipcios».
Fue precisamente en Alejandría donde el neopitagorismo alcanzó su mayor esplendor. Allí se publicarían las cartas y los famosos versos Aureos atribuidos a Pitágoras. Y aunque el emperador Justiniano cerró la Academia y prohibió la enseñanza de la filosofía pagana obligando a muchos neoplatónicos a exiliarse en Persia, poco después el cambió en la política bizantina hacia una mayor tolerancia, permitió que el pitagorismo, disfrazado de neoplatonismo, fuera enseñado libremente al menos durante 1.200 años, desde el siglo VI a. C. hasta el VI d. C. e incluso después.
Hay motivos para sospechar que fueron pitagóricos y neoplatónicos muchos de los sabios que, durante el declive y definitiva caída de Constantinopla a manos de los turcos en 1543, huyeron a Italia (y otras partes de Europa) contribuyendo al surgimiento del Renacimiento. A esta influencia “cultural” oriental que llegará a Occidente se refieren los textos masónicos cuando menciona al maestro masón “Naymus Graecus”, es decir, “el de origen griego-oriental”.
Respecto al neoplatonismo cabe recordar que constituyó uno de los movimientos más fecundos y difundidos durante la antigüedad tardía. Su máximo representante, Plotino, nació el año 204 en Egipto en la ciudad de Licópolis, la actual Assiut.
La influencia de las corrientes budistas, hinduistas y, en general, las doctrinas orientales que circulaban por Alejandría a través de los shakyas viajeros, le despertó “un vivo deseo de conocer experimentalmente las prácticas ascéticas de las filosofías persa e india”. Por tal motivo, en el año 242, cumplidos ya los treinta y ocho años, se unió al séquito del emperador Marco Antonio Gordiano III en su expedición a Persia.
Durante toda su vida Plotino fue modelo de ascetismo, celibato y de entrega generosa a sus discípulos, tan servicial con todos que «estaba a la vez consigo mismo y con los demás». Su biógrafo y discípulo Porfirio asegura que, durante los años en que convivió con él, fue testigo de varios éxtasis de Plotino; “Durante el tiempo que yo estuve con él, cuatro veces le sucedió llegar a ese estado no de forma virtual, sino efectivamente y de manera indecible”. De la escuela de Roma fundada por Plotino destacó su discípulo Porfirio, como en la escuela de Alejandría, encrucijada de culturas, destacaron Amonio Sakkas, Herenio y Orígenes.
Pero existieron otros focos notables como la escuela Siria representada por Jámblico, la escuela de Atenas con Proclo, Damascio y Simplicio o la escuela de Pérgamo con Eresio (discípulo de Jámblico), Eusebio, Máximo y Juliano (injustamente llamado el Apóstata)...
Durante toda su vida Plotino fue modelo de ascetismo, celibato y de entrega generosa a sus discípulos, tan servicial con todos que «estaba a la vez consigo mismo y con los demás». Su biógrafo y discípulo Porfirio asegura que, durante los años en que convivió con él, fue testigo de varios éxtasis de Plotino; “Durante el tiempo que yo estuve con él, cuatro veces le sucedió llegar a ese estado no de forma virtual, sino efectivamente y de manera indecible”. De la escuela de Roma fundada por Plotino destacó su discípulo Porfirio, como en la escuela de Alejandría, encrucijada de culturas, destacaron Amonio Sakkas, Herenio y Orígenes.
Pero existieron otros focos notables como la escuela Siria representada por Jámblico, la escuela de Atenas con Proclo, Damascio y Simplicio o la escuela de Pérgamo con Eresio (discípulo de Jámblico), Eusebio, Máximo y Juliano (injustamente llamado el Apóstata)...
La influencia del neoplatonismo en el cristianismo oriental se dejó sentir en las obras de Justino, Clemente y Orígenes, pero sobre todo a partir del siglo IV en la escuela formada por san Basilio, Gregorio de Nazianzo y Gregorio de Nisa. En el siglo VI pueden datarse las obras atribuidas a Dionisio el Areopagita, tan fieles a Plotino y a Proclo que algún investigador actual ha llegado a afirmar que el corpus dionisiaco tenía por finalidad acercar el cristianismo al neoplatonismo. Por su parte, en el mundo occidental, el pensamiento neoplatónico se prolonga en autores como Porfirio, Calcidio, Macrobio, Mario Victorino o el propio Agustín de Hipona, que «llegó al cristianismo a través de una interpretación neoplatónica». También en Boecio y Escoto Eriúgena.
La derrota del movimiento iconoclasta en el II Concilio de Nicea provocó un éxodo de sabios hacia Occidente, lo que permitió no solo la entrada del corpus dionisíaco sino además un mayor influjo de las corrientes neoplatónicas. Sin embargo, el gran florecimiento del neoplatonismo en Occidente tendrá lugar durante el Renacimiento a consecuencia de un nuevo éxodo de sabios a Italia tras la constante presión turca sobre Bizancio que culminará en la toma de Constantinopla en 1453. Además de la Academia Platónica fundada en Florencia, podemos citar la pléyade de autores que se inspiran en buena medida en el pensamiento clásico en general, y en el neoplatonismo en particular; Gemistos Plethon, el cardenal Bessarión, Crisaloras, los Láscaris, Demetrio Calcóndilas, Marsilio Ficino, Nicolás de Cusa, Pico della Mirándola, Giordano Bruno, etc.
Dicho lo anterior, ¿poseía la Masonería de fines del siglo XVIII el “hilo de Ariadna” que le permitía guiarse en el laberinto de las innumerables formas que velan la Tradición única y rencontrar la “Palabra perdida” para hacer surgir “la Luz de las Tinieblas, el Orden del Caos”?
A pesar de los masones que se empeñan en utilizar la Orden para sus empresas políticas y sociales, conviene recordar que por muy decaída que esté una organización iniciática como la Masonería, ello no cambia su naturaleza esencial bastando con que se presenten determinadas circunstancias favorables para que tenga lugar una restauración o retorno al estado «operativo» entendiendo por ello no la práctica de un oficio artesanal sino la práctica de un método de realización espiritual que facilite paso de la iniciación virtual a la iniciación efectiva, es decir, la comunicación con estados superiores del Ser.
Durante décadas los masones conscientes de esa desviación han planteado que la única manera posible de restaurar el primitivo carácter operativo de la Masonería consistía en reencontrar la “Palabra Perdida”, es decir, vivificar el antiguo método masónico de realización espiritual arrostrando las limitaciones y resistencias que imponen los signos adversos de los tiempos.
0 comentarios:
Publicar un comentario