Si ponemos el calendario en un círculo cerrado, como el zodíaco, veríamos que el 24 de junio se encuentra en oposición exacta con el 24 de diciembre, fecha en que el mundo cristiano celebra el nacimiento del redentor.
Esta circunstancia se ha aprovechado muchas veces por mentalidades profanas para señalar la oposición existente entre la iglesia y la masonería, oposición en el sentido de enemistad, de rivalidad. Sin embargo, si contemplamos los acontecimientos con una mente más abierta, si tenemos en cuenta las enseñanzas de la tradición sobre el aspecto Oposición, vemos que cuando se trata de cuerpos planetarios oposición significa realización material de una promesa, la proyección de esa promesa en el mundo material, su cristalización en la tierra física.
Podemos decir así que la promesa que el nacimiento crístico encerraba en la noche del 24 al 25 de diciembre se hace realidad el 24 de junio, día en que el espíritu masónico se encuentra exaltado.
Asumamos que nosotros, los masones, somos las manos materiales, los instrumentos que han de instituir en el universo físico la sagrada promesa que nació en un momento cíclico anterior.
Son muchos los símbolos que concurren ese día y que nos hablan del camino que ha de ser el nuestro. En primer lugar, San Juan es el día más largo del año y, por consiguiente, el que tiene la noche más corta. El día se encuentra en analogía con el trabajo físico; la noche con el trabajo espiritual.
Nosotros nos estamos preparando en nuestros templos para el trabajo fuera de ellos. Es a pleno Sol, con luz y taquígrafos, donde debemos realizar nuestra obra del mundo profano para convertirlo, todo por entero, en un vasto templo a la imagen y semejanza del orden que existe en los mundos de arriba. Es por ello que en ese día más largo encontramos nuestra exaltación.
La tradición transmite, con su lengua simbólica, lo que debemos hacer en ese día y esa explicación se encuentra en las hogueras de San Juan. El 25 de diciembre, el fuego está en el cielo, bajo el aspecto de la estrella de Belén, esa estrella anunciadora del nacimiento místico; el 24 de junio, el fuego está en la tierra. Pero, nos explica la tradición, el de San Juan es un fuego especial, tiene que ser preparado por los niños que han ido previamente por los hogares en busca de los trastos viejos. Esos niños representan las nuevas tendencias que van aflorando a nuestra psique, y los trastos viejos son tendencias corruptas, esos hábitos usados que hay en nosotros y que deben ser quemados para que el nuevo ser interno pueda acceder al mando de nuestra vida.
Es decir, nuestro trabajo en el día de San Juan consiste en despojarnos de los viejos hábitos, en quemar lo inútil y parasitario que deambula por nuestra vida para que quede en nuestra casa psíquica espacio para alojar esos nuevos impulsos que luchan por emerger, pero que a duras penas encuentran alojamiento en nosotros porque la mayoría de los espacios ya están ocupados.
Nada es más triste, en esos días, que tener que decirle al niño que llama a nuestra puerta que todo nos sirve, que nada podemos entregarle, que nos sentimos demasiado apegados a los objetos que poseemos, ya que esto significaría que nuestra psique no ha aprendido ni comprendido nada del verdadero significado que conlleva ser un verdadero masón.
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