En un artículo donde se trataba sobre los altares que, entre los antiguos hebreos, debían estar construidos exclusivamente con piedra bruta, hemos leído esta frase más bien asombrosa:
“El simbolismo de la piedra bruta ha sido alterado por la francmasonería, que lo ha transpuesto del dominio sagrado al nivel profano; un símbolo, primitivamente destinado a expresar las relaciones sobrenaturales del alma con el Dios ‘viviente’ y ‘personal’, expresa en adelante realidades de orden alquímico, moralizante, social y ocultista”.
El autor de estas líneas, según todo lo que de él sabemos, es de aquellos en quienes el prejuicio puede ir harto fácilmente hasta la mala fe; que una organización iniciática haya hecho descender un símbolo “al nivel profano” es algo tan absurdo y contradictorio, que no creemos que nadie pueda sostenerlo seriamente; y, por otra parte, la insistencia sobre los términos “viviente” y “personal” muestra evidentemente una intención decidida de pretender limitar el “dominio sagrado” al solo punto de vista del exoterismo religioso.
Que actualmente la gran mayoría de los masones no comprendan ya el verdadero sentido de sus símbolos, así como tampoco la mayoría de los cristianos comprende el de los suyos, es asunto muy distinto; ¿cómo puede la masonería, ni la Iglesia, ser hecha responsable de tal estado de cosas, debido solo a las condiciones mismas del mundo moderno, para el cual una y otra institución son igualmente “anacrónicas” por su carácter tradicional?
La tendencia “moralizante”, que en efecto no es sino harto real desde el siglo XVIII, era en suma una consecuencia casi inevitable, si se tienen en cuenta la mentalidad y la degradación “especulativa” sobre la cual tan a menudo hemos insistido; puede decirse otro tanto de la importancia excesiva atribuida al punto de vista social, y, por lo demás, a este respecto, los masones están muy lejos de constituir una excepción en nuestra época: examínese imparcialmente lo que se enseña hoy en nombre de la Iglesia. Y dígasenos si es posible encontrar muy otra cosa que simples consideraciones morales y sociales.
Para terminar con estas observaciones, apenas será necesario subrayar la impropiedad, probablemente deliberada, del término “ocultista”, pues la masonería, ciertamente, nada tiene que ver con el ocultismo, al cual es muy anterior, inclusive en su forma “especulativa”; en cuanto al simbolismo alquímico, o, más exactamente, hermético, ciertamente nada tiene de profano, y se refiere, según lo hemos explicado en otro lugar, al dominio de los “pequeños misterios”, que es precisamente el dominio propio de las iniciaciones artesanales en general y de la masonería en particular.
No hemos citado dicha frase simplemente para hacer esta puntualización, por necesaria que sea, sino sobre todo porque nos ha parecido dar oportunidad para aportar algunas precisiones útiles sobre el simbolismo de la piedra bruta y de la piedra tallada.
Cierto es que en la masonería la piedra bruta tiene otro sentido que en los casos de los altares hebreos, a los cuales han de asociarse los monumentos megalíticos; pero, si es así, se debe a que ese sentido no se refiere al mismo tipo de tradición. Esto es fácil de comprender para todos aquellos que conocen nuestras explicaciones sobre las diferencias esenciales existentes, de modo enteramente general, entre las tradiciones de los pueblos nómadas y las de los sedentarios; y, por otra parte, cuando Israel pasó del primero de esos estados al segundo, desapareció la prohibición de erigir edificios de piedra tallada, porque ella no tenía ya razón de ser, como lo atestigua la construcción del Templo de Salomón, la cual, sin duda alguna, no fue una empresa profana, y a la cual se vincula, simbólicamente por lo menos, el origen mismo de la masonería.
Poco importa a este respecto que los altares hayan debido seguir siendo entonces de piedra bruta, pues éste es un caso muy particular, para el cual podía conservarse sin inconveniente el simbolismo primitivo, mientras que, de toda evidencia, es imposible construir con tales piedras el más modesto edificio. Que además en esos altares “no pueda encontrarse nada metálico” como lo señala también el autor del artículo en cuestión, se refiere a otro orden de ideas, que hemos explicado igualmente, y que por lo demás se encuentra también en la propia masonería, con el símbolo del “despojamiento de los metales”.
Ahora bien; no es dudoso que, en virtud de las leyes cíclicas, pueblos “prehistóricos”, como los que erigieron los monumentos megalíticos, y cualesquiera hayan podido ser, se hallaban necesariamente en un estado más próximo del principio que los pueblos que los sucedieron; ni tampoco que ese estado no podía perpetuarse indefinidamente, sino que los cambios que sobrevenían en las condiciones de la humanidad en las diferentes épocas de su historia debían exigir adaptaciones sucesivas de la tradición, lo cual, inclusive, pudo ocurrir en el curso de la existencia de un mismo pueblo sin que haya habido en éste ninguna solución de continuidad, como lo muestra el ejemplo de los hebreos, que acabamos de citar.
Por otra parte, es igualmente verdad, y lo hemos señalado en otra parte, que entre los pueblos sedentarios la sustitución de las construcciones de madera por las de piedra corresponde a un grado más acentuado de “solidificación”, en conformidad con las etapas del “descenso” cíclico; pero, desde que tal modo de construcción se hacía necesario por las nuevas condiciones del medio, era preciso, en una civilización tradicional, que por ritos y símbolos apropiados recibiera de la tradición misma la consagración sin la cual no podía ser legítimo ni integrarse a esa civilización, y, precisamente por eso hemos hablado de adaptación a ese respecto.
Tal legitimación implicaba la de todas las artesanías y oficios, empezando por la de la talla de las piedras requeridas para esas construcciones, y no podía ser realmente efectiva sino a condición de que el ejercicio de cada una de esas artesanías estuviera ligado a una iniciación correspondiente, ya que, conforme a la concepción tradicional, tal artesanía debía representar la aplicación regular de los principios en su orden contingente. Así fue siempre y en todas partes, salvo, naturalmente, en el mundo occidental moderno cuya civilización ha perdido todo carácter tradicional, y ello no solo es cierto de las artesanías de la construcción, que aquí consideramos de modo particular, sino igualmente de todas las demás cuya constitución fue igualmente hecha necesaria por ciertas condiciones de tiempo y lugar; e importa señalar que esa legitimación, con todo lo que implica, fue siempre posible en todos los casos, salvo para los oficios puramente mecánicos, que no se originaron sino en la época moderna.
Ahora bien; para los canteros, y para los constructores que empleaban los productos de ese trabajo, la piedra bruta no podía representar sino la “materia prima” indiferenciada, o el “caos”, con todas las correspondencias tanto microcósmicas como macrocósmicas, mientras que, al contrario, la piedra completamente tallada en todas sus caras representaba el cumplimiento o perfección de la “obra”.
He aquí la explicación de la diferencia existente entre el significado simbólico de la piedra bruta en casos como los de los monumentos megalíticos y los altares primitivos, y el de esa misma piedra bruta en la masonería. Agregaremos, sin poder insistir aquí en ello, que esa diferencia corresponde a un doble aspecto de la “materia prima”, según que ésta se considere como la “Virgen universal” o como el “caos” que está en el origen de toda manifestación; en la tradición hindú igualmente, Prátkrti, al mismo tiempo que es la pura potencialidad que está literalmente por debajo de toda existencia, es también un aspecto de la Çakti, o sea de la “Madre divina”; y, por supuesto, ambos puntos de vista no son en modo alguno excluyentes, lo cual, por lo demás, justifica la coexistencia de los altares de piedra bruta con los edificios de piedra tallada.
Estas breves consideraciones mostrarán una vez más que, para la interpretación de los símbolos como para cualquier otra cosa, siempre hay que saber situar todo en su lugar exacto, sin lo cual se arriesga caer en los más burdos errores.
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