viernes, 26 de enero de 2018

OBJETO MORAL DE LAS INICIACIONES

L
a iniciación es una educación misteriosa que tiene por objeto descubrir las condiciones morales y las aptitudes del hombre, acrecentar sus fuerzas y su valor, afirmar su fe y su consecuencia, y unirle por el secreto y por el juramento a un principio fijo e inmutable.

Hemos hecho ya algunos extractos históricos de las antiguas iniciaciones, y hemos descrito sus prácticas y las de los ritos religiosos, por lo que nos limitaremos aquí a tratar del objeto moral que se proponían y los benéficos efectos que producían en el espíritu de los pueblos, valiéndonos para ello de los notables estudios de los hermanos Dareres, Bazot, Marconais y otros ilustrados y concienzudos escritores masónicos que se han dedicado preferentemente a esta importante materia.

Mientras la ciencia de los sabios que dirigían las razas primitivas se concretó a los simples elementos de un orden social prescrito por solo el instinto de la razón, no se sintió la necesidad de establecer ninguna excepción ni preferencia dentro del dominio de los conocimientos humanos; y débiles y fuertes pudieron aproximarse sin peligro al hogar de la luz que la naturaleza todavía salvaje había encendido.

Pero cuando algunos hombres privilegiados, a fuerza de estudio y de trabajo llegaron a descubrir las misteriosas profundidades en las que el Gr.·. A.·. D.·. U.·. oculta su voluntad eterna; cuando hubieron reconocido que la vida del mundo era obra de su amor y la verdad la hija predilecta de su pensamiento íntimo, entonces hicieron de esta ciencia la religión de la inteligencia y del genio y le tributaron un culto de respeto y de admiración.

Los fundadores de las naciones hicieron del santuario de los dioses un centro de verdadera luz, y sometieron a pruebas misteriosas a aquellos que la querían conocer, no para sujetar nuestra débil humanidad al yugo de una larga y funesta ignorancia, ni para privar á la sociedad de los medios que necesitaba para asentar su independencia moral y la fuerza de su principio organizador, como han tratado de sostener algunos detractores de los usos religiosos de la antigüedad, sino que lo hicieron así, para santificar su origen y revestirle de un carácter sagrado. Jamás el camino de la iniciación fue cerrado al hombre sabio y concienzudo que unía a la pureza de costumbres, el amor a la ciencia y el deseo de propagarla entre sus semejantes; jamás se vio que se establecieran excepciones ni categorías, excepto las de incapacidad moral; ni el rango ni las dignidades obtuvieron nunca la menor preferencia; solo el mérito personal pudo prevalecer. Una alma noble y generosa y una afección pura para la humanidad, tales eran las circunstancias que exigían de aquellos que querían participar de los beneficios de la iniciación. Los sacerdotes de Júpiter Amón se hicieron sordos a la voz de Alejandro, y los de Ceres de Eleusis, a la de Nerón; pero en cambio las puertas del santuario de sus templos se abrieron de par en par a Orfeo, a Minos, a Pitágoras, y a tantos otros filósofos de todas las escuelas y creencias y de todos los países.

Sin embargo, podrá preguntarse ¿a qué ese aparato tenebroso a la puerta del Templo? ¿a qué esas experiencias físicas y morales, esa investigación acerca de la vida, ese estudio minucioso del carácter y de las costumbres del neófito antes de proceder a su consagración? Arrojando una mirada escrutadora sobre la sociedad tal como era en aquellos tiempos y tal como es aun en el día, será muy fácil de comprender y de justificar estos actos de prudencia.

La ciencia tenia su asilo en la parte interior de los templos reservada al sacerdocio: en aquel misterioso recinto era donde la razón, sostenida por el trabajo y la experiencia, alimentaba el elemento civilizador y preparaba los primeros sedimentos a la vida intelectual. Los sacerdotes de aquellos templos, desligados por completo de toda pasión terrestre, solo aspiraban a encontrar obreros dignos y dispuestos a cooperar á la edificación del templo simbólico, es decir, a la obra de la perfectibilidad del espíritu humano; pero querían hombres para formar al hombre; naturalezas fuertemente constituidas, de aquellas que salen al encuentro de los obstáculos para dominarlos y vencerlos, y que nunca se encuentran mejor que cuando se hallan rodeados de las dificultades que presentan las creaciones del genio.
 
El mundo profano encierra tantas perversidades ocultas, tantas y tan criminales ambiciones y un número tan considerable de espíritus frívolos y ligeros, que para librarse de la intrusión de los hipócritas y de los renegados en su comunión, era esencialmente necesario cerciorarse bien antes de la fuerza moral y del valor de los neófitos; estudiar sus inclinaciones, saber si podrían hacerse superiores a las debilidades inherentes á la humana naturaleza y despojarse del cúmulo de errores y de supersticiones que forman los hábitos mundanos.

Las iniciaciones tenían, por tanto, por objeto, unir a los hijos de la verdadera luz por un pensamiento social; establecer entre, ellos un lazo de fraternidad fundado sobre una misma fe y una misma ley, y sobre una homogeneidad perfecta de sentimientos y de lenguaje, a fin de que de un extremo al otro del mundo pudiesen hablarse y entenderse, obligándose a vivir en tranquila y dulce cordialidad.

Rechazar el uso religioso de las iniciaciones como contrario a la razón; relegarle al rango de esas truhanerías deslumbradoras de que se sirve el charlatanismo sacerdotal para entretener la credulidad del pueblo, es pecar por sobra de ignorancia o por falta de buena fe.

En las ciencias positivas, en aquellas cuyo progreso depende del cálculo o de la meditación, las pruebas preparatorias son inútiles, porque su estudio no exige ningún sacrificio de sí mismo. Pero cuando se trata de una doctrina fundada sobre la unidad moral, de la que emanan todos los principios de moralidad necesarios a la unión fraternal de los hombres, entonces ya no sucede otro tanto. Cuando esta doctrina sirve de base al contrato de alianza de una sociedad religiosa o filosófica, si se la quiere profesar bajo el patronato de la comunidad, es necesario poner previamente a prueba la fuerza y el temple del alma, porque una vez salidos del templo en el que se consagra el juramento y se somete la voluntad, ya no se pertenece uno a sí mismo.

Mucho se ha escrito sobre las iniciaciones del paganismo, pero muy poco lo que. se ha dicho que sea digno de crédito. Estos actos religiosos, los mas graves e importantes de todos, tenían lugar en la parte mas oculta del templo, no lejos del santuario, y algunas veces en subterráneos, como el antro de Trofonio, tomándose las precauciones mas cautelosas á fin de evitar toda investigación profana.

Por otro lado, la educación religiosa del neófito había terminado, y sus convicciones estaban ya formadas cuando le ceñían las sienes con el mirto y se le lavaba con el agua lustral; de manera que su obra iniciadora no podía ser mas que la impresión de su fe. Los iniciados hacían de su iniciación un objeto de alianza íntima, y del secreto una ley religiosa, y se creían en medio de su pueblo, como un elemento separado de él por las conveniencias del culto.

La violación del juramento era a sus ojos como una especie de deicidio, y como un crimen del que ninguna pena ni tormento les podía redimir.

Los pueblos sometidos a la influencia del Santuario, participaban de los mismos sentimientos. Los griegos tenían una veneración tan grande por las iniciaciones, que el solo hecho de hablar con indiferencia de los misterios, o de manifestar una creencia contraria a sus prácticas, bastaba para excitar la animadversión pública. Diágoras osó declamar contra los misterios, y fue maldecido de toda la Grecia; el poeta Esquilo corrió inminente peligro de ser inmolado por el pueblo enfurecido, por haber tratado los misterios de Ceres con alguna ligereza, en una de sus producciones dramáticas, y Alcibíades fue condenado a muerte como contumaz, por haberse permitido una representación simulada de los honores que se rendían a esta diosa.

Si a todo esto se agrega el rigor de las leyes contra los sacrílegos, el carácter sagrado impreso por la opinión general a la iniciación, y la inviolabilidad del juramento guardada por lo que iniciados de todos los países, nos convenceremos con la mayoría de los autores que han escrito sobre esta materia, que el tipo sagrado, la esencia real de los misterios, no son conocidos todavía del mundo profano.

Entre todos los santuarios en los que se confería la consagración iniciadora, los mas antiguos de que, se tiene noticia, son los de Tracia o de la Samotracia y los de Egipto, que tenían su asiento en Menfis, Tebas y Sais. Tanto en unos como en los otros, se ponía especial cuidado en no admitir mas que neófitos originarios; de escoger aquellos que ya se habían distinguido por su inteligencia y por sus virtudes, y aun solo después de pruebas largas y crueles, se completa su educación sagrada con el conocimiento de los misterios. Con el transcurso del tiempo, los egipcios llegaron a conceder la iniciación a neófitos extranjeros: Orfeo, Lino, Homero, Hesíodo, Moisés, Pitágoras, Platón y otras lumbreras del saber humano, merecieron que los Jerofantes les otorgaran este favor.

No cabe dudar, que todos los pueblos de la antigüedad, los Persas, los Asirios, los Indos, etc., tuvieron su santuario: pero el mas célebre entre todos ellos fue el de Ceres, en Elcusis, pequeña ciudad marítima de las cercanías de Atenas.

No existe conformidad acerca del nombre del fundador de este establecimiento religioso; pues mientras que algunos quieren que sea Orfeo, pretenden otros que fue Erecteo, y otros hay que sostienen que fue un tributo de reconocimiento de los atenienses hacia Ceres, por haberles librado esta diosa de los estragos de una hambre asoladora.

Sea como quiera, es lo cierto que la iniciación tenia lugar durante el período de las fiestas Eulesianas o de Ceres.

Estas fiestas se dividían en grandes y pequeñas: las primeras se celebran durante el mes bcedromion (Agosto), y las segundas establecidas en honor de Hércules, en el mes de anthisterion (Enero).

Marcio escribió sobre estas fiestas una obra muy interesante, cuya lectura recomendamos a aquellos que deseen instruirse en esta materia. Como nuestro objeto se reduce a tratar tan solo del efecto moral de las iniciaciones, nos hemos dé limitar al efecto maravilloso que producía este acto religioso, en el ánimo de aquellos que tenían la dicha de ser objeto del mismo. Se hubiera dicho que el periodo de las pruebas era para los neófitos una época de muda, durante el cual se verificaba en ellos una completa metamorfosis moral. A la salida del templo, los iniciados apenas conservaban el recuerdo de su vida profana. La inteligencia, el corazón, los sentimientos, todas las facultades inteligentes del hombre, todo había cambiado y seguía una dirección conforme a la voz de la naturaleza y al instinto de la razón.

No se veían entre los iniciados egoístas, ni avaros, ni ambiciosos de esos que monopolizan la fortuna y centralizan en torno suyo todas las ventajas sociales; eran todos amigos sinceros y desinteresados de la gran familia humana, que se dedicaban a trabajos útiles, a estudios serios y a todo lo que tendía a engrandecer la ciencia social.

No nos detendremos a señalar esa pléyade de grandes ciudadanos, gloria de su siglo y honra de su patria, porque su nombre y sus hechos, fueron escritos en letras de oro en las páginas de la historia; pero sí debemos decir que casi todos los iniciados de las primeras épocas fueron hombres ilustrados, sabios y concienzudos, para quienes el bien público era el bien supremo, y la consideración de sus conciudadanos, la mas dulce recompensa de su celo. Ante semejantes modelos, el pueblo se inclinaba y tendia a imitarlos.

Sus costumbres austeras, su noble y generosa actividad en la obra de perfeccionamiento, le servían de ejemplo, y se acostumbraba a amar la virtud desde el momento que la veían reverenciada por hombres tan eminentes, y perdían sus instintos feroces y salvajes con solo oírles hablar de la humanidad con el santo fervor que lo hacían.

Así fueron formándose aquellas costumbres sociales que tenían por móviles el amor del bien público y el gusto por todo lo bello. Jamás experimentaron los pueblos de manera tan vehemente la necesidad de vivir en comunidad de intereses y de sentimientos, como aquellos que debieron su educación a los sabios que habían recibido la suya en el santuario de los dioses: y gracias a este beneficio, los Egipcios, los Persas, los Indios y los Griegos, sufrieron la conquista y la devastación sin que se rompiera la cadena mutua que les había unido formando su nacionalidad.

Sin embargo, la práctica de las iniciaciones debía experimentar la suerte de las cosas humanas; tenia que debilitarse, tenia que corromperse y que sufrir la funesta influencia de un egoísmo brutal y salvaje. El sacerdote, que en su origen era un sabio sencillo y modesto, el intérprete de las leyes de la naturaleza y el consagrador del culto que se rinde a su autor, se apasionó por los bienes de la tierra, dejóse dominar por la avaricia, dio oídos a los deseos de la carne con preferencia al espíritu, y para alimentar su concupiscencia se hizo artero, hipócrita y embustero; introdujo la perturbación en las ideas religiosas que mantienen los sentimientos de estima y de amor entre los hombres, y desnaturalizó la creencia universal que da un Dios á la naturaleza y un padre a la humanidad. Esta bastarda ambición, acarreó a las iniciaciones la pérdida de la sublime y majestuosa autoridad moral de que gozaban; dejaron de ser la vía intermediaria por la cual el hombre de genio se dirigía al santuario a depurar su corazón, y en cuyo fondo bebía el sabio su ciencia, y degeneraron, en fin, en esas ceremonias venales que alimentan la credulidad del pueblo y la pasión que. siente por lo maravilloso, sin hacerle ni mas religioso, ni mas sabio.

Al caer los altares del paganismo ante la voz potente del cristianismo, los hombres del renacimiento social y fraternal conservaron en sus ritos religiosos todo lo que tenían las iniciaciones de moral y de filosófico. Los primeros cristianos se sirvieron de ellas para alejar de su culto á los débiles y a los tímidos.

Por último, el uso de las iniciaciones pasó con el cristianismo de Oriente al Occidente; las órdenes monásticas, filantrópicas y caballerescas establecieron su noviciado, sus pruebas, sus secretos y sus misterios; las corporaciones de la Edad Media crearon también una especie de iniciación, y la sociedad de Juan, llamada de los Hermanos Masones, adoptó desde su origen las fórmulas iniciadoras de los tres grados simbólicos establecidos por Zoroastro para la recepción de los Magos, por considerarlas las mas dignas entre todas, y por ser las que se hallaban mas en armonía con el espíritu de su institución.

Las iniciaciones masónicas operaron en Europa la misma transformación que habían producido en Asia, formando hombres de fe, de sólidos principios, de valor probado y de adhesión sin límites, que trabajaron sin descanso por el bienestar de la humanidad.

Desde el sabio Manes hasta Bacon, y desde éste a D'Alambert, transcurrieron nuevo siglos de tinieblas, producidas por el fanatismo y la superstición. Las tiranías feudales y sacerdotales pulverizadas por el ariete de la razón; las libertades del hombre reconocidas como principios de derecho político, en fin, ese manantial de gloria y de prosperidad abierto a todas las inteligencias por aquellos que aprendieron en sus templos a amar la verdad y a cultivar la virtud, dan a conocer suficientemente el objeto moral y filosófico de las iniciaciones, y la necesidad de conservar religiosamente sus sagradas prácticas.

Sin embargo, no sallemos si por la ceguedad o si por la ignorancia, o porque aun las cosas mas venerandas y mas útiles tienen su periodo de decadencia y de caducidad, es lo cierto, que no se tiene por las iniciaciones aquel respeto y aquella veneración que inspiraba una santa confianza a los neófitos; se desconoce su importancia moral; la severidad de sus prácticas ha caído en desuso, y parece que no se las considera mas que como uno de esos preámbulos que no dicen nada, y que solo sirven de pretexto para empezar alguna cosa. Y es porque se ha olvidado que ellas fueron y serán siempre la clave de la bóveda del Templo, y el fundamento sobre que descansa el porvenir de la Francmasonería.

El bautismo de la iniciación, se da hoy día, como llegó a darse en otros tiempos, cuando los sacerdotes de Ceres las convirtieron en un objeto de especulación. Los neófitos llegan en tropel a las puertas del templo, sin tener ninguna idea del sacrificio que van a imponerse, ni de las formales obligaciones que deben contraer. Algún simulacro pálido y descuidado de las pruebas, y una pequeña lección del catecismo, son lo que se considera en general, lo bastante para iniciar á un profano a los misterios de la Gran Obra. ¡Y habrá todavía quién se admire que haya tantos obreros inhábiles, tantos compañeros ignorantes, y un número tan considerable de Maestros, que abandonan la escuadra y el compás como instrumentos gastados ó inútiles, para volver a entregarse con toda preferencia a sus costumbres profanas!

El hombre que hace abnegación de sí mismo para trabajar por el bienestar de sus semejantes, pasa ya por se un ejemplar tan raro, que es preciso buscarle con empeño durante largo tiempo en el seno de la multitud, entre que casi siempre permanece oscurecido e ignorado para poderlo encontrar.

Si los hipócritas y los avaros se han introducido en el templo; si se ve a tantos renegados violar un juramento sagrado y abandonar una causa santa, se deben tan tristes y perniciosos ejemplos, al poco cuidado que se pone en estudiar a los hombres, y en el olvido de los sabios medios que deberían emplearse para conocerlos bien antes de proceder a su admisión.

Para que la Francmasonería recobre la alta consideración de que es merecedora por los grandes principios sociales que mantiene, es necesario enseñar a los neófitos, que la fraternidad no es solo la simple expresión de algunos sentimientos humanitarios, y la fórmula de algunos actos de simpatía y de mutualidad recíprocas, sino que es la beneficencia puesta en principio como ciencia universal de la humana sociedad; es necesario despertar el sentimiento de la propia dignidad, vigorizar el carácter y excitar los grandes sentimientos que inspiran la virtud y el honor.


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